Vivir peligrosamente
"Nunca entenderé a quienes encuentran placer en el riesgo, la velocidad excesiva, la náusea o el susto programado"
En una ocasión fui joven, e incluso en aquel momento me molestaba el empecinamiento con el que algún colega decidía arruinarme el poco tiempo libre que me dejaban mis primeros fogones —más, ay, que el que me dejan los de ahora— insistiendo en ir al Parque de Atracciones de Madrid, versión estable de las ferias pueblerinas y veraniegas sin más diferencia que la posibilidad de acudir en enero, tiritando a pesar de cubrirme con más capas de ropa que un repollo. Allí también me tocaba aguantar, sin sumarme a la cola y más a fuerza de cerveza que de estoicismo, el estruendo volador de la montaña rusa, los gritos de vértigo de quienes ascendían en la noria y la percusión metálica de los coches de choque —el pulpo ya lo prefería a feira—.
Bien, puedo decirle al esforzado centro de diversión, como si fuéramos una pareja que se desarma, que no fue él, sino yo, el culpable. Nunca entenderé a quienes encuentran placer en el riesgo, la velocidad excesiva, la náusea o el susto programado.
La modernidad, que siempre reclamamos y nunca entendemos, nos ha traído la exacerbación de las atracciones y la proliferación de los parques temáticos, sonoro nombre que recoge una excusa para alzar un decorado donde situar las nuevas centrifugadoras, cada día más veloces, más descoyuntadas y más temibles. Ahora abundan la caída libre, los viajes bocabajo, las curvas que requieren el pescuezo de Fernando Alonso, los abismos abiertos bajo los pies y las frenadas de inesperada brusquedad.
Añadamos la alta temeridad de las modernas versiones del tren de la bruja, en las que lo mismo te encuentras frente a frente con la niña de El Exorcista que con un ejército de zombis o un cantante de reggaetón exhibiendo la quincalla.
Ya tenemos organizadas las perfectas vacaciones. Solo queda reservar media jornada para una visita turística con desgana y sin otro motivo que evitar que nos llamen paletos por no habernos hecho la foto junto a la ‘Basílica Inclinada de Venecia’ o como quiera que se llame el monumento ese.
Contemplar el entusiasmo con que la gente acude a ser vuelta del revés me provoca una zozobra mayor que la que merece tan estrambótica diversión. Me duele ver como día a día nos vamos olvidando del mundo, de su belleza inabarcable y accesible: el otoño en el bosque, la lluvia —esa rareza que ya creíamos exclusiva de Blade Runner—, las setas en el plato, la besana abierta de los libros, el paseo por resucitadas calles antiguas…
También de nuestros momentos secretos, aquellos en que sonidos, sabores y brisas que tan solo nosotros advertimos se nos acercan con la complicidad de una amante antigua que nos concediera una noche más…
Dijérase que ahora necesitamos que nos embuchen la vida, como a patos atrofiados, deprisa y sin especiar, no vaya a ser que la sorpresa de la verdad nos arruine el día.
Lo mismo siento ante el aluvión de películas hechas en el microondas en las que tan solo se tienen en cuenta el número de edificios derribados, de coches estrellados unos contra otros y de miríadas de cadáveres que provocan un chiste dicho por el protagonista, que puede ser superhéroe, comando de élite o vendedor de enciclopedias, pero siempre conocerá el modo infalible de desnucar al malvado. Está claro que sale más barato rodar una persecución catastrófica o un apocalipsis tremebundo que tener una idea de guion digna de tal nombre.
Tanto los fanáticos de las montañas rusas —¿les parecerá pobre la que ahora mismo nos arrastra?— como los palomiteros de masacres en 3-D y Dolby, prefieren permanecer en un simulacro en el que ni son quienes son ni viven nada de lo que creen vivir. Júntense con los paniaguados turistas del fuego a los que hace dos semanas homenajeé y váyanse todos a freír espárragos con sus cachivaches y sus efectos digitales.
Eso que llamamos vida, les quitará, más pronto que tarde, el cinturón de seguridad y los dejará a la intemperie de los desencuentros, los abusos sin respuesta, los finales de mes, lo injusto.
Y, como nada habrán aprendido acerca de la naturaleza, de la ética, del arte o de la intimidad, descubrirán que en este parque de todos los días no se devuelve el dinero si fallan los frenos, ni la crueldad es gratuita, ni las víctimas se levantan al completar la toma.
Y me estremezco cuando leo que el número de suicidios aumenta sin parar y ya supone la primera causa de muerte no natural entre los jóvenes.
Sé que reducir la pesadilla de quien se lanza al vacío a uno u otro factor es una frivolidad indecente, pero no habrá quien me quite de la cabeza que solo si aprendemos a vivir y podemos acceder a unas condiciones dignas de vida sabremos bajarnos a tiempo del carricoche nihilista en que algunos parecen disfrutar.
Aunque los únicos que se lo pasan bien, de verdad, son los que nos cobran la entrada y luego contemplan cómo vomitamos.