Todos los rostros de la cultura de la violación
Cuando estaba en la universidad, hubo un juego en el campus que consistía en aterrorizar a una mujer solitaria haciéndole creer podría ser violada por tres o cuatro compañeros de clases. La “diversión” consistía en probar cuánto podía resistir una mujer sin “gritar o suplicar” ante la posibilidad de un ataque semejante. Por supuesto, cuando las autoridades universitarias tuvieron noticias de semejante situación, los alumnos fueron amonestados — que no expulsados — y se prohibió de manera explícita continuar con la “el ejercicio” dentro de los terrenos de la universidad. Algunos consideraron que era algo “exagerado” la reacción frente a lo que era sólo “una forma de bromear”.
— No sé por qué exageran el tema de la violación, nadie les tocó un cabello — dijo alguien que conocía — es un tema de aguante de nervios, no de agresión.
No respondí. Me pregunté qué sentiría este “bromista” si un grupo de desconocidos le rodeara en el campus universitario en mitad de la oscuridad y le exigiera desnudarse, como muchas de las alumnas contaron qué ocurrió. Lo que sentirían si alguien les apuntase con un arma — de plástico, me insistió alguien más, no hay que exagerar — y le amenazaran con asesinarlo si oponía resistencia. Si alguien realmente puede imaginar el tipo de horror que provoca la mera idea de una agresión que puede no sólo lastimar tu cuerpo, sino también herir tu mente y arrebatarte algo preciado e insustituible en tu vida para siempre. Sentí con una claridad meridiana y terrorífica, que para el bromista — y quienes le acompañaban en semejante “juego” — la violación era un acto normal, una noción inevitable que cualquier mujer debe asumir en su vida.
Recuerdo esa exacta sensación de miedo y desesperanza, cuando leo la noticia sobre el juego de vídeo RapeLay, que como su nombre lo indica, muestra la violación como parte de la dinámica entre jugador y la mecánica general de su propuesta. No se trata de una consecuencia, tampoco un hecho aislado dentro del recorrido por un mundo imaginario: el juego está concebido para que la violación sea el centro de la acción. Desde la “selección” de la víctima hasta la consumación del acto, el objetivo principal de toda la narrativa es lograr violar a una mujer de la forma más violenta y tortuosa posible. En otras palabras, convertir la agresión sexual en una conducta secuencial, en una planeada y elaborada a partir de un método repetitivo. Como apretar un gatillo, como hacer saltar a un personaje de vídeo de un lugar a otro.
El mero pensamiento es terrorífico. La existencia del juego se viralizó gracias a la investigación de la periodista española Marina Amores, pero no se trata de una noticia reciente: la existencia de juegos que utilizan brutales violaciones dentro de sus historias, tienen varios años en el centro del debate sobre el machismo en los juegos de vídeo, además de su clara apología a la cultura de la violación que promueven. El fenómeno es mucho más amplio, pero sobre todo, más elaborado y con un origen directo en la capacidad de los juegos de explotar la violencia como un subterfugio casi adictivo: En los ochenta, el juego Chillex animaba a los jugadores a torturar de maneras dolorosas y cada vez más complejas. Podría considerarse el antecedente directo de RapeLay, en la que la violación se normaliza a tal extremo, que lo realmente importante es la forma en que se racionaliza la capacidad del jugador para hacerlo. No sólo se trata que la violación no forma parte de todas las posibilidades y riesgos que pueden correr los personajes en el juego, sino que es su objetivo único, lo que convierte a la agresión sexual en una mecánica de agresión que se convierte en algo naturalizado y asimilado por el jugador. No se trata de superar un obstáculo o que la violación forme parte de una estructura medida de riesgos: el hilo conductor de la acción deja muy claro que las mujeres pueden violarse y de hecho, sufrir una violación es un riesgo que toda mujer debe afrontar. El juego entero quiere dejar muy claro que violar es un acto que cualquiera puede cometer. Y que de hecho, esa es la intención de su existencia.
Por supuesto, RapeLay no representa a la industria del videojuego, pero resulta angustioso el hecho que la cultura de la violación siempre encuentra nuevas formas de manifestarse. En este caso, se debate sobre si algo tan en apariencia “inocente” como un juego puede “normalizar” el abuso sexual. Y la confusión en el criterio del análisis del problema, deja muy claro que, para un considerable número de personas, no hay respuesta para eso. Como suele ocurrir, la violación se intenta atenuar, justificar, reinterpretar. Un juego sobre la violación no es otra cosa que una escenificación de un acto de violencia aborrecible, pero… ¿Es tan sencillo? Quizás por desconocer las numerosas posibilidades que supone un acto de violencia semejante, el ciudadano de a pie, siempre condenará una violación si puede asumirla como inevitable. ¿Pero qué ocurre si la violación es algo más que una paliza y sexo forzado? Un juego podría construir la idea que el abuso sexual es cosa de todos los días, que es tan natural como cualquier otra experiencia que una mujer — o un hombre — debe asumir entre las posibilidades de lo que puede ocurrir a lo largo de su vida.
De manera que se trata no sólo del hecho de comprender que la Cultura de la Violación se acepta, sino además, es parte de cierta noción sobre como asumimos lo sexual actualmente. Un juego es un juego, pero una violación es un crimen. No es un planteamiento sencillo de digerir. Después de todo, somos una cultura muy sexualizada donde el cuerpo se ha convertido en un objeto con tintes eróticos, reinterpretado y consumido como un elemento para y por el sexo desde un preocupante número de puntos de vista. Más allá, se asume el sexo como una necesidad que debe ser satisfecha a toda costa. Progresivamente, la cultura de la violación parece encontrarse en todas partes, incluso, convertirse en un elemento de la cultura pop asumido como necesario. E incluso, del todo habitual. Una idea inquietante con la que todas las mujeres — en cualquier parte del mundo — debemos lidiar a diario.