Ultrasaturados
El malestar en la cultura de las pantallas.
Me alegra compartir que, con el nuevo año, he publicado un nuevo libro. Se titula Ultrasaturados. El malestar en la cultura de las pantallas (Plaza y Valdés) y es un trabajo en el que parto de lo aprendido en mi recorrido profesional en medios audiovisuales, propulsado por mi fascinación por la imagen y por una cierta orientación estética de la vida, inevitable en mi caso. También he recurrido a la filosofía y el psicoanálisis para abordar la acumulación de malas noticias sobre la crisis de lo que somos y sobre nuestro nuevo lugar en el mundo. Con ese bagaje me adentro a hablar del narcisismo mediático, de la banalidad de la imagen proyectada en las redes, de las nuevas formas de seducción y contacto o de cómo nos afecta el vínculo tecnológico en relación con temas eternos como el amor y la muerte. Algo ligero, como suele ser mi estilo (modo ironía on).
Tengo una amiga que siempre me pregunta cuándo voy a escribir una comedia romántica. Esta vez tampoco me ha salido. El subtítulo es un homenaje a Freud y a su admirable texto de 1929 (El malestar en la cultura), escrito en otro año de crisis global con el que resulta fácil identificarse en mitad de esta pandemia de la que ya vislumbramos el final, pero que todavía nos servirá varias raciones más de drama humano y angustia económica.
Y lo escribo, sobre todo, como usuario de las pantallas, desde la posición de afectado por esta cultura electrónica que impone su poderío e inunda nuestra cotidianidad con el tenue resplandor de su luz ubicua, aparentemente inocua pero empeñada en hipnotizarnos y reclamar el tributo de nuestra atención, más allá de lo que nuestra voluntad encontraría razonable entregar.
No estoy a salvo de la adicción y me afano por leer libros y artículos en los que se reflexiona sobre su poder irresistible, sobre cómo intentar mantener un vínculo saludable con las pantallas. Leo que se recomienda no dormir con el móvil en la habitación, que conviene mantenerlo a una distancia que nos obligue a levantarnos para consultarlo… Se trata de poner distancia física para poder tener distancia psíquica con la corriente continua de noticias, memes, saludos, fotos y mensajes impersonales que rara vez ascienden de cháchara a conversación. Para librarnos de la sensación de que nos estamos perdiendo algo si no chequeamos el móvil cada cinco minutos.
Los tiempos de consumo de pantalla se han disparado durante la pandemia, los padres están alarmados por la contundencia con la que estos dispositivos inmovilizan y aturden a sus hijos, pero ni adultos ni niños logramos impedir que siga avanzando su ascendente sobre nosotros, una influencia que cada año arrebata más minutos a nuestro tiempo de vigilia.
“Cuando el teléfono estaba atado a un cable, los humanos eran libres” se lee en Twitter. Aunque sea exagerado, algo hemos perdido con la capacidad de entrega a la pantalla, que llena de vida artificial los tiempos muertos, sacando de la tumba del aburrimiento minutos zombies, bloqueando cualquier resquicio que nos obligue a pensar, evitando el temible encuentro a solas con nosotros mismos, sustrayéndonos aparentemente de la soledad, el vacío, la espera o el tedio con una compulsión que no sacia, intentando llegar a una plenitud que nunca acaba de colmarse.
La pantalla no es nuestra amante ni nuestra mejor amiga, y aunque a veces nos la llevemos a la cama, compartamos con ella intimidades y le demos prioridad sobre la compañía física de los que más queremos, en el fondo, deseamos desearla menos. Ya sabemos que buscar cercanía o evasión a través de ellas no resulta tan saludable como saciante, y, como si nos alimentáramos solo de dulce, al final quedamos empachados y desnutridos. El sentimiento de vacío es mayor después que antes de su uso compulsivo y en cambio, nos encontramos mejor cuando nos olvidamos del móvil durante unas horas, liberados de la red de demandas y expectativas que nos atrapa en nuestras incursiones por las redes sociales. Buscando un efecto antifóbico o ansiolítico en el uso del móvil, acabamos fácilmente provocándonos lo contrario. La distracción dura mientras miramos la pantalla, pero el vacío demanda cada vez más horas de consumo. Siempre hay un like más que recibir, otro seguidor que conquistar, otro video que ver, otro tuit que leer, un sinfín de metas a ninguna parte que coronar con nuestro móvil en ristre.
Y al margen de dónde dejemos abandonado el teléfono para intentar recobrar algo de la libertad delegada, podemos trabajar la idea de epimeleia heautou o cuidado de sí, que, desde los griegos a Foucault, recomienda un cuidado que pasa por el conocimiento de nuestras carencias, de la falta que nos constituye, para un mejor gobierno de lo que somos. Una vida más auténtica demanda elevar la consciencia de nuestras limitaciones y nuestra finitud, colocándose en las antípodas del narcisismo omnipotente y negador que se cultiva en las redes y se maquilla con filtros de Instagram. Porque ese narcisismo no es amor propio, ni cuidado de sí, no hay una orientación ética en esa relación del sujeto consigo mismo y con el otro, solamente estética vacua y voraz. Para intentar amortiguar el malestar podemos practicar los ejercicios de los estoicos que Foucault considera esenciales. Ahí se incluyen el diálogo, la escucha, la lectura, la escritura, el retiro, la meditación, el ayuno o el silencio. En mi caso, por ejemplo, la inventiva solitaria me llevó durante el confinamiento a descubrir el dibujo y puedo asegurar que una tarde con una hoja de papel y un simple lápiz de grafito me alimentan más que horas de pantalla con un iPhone 12. Pero, sobre todo, aunque parezca paradójico, estas prácticas nos llevarán a confirmar que el cuidado del otro es cuidado de sí.
Nuestro agotamiento se justifica ahora por las oleadas recurrentes, por la fatiga pandémica acumulada. Pero antes de este difícil momento histórico, ya veníamos estando saturados y seguramente eso no remita con una vacuna. Cabe preguntarse si, al margen de la pandemia, el aumento de la ansiedad o la depresión y del consumo psicofármacos se debe a un crecimiento del malestar social o a una mayor exigencia sobre lo que supone sentirse bien. Nos hemos colocado en un lugar en el que hay demasiada gente mirando y demasiados a los que mirar, un exceso de referentes con los que comparar nuestras limitadas biografías, que siempre salen perdiendo en contraste con el conjunto. El perfeccionismo de los cuerpos ha llegado a cotas inalcanzables, los estilos de vida que admiramos en el espejismo de las redes son tan deseables como impostados y nos imponemos unas metas en las que el éxito no tiene límite.
Quizás la cuestión sea dirigir la mirada menos hacia la superficie y más hacia el interior. Como dice el escritor Gérard Wajcman en El ojo absoluto, “salvar lo íntimo, salvar al sujeto es hoy salvar a la sombra”. Igual que se ocultan de todas las miradas el espejo, la espada y la joya del tesoro imperial japonés para preservar su aura sagrada, igual que se alejaba de los medios Jude Law en la serie The Young Pope para cultivar su carisma, igual que mantiene el misterio sobre su identidad el artista Banksy, quizás nuestra mejor protección, nuestro mejor cuidado, sea preservar la sombra y retirar, siempre que podamos, los ojos de la pantalla. No se trata de cortar el vínculo con el mundo, pero sí de recuperarlo con nosotros mismos.
Para más información: https://www.plazayvaldes.es/libro/ultrasaturados