Ser la única feminista que conocen tus amigos nunca es sencillo, pero a veces es realmente doloroso
A las mujeres nos odian o nos idealizan. ¿Alguien nos respeta?
Hace unos días, un conocido comentó en una de las cada vez más frecuentes reuniones de Zoom que lo “divertido” de la distancia social es que nadie puede acusarte de “acoso”. Cuando le pregunté de manera muy directa a qué se refería, me miró incómodo.
— Espero no tengas el impulso feminazi a flor de piel.
— Sólo te pregunto a qué te refieres.
— Exactamente a esto: ¿no es notorio que es un chiste?
La verdad, me pregunté cómo alguien podía considerar gracioso, antes o después, el hecho de insultar a un grupo de activistas por el mero hecho de no comprender sus postulados. Pero intenté mantener la calma y hacer acopio de paciencia. Después de todo, el feminismo es por naturaleza incómodo: contraviene una serie de ideas muy antiguas que, por una razón u otra, todos consideran normalizadas e incluso, imprescindibles, para comprender las relaciones entre hombre y mujer.
— Me refiero, a lo que comentas sobre “el acoso”.
— Y yo, a que aquí puedo decir piropos y halagar sin que nadie se sienta ofendido.
El preocupado interlocutor es asiduo a hacer comentarios sobre el cuerpo de las mujeres: desde la forma de vestir hasta sus formas y apariencia en general. Suele insistir que la “gordofobia” es una forma de justificar “la mala salud” y que, en realidad, ser “bella” es tener “amor propio”. El resto del grupo me mira incómodo, porque, de hecho, soy la anomalía, la única en el grupo de amigos que tiene opiniones políticas –o algo semejante– en medio de lo que todos consideran, de una manera u otra, la normalidad a la hora de expresarse, hablar, bromear. Suspiro. Ser la única feminista que conocen tus amigos nunca es sencillo. Pero a veces, es realmente doloroso.
— Acoso es una palabra seria —digo.
— Ok, ¿yo soy acosador? Solo admiro la belleza.
Recuerdo la ocasión en se burló de una mujer robusta que caminaba por la calle, vestida con un sencillo y cómodo vestido de tela. O la otra vez, en que insistió en que “las gordas” deberían evitar el mal trago de “hacerse visibles”. Todo mientras reía e insistía en que sólo era humor. Del negro, del negrísimo. Y con el humor nadie puede, ¿no es así? Suspiré. Se trata de una de esas ocasiones en que te preguntas qué está ocurriendo a nivel cultural en la sociedad en la que te educaste. ¿Qué pasa cuando la figura de la mujer es parte del imaginario colectivo a un nivel tan violento? Pienso en la imagen femenina como objeto sexual, en el hecho irrebatible de la cosificación en masa, la mirada retorcida que se le dedica incluso un tenor erótico a una agresión tan directa y abominable como la que sufrió la víctima. Pero también, en las voces que atacan la crítica, las que señalan a las mujeres y hombres que criticamos la actitud general, con una saña burlona que resulta temible. ¿Qué está ocurriendo en nuestro continente con respecto a la mujer? ¿Qué pasa con la forma como comprendemos el género?
— Menosprecio.
— ¿Así de simple?
— Así de grave.
M. fue una de mis profesoras en la universidad y durante años, utilizó el derecho penal —materia que imparte desde hace más veinte años— para analizar la situación de la mujer en nuestro país. Cuando habla de menosprecio, lo hace con propiedad: durante buena parte de su carrera en tribunales ha defendido a mujeres maltratadas, violadas y abusadas por entornos violentos. Cuando le pedí reunirnos para conversar el caso de la voluntaria, lo hizo de buena gana. “En este país (Venezuela) eso se olvidará rápido, pero lo que muestra es grave”, me dijo en la corta conversación telefónica que sostuvimos. Ahora, habla de menosprecio. Así, sin más.
— Hombres que menosprecian a las mujeres.
— No, niña, ojalá la cosa fuera así de sencilla: nuestra sociedad está construida para “poner a la mujer en su lugar”, y eso se ve a cada momento. ¿No lo notas? ¿No lo sientes cada vez que te insultan en redes? ¿La forma en que te atacan sólo porque eres una mujer que habla sobre mujeres?
No sé qué responder a eso. O si lo sé, pero resulta terrorífico asumirlo, aceptarlo como si tal cosa. Después de todo, ¿no somos el país de las mujeres más bellas, las echadas pa’ lante, las abnegadas? Las madres coraje, las madres solitarias. Un país de mujeres fuertes, que se enfrentan a diario a una situación insostenible. Pero en realidad, ¿quiénes somos? Hace unos días, alguien me llamó “ridícula” por preocuparme por la cosificación del cuerpo de la mujer, la insistente costumbre de pesar a las personas con la mirada, como si la forma del cuerpo fuera un requisito para el éxito. Quien lo hizo fue una de amiga a quien al parecer irritó mi defensa a ultranza sobre la decisión acerca del aspecto físico. “Víctimas sin saberlo”, me dijo una vez una activista, que solía atender mujeres maltratadas que defendían a maridos y amantes que les golpeaban. “¿Te imaginas qué se siente? Es como una herencia hostil que se hereda de madres a hijas”.
— No es tan fácil muchacha —dice M. con un suspiro cansado—, ojalá fuera todo tan estructurado y bonito. Es odio, odio de verdad. O peor: indiferencia. A nadie le importa que a esa niña casi la matan. Lo divertido es el par de tetas y los pezones visibles bajo la camisa blanca. ¿No lo notas? Objetos. A una mujer un hombre se la coge, se casa con ella, tiene hijos. Pero nunca se le considera un igual. La gran mayoría de los hombres de este país o tienen las mujeres en un altar o las consideran basura.
Silencio otra vez. Más tarde, mientras transcribo el audio de la conversación, me parecerá que esos pequeños segundos sin palabras, tienen un significado extraño, como palabras que nadie quiere decir. A las mujeres nos odian o nos idealizan. ¿Alguien nos respeta? Es una pregunta dura y que seguramente, alguien pensará tiene cierto dramatismo. De hecho, muchas veces me han acusado de “melodramática” cuando concluyo que la sociedad utiliza a la mujer como muñeca de ideales, un avatar grotesco de sus valores poco claros. Todo eso pende en esos silencios en medio de la grabación, la sensación de miedo y urgencia que me cierra la garganta.
— Mira, suele decirse que nuestra cultura está obsesionada con la masculinidad de una manera casi homoerótica —dice mi profesora—, pero en realidad es una idea universal que proviene de Grecia. Los hombres llevan su vida emocional con otros hombres. Sus amistades más profundas, sus cómplices y confidentes, son hombres. La mujer para la casa y los muchachos.
¿Es así? me digo con un escalofrío mientras el interlocutor aficionado a los piropos conversa con seriedad con otro chico del grupo. En su tono, no hay ni pizca de la condescendencia y burlona superioridad con que suele conversar con las mujeres. ¿Qué esconde el humor? ¿Qué esconde esa necesidad de insultar, menospreciar, subestimar?
— Indiferencia y menosprecio —dice mi profesora— eso es lo que hay allí. ¿No te lo están diciendo en la cara? Los manifestantes que murieron hace un año por causas parecidas a la herida de la muchacha son héroes. Pero ella se levanta la camisa y está “buenísima”. ¿Lo ves?
Lo veo. Un escalofrío me recorre, la sensación extraña de no saber cómo entender el mundo en el que vivo, la cultura en la que crecí.