'Street Scene', ¿opera o musical? Sencillamente, una obra maestra
El Teatro Real ofrece 10 funciones de Street Scene en dos períodos de la presente temporada: cinco representaciones entre el 13 y 18 de febrero, y otras cinco entre el 26 de mayo y el 1 de junio.
'Street Scene' en un minuto - Teatro Real
Street Scene, de Kurt Weill, está basada en un célebre texto teatral del gran dramaturgo americano Elmer Rice estrenado en 1929 y galardonado con el Premio Pulitzer. Rice se convirtió en el más implacable luchador contra el fanatismo racial y religioso de su época, y denunció sistemáticamente el fracaso de los esfuerzos reformistas del siglo XIX con imágenes literarias devastadoras sobre las condiciones en las que sobrevivían los inmigrantes y refugiados en el Nueva York de finales de los años veinte: hacinamiento en viviendas precariamente construidas, sin servicios públicos, y sin capacidad de reacción ante los incendios y la propagación de enfermedades.
Street Scene es su obra maestra y no tiene nada de extraño que llamara la atención a un Kurt Weill que acababa de llegar a Estados Unidos huyendo de la persecución nazi y que seguramente vio en el texto de Elmer Rice la coda más brillante que podía imaginar a sus colaboraciones con Bertolt Brecht en Alemania. De nuevo se sentía en casa: un teatro capaz de mostrar críticamente la realidad, tal como es, sin edulcorantes, y desde la perspectiva de los desfavorecidos que han sido aplastados por el sistema. Justo lo contrario a la evasión de la realidad que ha buscado tantas veces el mundo del espectáculo. En este aspecto, ciertamente, parece sintonizar con la herencia de Brecht, pero, en lo demás, Street Scene adopta un código de un hiperrealismo descarnado que está en las antípodas del Weill alemán.
Tras una cierta resistencia, el propio Elmer Rice se encargó personalmente de convertir su exitoso texto teatral en un libreto de ópera con la colaboración del poeta afroamericano Langston Hughes, figura destaca de la llamada Harlem Renaissance (o New Negro Movement) de los años treinta. La acción transcurre en un edificio que es una especie de mosaico de una comunidad de etnias diversas, de emigrantes y de refugiados de distintas procedencias sometidos a una gran precariedad laboral, a una convivencia difícil entre diferentes culturas, a la falta de recursos, a desahucios por impago, marginación, racismo y ausencia de futuro para los jóvenes. Caldo de cultivo para lo peor de la naturaleza humana: chismorreos, mezquindad, peleas y traiciones contrarrestadas por las esperanzas de los que todavía creen posible salir de esta situación límite esforzándose por estudiar o simplemente cediendo a sueños quiméricos.
En este plano general, que es un retrato de la vida, llena de contradicciones, la obra nos acerca en un efecto zoom a una historia particular, la del matrimonio Maurrant, con su drama íntimo de soledad, de incomunicación, de celos, de maltrato y de violencia de género. Pero lo corrosivo es que esta historia está explicada, más allá de lo emocional, como una consecuencia casi quirúrgica, inevitable, de las contradicciones del entorno, pese a comportar un doble asesinato: la esposa y su amante, acribillados por el marido despechado. Más corrosivo aún es que el personaje del amante de la esposa, que en una trama así debería ser uno de los protagonistas, sea absolutamente marginal, secundario, un comprimario que aparece un momento y solo habla, ni siquiera canta. Como si se tratara de un elemento irrelevante en la rueda implacable de los acontecimientos.
Desde el punto de vista musical se trata de una partitura magistral, tremendamente heterogénea, que permite al compositor demostrar su dominio de todos los estilos, desde los más sofisticados a los más populares. Incluye jazz, blues («I Got a Marble and a Star» y el famoso «Lonely House»), un emocionante dúo desesperado de un lirismo a lo Korngold («Remember that I care»), una parodia de un gran concertante de opera buffa italiana en el que el signore Fiorentino se explaya sobre su pasión desordenada por los helados, una escena romántica de opereta a lo Lehar («We'll Go Away Together»), alusiones memorables a los estilos Rodgers, Gershwin, Irving Berlin y Cole Porter, un soft-shoe number («Wouldn't You Like to Be on Braodway?»), un jitterbug («Moon-Faced, Starry-Eyed»), un slow fox torch song («What Good Would the Moon Be?«) e incluso una canción de cuna de una perversidad sin límites que cantan las dos nodrizas tras el doble asesinato.
La canción contiene un poso de crítica social brechtiana y un distanciamiento de la tragedia que acaba de suceder que es a la vez hilarante y tremendamente incómodo. Y como remate, la última escena es exactamente la misma con la que comienza la obra, con los vecinos en la calle quejándose del calor, un día cualquiera de verano. Como si, ante la indiferencia general, todo pudiera volver a comenzar.
La obra tiene una fuerza implacable también por otro motivo que tiene que ver con su estructura. Más allá de la trama, de la perspectiva y de la ambientación en los años cuarenta del siglo pasado, la estructura de la obra reproduce exactamente una tragedia griega canónica: unidad de lugar, unidad de acción y unidad de tiempo. Y, encima, el elemento desencadenante de la trama es el que podemos encontrar en cualquier tragedia: un error culpable.
Kurt Weill compuso Street Scene para Broadway, pero quiso expresamente que fuera una ópera y no un musical. «Opino que la escena de Broadway –escribió Weill en un artículo publicado en The Composer's News-Record en 1942– podría convertirse en el lugar de nacimiento de un genuino teatro musical norteamericano o, si se desea, una ópera norteamericana». Weill tenía muy claro que Street Scene era lo mejor que había compuesto y afirmó que «dentro de setenta y cinco años se considerará que esta es mi mejor obra».
A la hora de la verdad, Street Scene provocó un desconcierto monumental. Por su enorme complejidad, era una obra imposible para el sistema de producción de Broadway, y era también un producto absolutamente atípico para un teatro de ópera. ¿Qué hacer con ella? Desde luego, nadie discutió su calidad. Tras su estreno en 1947 toda la crítica musical y teatral de Nueva York la consideró al mismo tiempo una obra imposible para Broadway y, también, una obra maestra. Hasta el punto de que Street Scene fue la primera obra galardonada con el premio Tony al mejor estatus de obra maestra marginal.
En definitiva, ¿qué importancia tiene si es una ópera o un musical? ¿Qué sentido tiene reducir los productos artísticos a esas etiquetas preestablecidas cuando no sirven para explicar nada? Street Scene se escapa a todas las etiquetas salvo a una, que es la única que importa: es uno de los títulos más extraordinarios de toda la historia del teatro musical del siglo XX
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Street Scene, de Kurt Weill | Teatro Real 200 años 17/18
El Teatro Real ofrece 10 funciones de Street Scene en dos períodos de la presente temporada: cinco representaciones entre el 13 y 18 de febrero, y otras cinco entre el 26 de mayo y el 1 de junio. Puedes ver aquí su programa de mano