El triunfo de la sencillez
Muchas veces la belleza, al igual que las historias más bonitas, se esconde en los detalles aparentemente más insignificantes.
El impresionismo es un movimiento artístico que surgió en un momento muy concreto, lo hizo en la primavera de 1874. Ese año un grupo de artistas fundó una sociedad anónima con la que trataban de mostrar un desprecio común por el arte tradicional, en favor de formas de expresión mucho más innovadoras.
A todos ellos les unía que alguna de sus obras había sido rechazada por los jurados del Salón, el estandarte de la mentalidad artística conservadora y del academicismo francés, pero que al mismo su sello garantizaba el éxito económico y la fama social.
El 15 de abril de 1874 se abrió al público la primera exposición con 165 lienzos de este grupo de artistas, lo hicieron en un local cedido por el fotógrafo Nadar. Allí Claude Monet, el más maldito de los integrantes de aquel grupo de artistas, expuso un cuadro titulado Impresión, sol naciente. Pues bien, aquel título, tan sencillo pero tan potente, dio nombre a todo un movimiento artístico, al impresionismo.
La crítica fue mordaz, la exposición lejos de enamorar al público suscitó comentarios de lo más cáusticos. Uno de los críticos más reputados del momento, Louis Leroy, se recreó a gusto con Monet: “Me estaba diciendo a mí mismo que, dado que me quedé impresionado, tenía que haber alguna impresión en aquel lienzo… ¡Y qué libertad, qué facilidad en la representación! El papel de pared en estado embrionario tiene un mejor acabado que este paisaje marino”.
Al aire libre
A los pintores impresionistas les gustaba salir al campo, al aire libre, y captar las sutilezas que les regalaba la madre naturaleza. Allí, pertrechados de pinceles, daban rienda suelta a sus pinceles mientras batallaban con el viento, el calor, el polvo, la hierba, las hojas de los árboles, las moscas y, por qué no, con los saltamontes.
El éxito de esta actividad alejada del taller tradicional provocó que no tardase en acuñarse el término plein air –de donde surgieron los pleinaristas- que equivale literalmente a la pintura al aire libre.
La verdad, todo hay que decirlo, no fue un invento francés, tiempo atrás nuestro Velázquez ya había salido de su estudio para pintar la naturaleza. Lo hizo en Italia, durante uno de sus dos viajes, convirtiendo dos sobrios rincones de la Villa Médici en una pareja de paisajes icónicos.
Pero bueno, volviendo a los impresionistas, entre los más devotos practicantes del pleinarismo se encontraba Vicent Van Gogh. En 1889, un año antes de su muerte, hizo una serie de dieciocho pinturas dedicas a los olivos a las que bautizó simplemente así, Los olivos. ¿Para qué complicarse?
Lo hizo durante los meses estivales en un campo que había a las afueras de Saint-Rémy-de-Provence. Las obras son sencillas pero irradian una paz y una belleza indescriptibles. Al parecer en las anotaciones que realizó el pintor da cuenta del calor y del viento que hacía en aquellos momentos y que dificultaban su tarea pictórica.
Pues bien, uno de aquellos cuadros se encuentra actualmente en el Museo de Arte Nelson-Atkins, en Kansas (Estados Unidos). Hace unos años una de las conservadoras descubrió accidentalmente la existencia de un insecto en la pintura mientras trabajaba en tareas de conservación. Allí había un cadáver incrustado entre los pegotes de pintura. Después de un examen ocular más exhaustivo evidenció que eran restos de un caelífero, más conocido como saltamontes. ¡Un insecto con pasaporte francés!
El museo -a golpe de teléfono- se puso en contacto con la Universidad de Kansas y un hábil paleoentomólogo no solo certificó la muerte del animal, algo que a todas luces era innecesario, sino que además, al advertir que el cadáver no tenía tórax ni abdomen, y comprobar que no había signos de movimiento en la pintura circundante, certificó que el pintor neerlandés estaba libre de pecado, no fue el asesino del saltamontes. Al parecer el insecto ya estaba muerto cuando aterrizó en el lienzo.