Un señor cualquiera
Yo no lo hubiera hecho. No hubiera sido capaz, no sé si por cobardía o porque tal vez no haya amado a nadie lo bastante, con la suficiente intensidad para llevar a cabo tal impresionante prueba de amor. Y justamente por eso me comía la curiosidad por saber más de ese hombre que esta semana nos ha removido la conciencia y nos ha dado una lección de amor infinito.
No es un superhéroe con superpoderes que le permitan hacer cosas a las que otros no nos atrevemos; no viste capa ni mallas, ni tiene pinta de sesudo filósofo. Ni siquiera es rojo, con cuernos y tenedor. Es un señor normal. Bajito, un poco calvo, de edad mediana, de hablar calmado y pensamiento, por lo poco que le hemos escuchado, tranquilo y sin ira. Hasta tiene un nombre y un apellido de lo más común. De los que se olvidan rápidamente.
Pero creo que nos costará olvidarnos de Ángel Hernández, el hombre que prestó sus manos a su mujer para que abandonara décadas de sufrimiento. Nos costará olvidar la imagen de su cara, cansada, pero serena, tras declarar ante el juez y asegurar que «no tengo miedo, estoy tranquilo porque mi mujer ha dejado de sufrir y eso es lo importante».
No le interesa que le apoyen o lo tilden de valiente, sino que sirva para que la eutanasia se apruebe, y nadie tenga que pasar, además, por el sufrimiento de ser esposado, detenido y retenido en un calabozo durante 24 horas. Es dolor sobre dolor. Es sumar a una pérdida en condiciones tan difíciles el castigo de una Ley inflexible. O de la ausencia de una ley específica, que en esas estamos.
He empezado diciendo que no sería capaz de hacer lo que Ángel. Tampoco imagino lo que es ver durante 32 años a un ser querido sufriendo día a día, y sabiendo que mañana sufrirá aún más. Y así, supuestamente, hasta que Dios quiera, que eso se encargan de proclamarlo a los cuatro vientos los defensores del “derecho a la vida”, los mismos que bloquean una vez tras otra la regulación de la eutanasia, y que han hecho posible que este hombre, un señor cualquiera, haya pasado solo y en un calabozo el tiempo que podría haber estado despidiéndose de su mujer, organizando el sepelio, rodeado de sus amigos y sus seres queridos.
Las leyes tienen que mirar al suelo, no al cielo. Y a los hombres y mujeres a los que pueden ayudar, no a una moral absurda, a un dios que decide quién debe sufrir, y por cuánto tiempo, o a qué familiares puede condenar a compartir el sufrimiento y a pagar después con la cárcel.
La eutanasia ha entrado en campaña, aunque lleva mucho tiempo bloqueada en el Parlamento por los mismos a los que se les llena la boca de hablar de España y los españoles. Ángel es español, y nos ha abierto los ojos, como en su tiempo lo hiciera Ramón Sampedro. Quizá más porque hemos descubierto que lo que le ha pasado a un señor cualquiera puede pasarnos a nosotros.
Y no todos somos tan valientes ni amamos con tal intensidad.