Vox se crece: así queda en el contexto de la ultraderecha europea
Aunque no sean llave de Gobierno, presionan en los debates, marcan la agenda y fuerzan un giro a la derecha de partidos clásicos. Lo mismo que los de Abascal
El 28-A se rompió el hechizo: el Congreso dio paso a la ultraderecha. España dejaba de estar al margen del virus que afectaba a todo el continente europeo. Seis meses más tarde, pasado el 10-N, no es que la tendencia conservadora se consolide, sino que arrolla: Vox se ha convertido en la tercera fuerza parlamentaria, pasando de 24 a 52 escaños, con un 15,1% de los votos (más de 3,6 millones de españoles le han dado su confianza).
Sólo quedan vírgenes de extrema derecha Irlanda, Malta y Luxemburgo, después de que en octubre Portugal claudicara también. El resto de países de la Unión Europea tienen a los amigos de Santiago Abascal sentados en sus parlamentos. Lo habitual es que los ultras europeos se encuentren en una posición similar a la de Vox: entre el tercer y quinto puesto, con un volumen de diputados no despreciable pero sin convertirse, aún, en llave o partido de Gobierno.
El problema es que, más allá de que sea determinante en una suma, la ultraderecha sabe hacer una cosa como nadie: presionar en los debates públicos, marcar la agenda y hasta forzar un giro a la derecha de partidos conservadores clásicos e incluso declarados centristas. Justo lo que ha pasado en España. Y lo que se teme que va a pasar a mayor escala, ahora que tienen más grupo, más dinero, más puestos en comisiones o hasta en la Mesa de la Cámara Baja.
Dónde mandan
Actualmente los ultras están presentes en el Ejecutivo de siete países de la UE, bien sea como aliado o directamente gobernando. En solitario llevan las riendas de Polonia, Hungría y República Checa, mientras que coaligados están en Finlandia, Letonia, Eslovaquia y Bulgaria. En Dinamarca, el Partido Popular Danés da apoyo puntual al Gobierno en el parlamento.
Aún así, este 2019 no está siendo un buen año para ellos. Crecen en los parlamentos, pero se han visto descabalgados de dos Ejecutivos: del de Austria (donde justo un escándalo de corrupción llevó a la derecha de siempre a romper con ellos y convocar nuevas elecciones, aunque las negociaciones están ahora abiertas y aún podrían ser muleta de Sebastian Kurz) y el de Italia (Matteo Salvini trató de dar un golpe de efecto, convocar comicios y arrasar y acabó quedándose fuera del pacto, por un error de cálculo).
En Francia, la Agrupación Nacional de la famosa Marine Le Pen tiene ocho escaños en la Asamblea Nacional (sobre 577), y en Holanda, el Partido de la Libertad (PVV), de Geert Wilders tiene 20 escaños (sobre 150). Son influyentes mediáticamente, incluso fuera de sus respectivas fronteras, pero no tocan poder. Aún.
Impulso común
Los radicales de Europa no sólo hacen la guerra en su casa. También se están uniendo, para defender su ideario común ultranacionalista, xenófobo, racista y antifeminista. Hasta ahora, Vox ha estado un poco al margen de los grandes encuentros que estas fuerzas han tenido (en Italia, en Portugal), pero a los que han sido invitados. Está por ver cómo reaccionan ahora que están más empoderados.
El bloque trató de crecerse en las elecciones comunitarias del pasado 26 de mayo, con la misma idea que tienen sus colegas españoles: combatir a las instituciones desde dentro. No planteaban batalla por el Parlamento Europeo para hacer cosas por Europa, sino para tratar de dinamitar lo levantado en las últimas décadas, en común, con una cegata visión europescéptica, cuando no directamente antieuropea.
Encabezados Le Pen, Wilders y Salvini, impulsaron el Movimiento Europa de las Naciones y de las Libertades (ENF), con apoyos del Vlaams Belang de Bélgica, Libertad y Democracia Directa de la República Checa y el Partido de la Libertad de Austria. Aspiraban a formar un bloque que desequilibrara, que influyera en la Eurocámara. Lograron un grupo propio, pero sin capacidad de hacer tambalear las políticas de los aún Veintiocho.
En términos generales, la extrema derecha quedó lejos de las victorias significativas que algunos habían predicho, aunque fueron las opciones más votadas en Francia e Italia. Los bloques de extrema derecha ganaron más de un 10% de representantes. Liberales y verdes, más los tradicionales socialistas y conservadores, lograron hacer cuajar una especie de cordón sanitario que los dejó aislados, sin conexiones en el Europarlamento para desarrollar sus planes. Pero ahí están.
En el caso específico de las instituciones europeas, les une el descontento porque la Unión, dicen, no acaba de dar respuestas a todas las necesidades de los ciudadanos, la incapacidad de ver lo que realmente aportan de bueno a nuestro día a día, y la supuesta disolución de la identidad nacional.
Pero también hay intereses de fuera: el ENF es un conglomerado ideado, en realidad, por un norteamericano, Steve Bannon, que fue estratega jefe del republicano Donald Trump en la Casa Blanca y que ha desembarcado en Europa para forjar lo que él llama un “supergrupo”, que sea clave en el PE. De mayo a hoy sus fuerzas han ido bajando y hasta el nuevo Gobierno italiano le ha cerrado el convento-academia que había montado como cuartel general desde el que difundir ideas.
Entre el ramillete de radicales, populistas y conservadores clásicos virados a la derecha, destacan tres apellidos: Orban, Le Pen, Wilders y Salvini.
En Hungría, Viktor Orban, con su partido Fidesz, lleva gobernando el país desde 2010. De su mano va Jobbik, un partido neofascista, de estética paramilitar y xenófono. Aunque está dentro de la familia del Partido Popular Europeo (PPE), Orban decidirá después de las elecciones de mayo si permanece en él o no, ya que ha recibido críticas reiteradas por sus polémicas reformas en el sistema educativo y judicial, así como a las restricciones al trabajo de las ONG con los inmigrantes.
La gala Marine Le Pen (de Reagrupación Nacional, RN), consiguió pasar a la segunda vuelta de las últimas elecciones presidenciales, aunque sucumbió frente a Emmanuel Macron. Su rostro es, posiblemente, el más reconocido dentro de los de su tendencia.
En Italia, Matteo Salvini ha llegado a ser vicepresidente y ministro del Interior; el líder de la Liga Norte logró el poder gracias a su alianza con el Movimiento 5 Estrellas, y desde esa plataforma y con un intenso dominio de la redes sociales se alzó como figura clave. Su discurso contra los inmigrantes es de los más racistas escuchados en el continente. Finalmente, pensó que convocar unas elecciones anticipadas le daría el Gobierno en solitario, pero lo que logró fue que otras fuerzas se unieran y lo dejaran fuera del gabinete.
En Holanda, el jefe del Partido de la Libertad (PVV), Geert Wilders, que había prometido que sacaría a Holanda de la UE si gobernaba, logró 20 escaños en 2017, pese a que las expectativas de voto eran mucho mayores para su formación.
En Polonia está Jaroslaw Kaczynski, de Ley y Justicia (PiS), que gobierna en solitario desde 2015, y a quien Bruselas abrió a principios del mes pasado un expediente para proteger a los jueces del control político. Este año, sin compasión, ha arrollado en las elecciones.
En Austria, el partido ultranacionalista y xenófobo de Heinz-Christian Strache, Partido de la Libertad (FPÖ), es la tercera fuerza, pero han pasado de estar comandando los ministerios de Exteriores, Defensa e Interior a quedarse sin bocado en el Gobierno. Un vídeo procedente de una cámara oculta mostró a sus líderes prometiendo favores económicos a una mujer. La señora era la supuesta sobrina de un oligarca ruso, a quien prometían contratos públicos a cambio de dinero para su campaña. Se acabó la coalición.
En la República Checa, el millonario Andrej Babis, líder de la populista Alianza de Ciudadanos Descontentos (ANO) y sobre quien pesan sospechas de fraude con fondos comunitarios, gobierna en solitario con el apoyo de euroecepticos.
No es una sola causa la que ha hecho que prolifere esta ultraderecha xenófoba, en el seno de la Unión Europea. Para empezar, se suman factores domésticos esenciales, como en el caso de Vox: hay que tener en cuenta la partición y fragmentación de la derecha, que ha propiciado una competición por el voto; también la polarización del tema territorial, sobre todo, con el tema migratorio de forma subsidiaria, más la defensa de la unidad de España con la crisis catalana, o el desgaste de otras formaciones que antes incluían a los simpatizantes más ultras (los votantes de Vox no son los fascistas de siempre). Sin descontar su proyección mediática, a base de salidas de tono.
El Instituto de Estudios Políticos de París, uno de los que vienen avisando desde hace tiempo del ascenso de la derecha extrema, sostiene que hay cinco “elementos esenciales” que, “indispensablemente sumados”, explican esta irrupción: se trata de la crisis económica iniciada en 2008, el fenómeno migratorio intensificado con el éxodo de refugiados de 2015, la corrupción política extendida por todo el continente, el desgaste del crédito político de los gestores políticos tradicionales y la inacción de estas grandes fuerzas ante la aparición de nuevas fuerzas, como si hubieran desdeñado lo grave que podría ser su amenaza. Aunque son partidos dispares, ese es su “corpus ideológico”.
Todo eso ha hecho que incluso naciones en las que el pasado fascista pesa como una losa, como Italia y Alemania, hayan vuelto sus ojos a estas opciones radicales, incluso dejando que toquen poder. Insólito desde la Segunda Guerra Mundial.
Más allá de coaliciones, sumas, alianzas o escaños, la verdadera fuerza de estos partidos reside en su poder de marcar el paso. La Fundación Por Causa, en un informe titulado Antinmigración. El auge de la xenofobia populista en Europa, resaltó recientemente “su capacidad para contaminar la posición de los partidos tradicionales y trasladar el eje del debate público hacia la derecha, forzando a contestar cuestiones que hace unos años hubiesen sido sencillamente intolerables”. Hablamos de reduccionismo, de racismo y xenofobia, de rechazo a Europa...
“Los partidos autoritarios de la derecha radical emergen cuando los partidos de derecha moderados convergen hacia el centro dejándoles su espacio vital”, y es cuando los ultras hacen negocio en un río revuelto de desconfianza en la UE, sentimientos antiglobalización y nacionalismo al alza.
El abanico es amplio: los neofascistas clásicos, los antieuropeos liberales, los antiestablishment, los de ideario firme y los que sólo tienen un líder vistoso y mucho odio acumulado. Todos han logrado inocular un miedo, sea en lo económico, en lo cultural, en lo religioso...
Así se entienden discursos atrincherados en el nacionalismo español que, en los últimos meses, han dejado de ser sólo cosa de Vox. Los que querían comerles votos también han adoptado ese discurso o han incorporado, al menos, estos debates, tan jugosos para la ultraderecha, tan poco importantes para los ciudadanos, como desvelan encuestas como el CIS o el Eurobarómetro.
Desde los comicios de abril, se ha visto una evolución más al centro de los discursos de PP y Ciudadanos, precisamente porque se acercaron demasiado a Vox entonces, se quemaron y salieron escaldados.