Y en ese claroscuro surge... el máster de Cifuentes
Este artículo está escrito conjuntamente con Juan Manuel Zaragoza @jm_zaragoza
Se ha orquestado, en estos últimos días, una campaña de acoso contra la universidad pública por parte de aquellos interesados en diluir el escándalo del falso máster de la recién dimitida presidenta de la Comunidad de Madrid, Cristina Cifuentes. Los argumentos empleados por los acosadores son de sobra conocidos, por manidos y comunes: la endogamia universitaria, la politización de las universidades públicas, el corporativismo de la institución... desgraciadamente, todos estos argumentos y muchos otros que se han utilizado, tienen, sin duda, un trasfondo de verdad.
La universidad pública fue otra de tantas instituciones, como la judicatura, cuya transición desde el franquismo a la democracia fue, vamos a decirlo así, poco traumática. Se conservaron gran parte de los mecanismos de promoción interna, perpetuándose la lucha entre facciones y la necesaria alineación con un grupo si se quería medrar en ella. La transformación automática de los PNNs, bajo el gobierno de Felipe González, simboliza a la perfección el fracaso de los primeros gobiernos de la democracia por cambiar lo peor de la universidad franquista.
Cierto es que en las últimas décadas hemos visto cómo se producían diversos cambios en su organización, fines y alcances, pero aún nadie se ha atrevido a cambiar las estructuras profundas del sistema, basado en parte en el clientelismo y en la búsqueda de arreglos sotto voce de temas que deberían ser parte de la discusión pública. A esto debemos añadir que la adaptación a Bolonia ha traído sus propios problemas, en forma de mercantilización de la universidad, exceso de burocracia y la gobernanza por indicadores. El "caso Cifuentes" sólo se entiende a partir de estas sinergias entre lo viejo y lo nuevo.
Pero a pesar de todo esto, no podemos compartir afirmaciones que califican a la universidad pública en su conjunto como una institución corrupta, u otras que se refieren a sus trabajadores y trabajadoras como cómplices o demasiado cobardes para denunciar esta situación. La universidad pública ha cumplido y cumple una labor fundamental para garantizar la movilidad social y el acceso de las clases populares a una formación de calidad. Cuando se habla de la generación mejor formada de la historia no nos referimos tanto al nivel cultural o formativo de los individuos, sino a que nunca tantas personas han estado tan bien formadas. El esfuerzo de nuestra sociedad, en ese sentido, ha sido ejemplar. Basta recordar que hace exactamente un siglo el 35% de la población española era analfabeta. Hoy, el 32% tiene estudios superiores.
La universidad pública ha sido, y es, una de las principales protagonistas de este gran cambio en nuestro país. Y todo ello, pese a sus problemas y pese a las trabas puestas por una gestión política que muchas veces, y sobre todo en los últimos años, ha jugado en su contra. No podemos olvidar que la universidad pública ha sido una de las "pagadoras" de la crisis económica y de los recortes presupuestarios en educación. Y es que mientras Cifuentes aprobaba mágicamente asignaturas de su máster, ella y su partido impulsaban políticas que recortaban en recursos económicos y humanos a la vez que encarecían las matrículas, restringiendo el acceso de muchos y muchas a la universidad.
A pesar de todo ello, la universidad pública ha sabido mantener sus niveles de calidad científica y docente. Sin ir más lejos, más de la mitad de las universidades públicas españolas, exactamente 27 de 50, están entre las 800 mejores según el ranking de Shangai. Y esto ha sido gracias a gran parte de sus trabajadores y trabajadoras, profesorado y alumnado que han asumido con responsabilidad el hacer dignamente su tarea compensando las dificultades que las políticas del Gobierno les ponían. Y es que el Gobierno no solo ha puesto continuas trabas a nuestra universidad pública a través de sus recortes y políticas de austeridad. También lo ha hecho renunciando a romper con dinámicas e inercias del pasado que desgraciadamente siguen operando en la actualidad, dinámicas contra las que muchos miembros de la comunidad universitaria llevan años luchando sin que sus demandas se vean atendidas.
Hay dos instituciones, estrechamente relacionadas con la universidad, que salen muy maltrechas de este caso. La primera de ellas es la CRUE. La comparecencia de su presidente, Roberto Fernández, el pasado 11 de abril fue especialmente decepcionante. De la CRUE se esperaba una defensa de la universidad, como no puede ser de otra forma, pero también una fuerte dosis de autocrítica que respondiese a la gravedad de la situación. No fue así, y tuvimos que irnos con la sensación de que, nuevamente, habían primado los intereses corporativos frente a los más amplios de la sociedad, que esperaban más (mucho más) del presidente de los rectores.
La segunda institución que no puede salir indemne de este asunto es la ANECA, ya que es esta Agencia Nacional la que, presuntamente, vela por la calidad de la universidad española. Más conocida por su función de control del profesorado (siempre contestada), la ANECA dedica también gran parte de su tiempo y energía a verificar, monitorizar y acreditar la calidad de todos los títulos oficiales implantados en la universidad española. Entre ellos, el máster cursado por Cristina Cifuentes y tantos otros cargos (altos o medianos, pero todos con ambiciones) del Partido Popular. La ANECA debe también dar explicaciones de cómo es posible que pase esto en un título oficial cuya calidad ella debe acreditar. Algo no se estará haciendo bien en esta Agencia cuando escándalos como los que vemos en la prensa les han pasado inadvertidos. Igual, es una posibilidad, estamos mirando donde no deberíamos mirar.
Quisiéramos terminar volviendo de nuevo a la comunidad universitaria, pues es ella, conformada por tanto profesorado, funcionariado y alumnado honrados, la que está siendo dañada por los últimos escándalos. Es por ellos y ellas, y por el conjunto de la sociedad que sigue confiando en la universidad pública, por quienes hay que impulsar cambios profundos en la institución que garanticen, por un lado, el desarrollo de una carrera científica independiente sin necesidad de rendir pleitesía a ningún catedrático (uno de los problemas que ha destapado este caso), para ello es imprescindible empezar por abordar la cuestión de la precariedad; en segundo lugar, la necesidad de procesos de selección abiertos, homologables internacionalmente y totalmente transparentes; en tercer lugar, una simplificación de los procesos administrativos que faciliten su transparencia; en cuarto lugar, un mayor control sobre Institutos Universitarios, Centros adscritos y, en general, sobre la "marca" de la universidad. Pero es también por esta comunidad universitaria, y por la sociedad en su conjunto, por quienes no podemos permitir que la imagen de nuestra universidad quede reducida a la excepción, al chiringuito privado de quienes nunca respetaron nuestras instituciones, ni la ciudadanía a la que representaban.
Porque la universidad pública es mucho más que eso.