Y la boina aparte
Pocos personajes han devenido en símbolo como Bonaparte. Su bicornio encarna toda la grandeza de Francia.
Tan ocupados estábamos el pasado día 5, celebrando, unos, la victoria de Isabel Díaz Ayuso y la marcha de Pablo Iglesias, otros (mientras Ángel Gabilondo tarareaba Corazón partío), que no nos dimos cuenta de que se cumplían 200 años de la muerte, dicen los sabios que envenenado con arsénico, de Napoleón Bonaparte, Emperador de Francia, señor de un tiempo nuevo y santo patrón de todos los locos.
Tanto nos ocupan los asuntos domésticos —que, como suele ocurrir, terminarán barridos bajo la alfombra, como la llave de El Apartamento— que ni siquiera hemos reservado un minuto para meter la mano bajo la chaqueta y mirar a nuestro alrededor como quien contempla dos mil años desde una pirámide o las barcas del estanque del Retiro como si conformasen la desdichada flota otomana en Abukir.
No cometeré la temeridad de repetir para ustedes los datos de una biografía que pueden hallar en cualquier página de internet y que, sospecho, buena parte de nosotros desconocemos; ignorancia que no ha de avergonzarnos ni suponer demérito para el corso. Al fin y al cabo, los símbolos no necesitan vivencias que los respalden.
Y pocos personajes han devenido en símbolo como Bonaparte. Su silueta embutida en un gabán y rematada por el bicornio encarna toda la grandeza de Francia.
Sin embargo, durante su juventud odió con todas sus fuerzas al país que había comprado su isla de Córcega, y solo una serie de carambolas terminó haciéndolo teniente de artillería del ejército francés —“solo hay dos clases de soldados: los artilleros y la carne de cañón”, dicen que dijo—.
Fue la Revolución la que dio al otrora nacionalista corso carta de naturaleza gabacha. No puedo por menos que admirar al hombre que antepuso las ideas a la tierra. El patriotismo de Napoleón, malicio, no dependía de un paisaje, de una lengua (que no era su lengua natal) o de una tradición, sino de tres palabras que, reverdecidas por el anarquismo, aún repetimos con reverencia y estupor al comprobar cómo han ido ajándose gracias al beneficio de los banqueros y al privilegio de los usurpadores: libertad, igualdad, fraternidad.
No eran los regimientos los responsables de la conquista de Europa; a ellos solo les correspondía derrotar a los defensores del antiguo régimen. La labor de construir un continente francés la encomendó el militar a la Enciclopedia de Diderot, al Cándido de Voltaire, a los incendiarios versos de Rouget de Lisle.
Cuando los españoles de bien se encerraron en Cádiz para resistir al invasor, engendraron la Pepa a la que tanto queremos. Y cuando la victoria de ingleses y prusianos devolvió el trono de España a su legítimo dueño, buena parte de los ponentes de la Constitución tuvo que marcharse del país acompañando a los fanfarrones que les habían tirado bombas. Ni me imagino el gusto que debe de dar ir por la calle gritando “¡Vivan las cadenas!”.
El casticismo, nuestra maldición, apenas dio para tachar, falsamente, de borracho a Pepe Botella o para jugar al calambur con el apellido de la familia, dejándolo en un chusco “la boina aparte”, chascarrillo que los escolares utilizaban como burda mnemotecnia para el examen de historia, el mismo examen en que los Borbones eran “Barbones” y el recuerdo de Espartero a caballo se callaba por decencia, por más que alguno tuviera que disculparse por aludir al tamaño de las pilas que le colgaba al rucio.
Y no creo que el de la mano escondida (se palpaba el móvil) se sintiera traidor a la Revolución cuando se proclamó emperador. El gesto con el que arrancó la corona de las manos del clérigo para coronarse él mismo lo dejaba bien claro: solo Francia estaba legitimada para otorgar la gloria a Francia.
Hubiera sido un buen momento para recordar la máxima de Montaigne: aunque te sientes en la cima del mundo, recuerda siempre que estás sentado sobre tu culo.
Lo único que no puedo perdonar a Napoleón es que santificara uno de los platos más atroces jamás paridos (al menos hasta que el club de los “bullímicos” y “Madrid-Sifón” encumbraron la espuma): después de la batalla, su cocinero tuvo que improvisar la comida. Tras unas cuantas requisas, sirvió un pollo con salsa de pan, champiñones y coñac, junto al que coció cangrejos de río. Sobre lo anterior, el palio de unos huevos fritos remató aquel disparate que ha quedado para la historia de la indigestión como “pollo a la Marengo”. El “tojunto” manchego, nacido de la precariedad de Aldonza, avergonzaría a mi colega gabacho.
En el colmo de la cursilería, alguno de esos restaurantes pretenciosos, en los que sorprende que la heráldica becada no tenga dos cabezas, sirven el batiburrillo cambiando los cangrejos por inhóspita y malcriada langosta.
Sé que la película canónica sobre Napoleón es, y con justicia, la de Abel Gance, cuyas imágenes silentes han copado todo el imaginario sobre el corso, pero déjenme que prefiera el cansancio, la desesperanza y el genio destemplado que mostró Rod Steiger en Waterloo (hoy patria circunstancial de un desertor entregado a la causa del “pa amb tomaquet”). Y ahórrenme, por caridad, la cancioncita de marras.
Kubrik, embarcado en un proyecto napoleónico, desmedido, mesiánico, tuvo que renunciar a filmarlo, desbordado por el presupuesto. Y hay una fotografía de Chaplin vistiendo el uniforme de la Grande Armée que me desasosiega.
Quien ha encarnado a Napoleón Bonaparte no ha encarnado a un hombre, sino a una idea. Incluso Napoleón Bonaparte. Y, desde luego, ser una idea es un método infalible para alcanzar la locura.