Waldo de los Ríos, la soledad era eso
Artículo escrito por el autor de 'Desafiando al olvido, la biografía de Waldo de los Ríos' Roca Editorial).
La música llegó a mi casa al atardecer. Quizás era invierno porque recuerdo que para ir a abrir la puerta, mi tía se apartó de la mesa de camilla, en aquellas casas bajas que el franquismo había repartido para socorrer a los damnificados por el terremoto. El caso es que llamaron a la puerta y en minúsculo cuarto de estar se presentó Juan el de la luz, el comerciante que vendía electrodomésticos a plazos en el barrio. Sin que yo lo supiera, mi padre le había encargado un tocadiscos Phillips Al transistor. Acabábamos de terminar de pagar las letras de la televisión Iberia, que habíamos comprado un par de años antes.
Lo que apareció al retirar el embalaje, me fascinó. La tapadera y al mimo tiempo altavoz era de color blanco, suave al tacto. En uno de los laterales, el asa, quizás un poco oscura, permitía llevar el tocadiscos a cualquier lugar como si de un maletín se tratara. Perfectamente combinado con el resto de elementos, el brazo y la base estaban terminados en un rojo vivo.
El prodigio había durado sólo unos instantes porque enseguida recordé que no teníamos ningún disco que escuchar en aquella maravilla de la técnica y el progreso. Juan nos miró con benevolencia, abrió la cartera donde guardaba las facturas y el dinero y sacó…
–¡Una placa!–exclamó mi tía, que probablemente no estaba al tanto del cambio en la denominación, mientras daba un paso atrás para que mi prima y yo pudiéramos seguir la demostración de El de la luz.
–Una vez colocadas las seis pilas gordas, se deja el aparato en una superficie plana y firme. Nada de ponerlo sobre la mecedora o la cama, que puede desajustarse y romper la aguja. Lo mejor es que lo escuchéis encima de la mesa, como estamos haciendo ahora. ¿Veis? Como vamos a utilizar un disco pequeñose pone sobre el eje esta piececito redonda y esta palanca la llevamos a donde dice 45. Ahora tiramos del brazo hacia atrás y con mucho cuidado…
La voz de Karina se extendió por toda la casa…
–¡Es el Doctor Zhivago! –reconoció mi madre.
–Bájale la voz, los vecinos… –advirtió mi tía.
Desde aquella tarde de mediados de los sesenta, Karina, Alberto Cortez, Los Ángeles y, ya en las puertas de la adolescencia, Mari Trini, se convirtieron en mi compañía diaria. Junto a ellos, de vez en cuando aparecía en la tele Waldo de los Ríos, un personaje de gafas estrambóticas que dirigía la orquesta.
Como a tantos niños de aquel “baby boom”, Waldo, Rafael Trabucchelli y las grabaciones de Hispavox llenaron de luz y color los días azules de una infancia marcada por la aparición de una clase media capaz de comprar piso, utilitario, lavadora y tocadiscos. El mismo grupo social que, en cierta medida, se sintió huérfano y hasta desorientado a la muerte de Franco, a mediados de los setenta.
Entre la llegada de la tele, en blanco y negro por supuesto, a casa hasta la aparición del color discurre la estancia de Waldo de los Ríos en España. O, lo que es lo mismo, entre Escala en HiFi y su intento de adaptar La Internacional para las elecciones de 1977; entre Historias para no dormir y Curro Jiménez; entre los 25 años de paz y la matanza de Atocha. Así se escribe la historia.
Vistos ahora con distancia, no fueron muchos años, apenas quince, en las que el músico no dejó de buscar ni un sólo día su superación como creador y su libertad personal. A medio camino entre lo uno y lo otro, por su vida se cruza, a principios de 1970, el Himno a la alegría, ese que ahora se canta de balcón a balcón para desafiar el confinamiento y que, mucho antes de internet y la globalización, consiguió ser un éxito en 65 países.
Mientras medio mundo coreaba, como ahora mismo en la pandemia del Covid-19, la fraternidad universal, esa que había llevado al hombre a la Luna pero también a Vietnam, Waldo cobraba cheques con seis ceros en dólares. Ni la fama, ni el dinero, ni su capacidad creativa pudieron evitar que el compositor se deslizara por una peligrosa pendiente emocional que lo llevaría primero a la muerte y después al olvido.
Muchos años después, cara a cara con mi propio pasado, recordaría la tarde aquella en la que Juan el de la luz me llevó a conocer la música. Decidí contar entonces la existencia atormentada de Waldo de los Ríos, aquél tipo grande y silencioso que en la tele o los discos supo hacernos tan felices.
Fueron, apenas, cuarenta y dos años de soledad. Toda una vida.