Torrijas de las buenas
En tiempo de torrijas no todo ha de ser penitencia.
Tengo un colega que siempre responde con la misma disculpa cada vez que le echan en cara un error: “a ver, qué quieres, si yo estaba sobrio…”
Quien despacha el relato de su noche salvaje con un rotundo “me cogí una torrija del 20”, muestra ser de edad suficiente como para haber pasado por el servicio militar (si así no fuera, de qué coño iba a conocer el calibre) y para haber probado las torrijas de vino, ese invento satánico.
La torrija borracha no pasa de ser un error. Lo cual no significa que tengamos que renunciar al alcohol en las de leche.
Mi Julieta me premia con unas en las que interviene el Baileys, y que baña en azucarada leche de cabra perfumada al ras-al-hanout como una odalisca. Si, además, me las sirve con un helado de flor de naranjo, entonces… me convierto al Islam.
Y, aunque disiento del aforismo que devalúa las palabras en favor de la imagen, les dejo este enlace con el vídeo en que mostramos la genialidad de mi hija:
La torrija es, ante todo, equilibrio: por un lado, el que se establece entre la textura árida del pan mojado en leche y el sutil rebozado. Por otro, entre el insinuado amargor del aceite en que se fríen y el dulce titilante de la nieve sucia que conforman el azúcar y la canela. Equilibrios que, está claro, se rompen si nos empeñamos en hacer una golosina.
Olvídese del pan específico para torrijas, tan necesario como la máquina apagacerillas —gracias, Bacterio—. Renuncie igualmente a los inhóspitos panes de molde. Sobra decir que huya, en Semana Santa y siempre, de las caricaturas del chino, paradigma de lo insustancial —también las gasolineras tienen ojos rasgados—.
Cortada la barra que haya elegido en gruesas rebanadas, disponga las mismas en una bandeja honda, y vierta sobre ellas una generosa cantidad de leche que haya cocido con un palo de canela, la corteza de un limón y de una mandarina y el necesario azúcar (¿cuánto es el necesario? ¡Niño, eso no se pregunta!).
La leche ha de estar tibia porque, de estar muy caliente, la torrija pierde líquido en su acalorado idilio con el aceite.
Bien escurridas, envuélvalas en huevo batido y sumérjalas en humeante aceite de oliva. Con delicada espumadera, y, en cuanto Midas complete su trabajo, sáquelas sobre papel absorbente para que se repongan del susto.
En esa bandeja afiligranada que heredó de su abuela, resérvelas dentro de la perfumada leche. Una vez frías, que caiga sobre ellas el maná de una granizada de azúcar mezclada con canela molida.
No desapruebo marcarlas con una leve pasada de ese hierro al fuego que convierte en gitana la créme brulée.
Alegre las copas con un oloroso dulce o un ligero cream y consuélese por no poder viajar al Sur. La procesión siempre va por dentro.
En su otra acepción, de torrijas hablo, nunca olvidaré aquella que nos pillamos los zagales de mi pueblo con el pitarra que ordeñé de un pellejo (mi abuelo tenía un bar). Sé que, antes de acabar en los brazos del colchón del Plan Marshall (“Donación del pueblo de Estados Unidos al pueblo español”, quise leer el letrero que me sabía de memoria y me fue imposible. Deduje que esa noche estaba en inglés) habíamos intentado cazar pajaritos con anzuelo y barbos a pedradas.
Aún más gloriosa fue la que alcancé en una bodega jerezana durante una exhaustiva cata de vinos generosos, por el estilo y por la cantidad. Alguien pensó, si es que eso es pensar, que, en lugar de las bien aliñadas aceitunas, el jamón, las gambas, las galeras o las mojamas que honran la costa atlántica, cuadrarían mejor como aperitivo palomitas esferificadas que escarchaban el gaznate.
Fiel a mis principios, renuncié a las “tapas” para entregarme a los vinos elegidos, absorto ante el chorro de luz que bajaba del cielo la venencia.
Tan excelsos eran que pude seguir apreciando sus matices cuando ya no distinguía entre soleras y criaderas, entre techo y suelo.
O las que con pisco, en Chile y durante el terror de Pinochet, conseguía por la vía rápida cuando el toque de queda me sorprendía en casas de tan poca reputación como mucho placer.
Ahora que la edad y el hígado me alertan cada vez que me excedo en un sorbo, me doy cuenta de que a mi amigo no le falta razón.
Desde que no me entorrijo no doy pie con bola.