Víctimas del coronavirus
La calidad de vida de una sociedad humana se mide en función de su capacidad para proteger y defender a las personas más débiles.
Vivimos en sociedad porque nos necesitamos unos a otros, juntos por egoísmo y por solidaridad, que ambas cosas forman parte del primigenio espíritu de la especie. Queremos lo mejor para nosotros mismos y para los nuestros más cercanos, pero sabemos que esto será imposible en guerra abierta con el resto de nuestros vecinos, por lo que lo mejor para nosotros y para los nuestros es que aprendamos a cooperar con los demás.
Somos tribu, barrio, pueblo, ciudad, nación, país, raza, especie, egoístas por naturaleza, solidarios por necesidad. De ahí que la calidad de vida de una sociedad humana se mida en términos de la capacidad para proteger y defender a las personas más débiles.
El momento del confinamiento general ante el embate del coronavirus parece haber pasado. Comienzan a medirse los impactos sobre la ciudadanía de las medidas que se fueron adoptando. Parece existir coincidencia en que el aislamiento físico, el cierre de centros de trabajo, el confinamiento en los domicilios y en instituciones como las residencias de personas mayores, el cierre de escuelas, ha tenido un efecto psicológico muy duro sobre toda la población, pero muy especialmente sobre las mujeres, los niños, las personas mayores.
Ellos, junto a las personas que han tenido que seguir trabajando en las peores condiciones, en la sanidad, en los servicios públicos, servicios sociales, o supermercados, han sido las principales víctimas psicológicas del coronavirus, padeciendo miedo, ansiedad, estrés, sensación de soledad, sin que hayan contado con los apoyos necesarios.
Mujeres, niños, personas mayores. Las mujeres siguen soportando la mayor carga del sostenimiento de la actividad cotidiana en los domicilios, que se ha visto desbordada con el confinamiento, además de haberse incorporado plenamente a la actividad económica, al empleo. Aún no contamos con estudios, pero todo parece indicar que también la violencia de género podría haber crecido como consecuencia del aislamiento y el encierro forzoso en nuestras viviendas.
Los niños han padecido con tremenda dureza el confinamiento. Han dejado de ir a los centros educativos, han dejado de utilizar comedores escolares y otros servicios, han vivido de forma muy desigual el acceso a Internet, la brecha digital, el apoyo que ha podido darles su familia, las restricciones para dar paseos, o realizar algún tipo de actividad en la calle.
Y las personas mayores, porque han sido las principales víctimas del coronavirus, porque han sido confinadas en residencias y en sus domicilios, porque han visto aplazados sine die tratamientos, intervenciones quirúrgicas, pruebas diagnósticas.
Los servicios sanitarios, sociales, de atención a la dependencia, han demostrado la insuficiencia de los recursos materiales y humanos, los efectos de los recortes producidos a lo largo de décadas de ultraliberalismo y privatización. El triaje, el cribaje masivo, con los recursos sanitarios desbordados, ha funcionado en contra de las personas mayores, pese a la insistencia de organismos internacionales como las Naciones Unidas para evitar actuaciones discriminatorias en la atención sanitaria en función de la edad.
No creo que los rebrotes vayan a producir un confinamiento masivo como el que vivimos a partir de mediados de marzo, ni tan siquiera aunque las cosas no marcharan mucho mejor que entonces, entre otras cosas por la presión de algunos sectores económicos fundamentales para la economía del país que, con o sin razón, con o sin futuro, exigen la reapertura inmediata e incondicional de sus actividades.
Los confinamientos, si los hay y salvo desbordamientos y colapsos del sistema sanitario, serán sectoriales, temporales y geográficamente localizados. Ya lo estamos comprobando con pruebas masivas de detección del virus en determinadas poblaciones, el confinamiento de algunas localidades, medidas especiales en algunos lugares.
Me vuelve a asombrar, en todo caso, que se ignoren reiteradamente las necesidades específicas de nuestra infancia y nuestras personas mayores. Cómo se juega con la salud y la vida de los menores, al establecer arbitrariamente la presencialidad, no presencialidad, apertura general, o restringida, de los centros educativos, sin contar con los expertos en salud, los profesionales, las familias y los propios chavales.
Me pregunto si la educación de nuestros menores se diseña en función de las necesidades de aprendizaje, o si, por el contrario, el sistema educativo se planifica en función de las necesidades de la producción y su efecto sobre el tiempo de las familias para atender a los hijos e hijas.
De nuevo nuestros mayores que viven en residencias vuelven a sufrir el embate de la pandemia y nos encontramos otra vez con aislamientos generalizados, limitaciones de visitas, prohibiciones de salidas, medidas restrictivas que se justifican en la preservación de la salud, pero que a veces no se corresponden con otras que serían tan necesarias y de sentido común como el control permanente del estado de salud de quienes allí trabajan, por su bien y por el de aquellas personas a las que atienden.
Son muchos los partidarios de la teoría de la conspiración que se empeñan en ver fantasmas que amenazan nuestras vidas y nuestra libertad. No creo que la evolución de Gran Hermano haya ido tan lejos en este momento, pero, para que no lleguen a cumplirse las peores profecías y amenazas, para que los populismos y autoritarismos de cualquier signo no se abran camino, va a ser necesario apostar por la libertad.
Una libertad entendida como el ejercicio de una responsabilidad personal, algo que no nos han enseñado con frecuencia, pero más necesario que nunca, si queremos que los más débiles no paguen los peores costes de esta pandemia y de esta crisis de civilización que estamos viviendo.