‘Tiestes’ y ‘Modos de visitar conventos’, cuerpo y alma
Dos grandes espectáculos pensados para públicos muy reducidos en espacio singulares, poco habituales y que no son teatros.
Todo espectador de teatro que piense que el teatro no es solo ocio, ni entretenimiento, sabe que, cada vez más, hay que abandonar el espacio de confort en el que se ha convertido la butaca. Los que piensen así se han dado de bruces en Madrid con dos espectáculos que se podrían clasificar dentro del llamado teatro inmersivo o artes vivas. Dos grandes espectáculos pensados para públicos muy reducidos en espacio singulares, poco habituales y que no son teatros. Uno es el Tiestes de Séneca en la raviosa, de rave, versión de Grumelot que se puede ver en la sala de bóvedas del Conde Duque durante una semana más. El otro es el inclasificable Modos de vivir conventos de Las Torneras de la que el Festival Místicas ha programado una sola representación en el Convento de Santa Ana y San José de Madrid. La primera es, sin lugar a dudas, cuerpo. Mientras que la segunda, es espíritu.
También se podría decir que mientras Tiestes es el infierno, Modos de visitar conventos es el cielo. Y es que Tiestes comienza bajando por una larga escalera de un color marronáceo y algo rojizo para meter a sus espectadores en una fiesta estroboscópica y llena de humo. La fiesta pasada de vueltas de unos niños pijos que celebran la coronación de su supuesta hermana. En ella, la familia se muestra como un grupo social en el que hay una competición brutal por los afectos. Una fiesta con sexo, drogas y mucho, pero que mucho, electro house en casa de un padre ausente. Un espacio sonoro creado por José Pablo Polo que es clave y vital en esta pieza y que, como en las discotecas más molonas de Ibiza, invita al desfase, a bailar toda la noche. Tal vez responsable del tipo de público que acude a ver este espectáculo: treintañeros cool, en la onda, que huelen una tendencia allá donde esté y que aprecian el arte. Porque esta obra tiene mucho, pero que muchísimo arte y aunque se representa en el Conde Duque, bien podría estar en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía.
Modos para visitar conventos, que ya ha estado en el museo citado anteriormente, va por otro lado. Su objetivo es que los espectadores asistentes vivan durante unas horas la experiencia de una novicia que entra por primera vez en un convento de clausura. Una novicia leída y atraída por una vida de recogimiento. Una novicia que conoce a Santa Teresa de Jesús y toda esa literatura conventual y colectiva de las monjas españolas de otro tiempo. Voces de mujeres que fueron borradas de la historia de la (buena) literatura y de la historia. De los tiempos en los que no existían los derechos de autor y la literatura, como el pan, se hacia en grupo y se compartía. Aquí la música la pone el ritmo de los versos de Santa Teresa de Jesús y Santa Ana de Jesús, monja a la que San Juaz de la Cruz le dedicó su Cántico. También lo pone el folclor, el rico folclor de convento castellano, y las cucharas de los espectadores golpeando el cuenco de sopas de pan que son invitados a comer y las monjas cantando en su locutorio. Y el silencio del convento que, como para John Cage y su famosa composición 4’33’’, está pleno de exterioridad. Un espectáculo en el que uno se encuentra con una mayor diversidad de público que en el anterior. En el que personas mayores de aspecto corriente y, posiblemente, de misa dominical, se mezclan con gente más joven que tal vez obvien las misas y la oración en cualquier día de la semana, entre los que también hay personas de aspecto cool, de cazadores de tendencias, de esos que saben donde está lo que interesa.
Además, la primera de las obras es la furia. Es todo actividad. Un no parar de acá para allá. Un estimulante espectáculo tanto en sentido real como figurado. Estimulante porque siempre está sucediendo algo en alguna parte. Siempre hay algo llamando la atención a tus sentidos, incapaces de focalizarse, como si se tuviera un trastorno de déficit de atención. Ahora hay un texto proyectado, o se cuenta una historia, o te susurran al oído una invitación para irte de excursión. A la vez que una linterna ilumina algo concreto de forma veloz, un parpadeo o se pierde en la acción. Mientras los actores que dicen el texto, se pelean, bailan, celebran una orgía en el jacuzzi de última generación. Y la actriz canta como si fuera una Rosalía poseída por una banda sonora electroacústica, cuando no lo hace poseída por el espíritu Eddie Vedder, el tristemente fallecido cantante de Pearl Jam. Y los pies del público, y su cuerpo, queriendo bailar, queriendo saltar y gritar.
Mientras, la segunda obra es calma. Donde todo se toma su tiempo. Donde una campana toca a silencio y un cuenco tibetano toca a la introspección y la meditación. Donde lo importante es mirar al otro, fijarse en su pelo, en su sonrisa, en sus ojos, en la mirada. Y escuchar. Escuchar los poemas que se escribieron, los sonidos del viejo convento, las opiniones de las monjas que pasaron por allí o por otros conventos para enclaustrarse y no volver a salir. Para dejar que el Señor les hiciese y sucediese en ellas el amor de Dios, para tener la libertad de ser mandadas. Esa vida conventual de un número pequeño de monjas en la que la grosería era preferible a la curiosidad, entendida esta como cotilleo. Y la convivencia diaria era obligatoria para aprender a soportar a la otra, a la tan diferente a mi, pues lo importante es ceder ante el otro, una cesión divina que se hace a través de cada uno.
Y, a pesar de mostrarse tan diferentes, a medida que van sucediendo ambas obras por los distintos espacios en los que el espectador es invitado a moverse, va decantándose la idea de que el cuerpo sin espíritu no es nada y viceversa. Y como bien se oye decir a una monja en una grabación de Modos de visitar conventos, el cuerpo es la expresión del espíritu. En el caso de Tiestes la expresión contemporánea de un espíritu que ya existía en la antigua Grecia, un espíritu catártico que nos permite, también hoy, el reconocernos. Y en el caso de Modos de visitar conventos es la expresión del espíritu de una época que sigue viva y recluida en conventos, agazapada para mostrarse ante todos aquellos que están buscando un mundo zen, llegado del otro lado del planeta, cuando estos quieran mirarse a sí mismos y a su historia de nuevo.