Son los privilegios, estúpido
Si se hace un recorrido histórico, la derecha ha saboteado cada intento de Pacto de Estado de Educación en nuestra andadura democrática.
Cuando la derecha pierde democráticamente, crispa, judicializa la política y recoge firmas. No es la primera vez, y seguro que no será la última, que el Partido Popular actúa con despecho contra las decisiones legítimas que emanan de las Cortes Generales, que representan la voluntad de la ciudadanía expresada en las urnas. Todavía no está en vigor la nueva ley de Educación, aprobada por mayoría absoluta en el Congreso y pendiente de pasar por el Senado, y Pablo Casado ya ha anunciado un recurso ante el Tribunal Constitucional, está enfrascado en mesas petitorias contra el nuevo texto, que reforma la muy retrógrada ley Wert de la época de gobierno de Mariano Rajoy, y anima a las comunidades autónomas donde gobiernan los populares para que boicoteen desde la insumisión su puesta en marcha. La actitud del primer partido de la oposición se asemeja más a la de una organización antisistema que a la de una fuerza política que ha dirigido los destinos de España durante más de 14 años.
Por desgracia, y muy al contrario de lo que ocurre en nuestro entorno europeo de referencia, nunca ha habido consenso en torno a la educación desde que recuperamos la democracia, cuando debería ser cuestión de Estado. Pero con la derecha es imposible: cuando gobierna impone su modelo y cuando está en la oposición ni siquiera se sienta a negociar. La ocasión que estuvo más cerca un acuerdo amplio en materia educativa, pendiente sólo de la firma, fue a mediados de 2010 con Ángel Gabilondo al frente del Ministerio de Educación. Pero la entonces secretaria general del PP, María Dolores de Cospedal, lo dinamitó pensando que la crisis económica de 2008 estaba desgastando al Gobierno presidido por Rodríguez Zapatero, que ganarían las siguientes elecciones generales y que podrían hacer y deshacer sin contar con nadie, como finalmente ocurrió.
Si se hace un recorrido histórico, la derecha ha saboteado cada intento de Pacto de Estado de Educación en nuestra andadura democrática. El Partido Popular ejerce de testaferro político de determinados sectores económicos y religiosos que se resisten a perder los privilegios que ganaron con el franquismo y que quedaron blindados con el Concordato firmado con la Santa Sede al comienzo de la Transición. Por eso, al Partido Popular nunca se le puede esperar en el consenso en materia educativa. A su proverbial incapacidad para el acuerdo y a su intolerancia para acercar posiciones se unen la servidumbre al negocio de la educación privada y la defensa indisimulada de las tesis de la Iglesia católica. Aunque la Constitución nos define como un estado aconfesional, tras más de cuatro décadas de vida de nuestra ley de leyes no se ha conseguido la completa separación Estado-Iglesia y en eso tienen mucho que ver la resistencia y la influencia de los poderes fácticos conservadores, y también la falta de arrojo y determinación de la izquierda.
La Ley Wert, impuesta por el rodillo de la mayoría absoluta del primer Gobierno de Rajoy contra la comunidad educativa, suponía un desmantelamiento de la educación pública en favor de la concertada, la quiebra de la igualdad de oportunidades y la segregación del alumnado desde edades muy tempranas. El PSOE y otras formaciones progresistas se presentaron a las elecciones con el compromiso público de derogar esa norma retrógrada que fracturaba el sistema educativo y que suponía una merma de presupuesto para la escuela pública en beneficio de la privada concertada. El resultado es la denominada LOMLOE, Ley Orgánica de Modificación de la LOE, un texto moderno y plural que se inspira en los principios de equidad e inclusión y sigue las pautas de modelos de éxito europeos.
El PP no ha realizado el más mínimo esfuerzo por dialogar, se ha autoexcluido del pacto desde el primer momento y se empleado a fondo en retorcer la realidad. Al modo Trump, el búnker conservador ha intentando confundir a la opinión pública con bulos y fake news. Una ofensiva en toda regla para acercar el ascua a su sardina, para debatir en su marco conceptual y desvirtuar una ley justa y necesaria. No es verdad que el castellano desaparecerá en aquellas autonomías con lenguas cooficiales; no es verdad que las familias no podrán elegir libremente el centro para sus hijos porque se refuerza la transparencia de los procesos selectivos y se elimina la discriminación en el acceso a centros sostenidos con fondos públicos; no es verdad que la ley pretende acabar con la concertada, sino que se garantiza el derecho a la educación independientemente de las circunstancias personales y sociales; no es verdad que se elimina la educación religiosa, será de oferta obligatoria pero no evaluable, no contará, por tanto, para la nota media; y no es verdad que se extinguirán los centros de educación especial, no se cerrará ninguno y, además, se ofrece a los padres la posibilidad de escolarizar a sus hijos en un centro ordinario con plenas garantías de calidad, como plantea la ONU.
La derecha está promoviendo una campaña de ruido y confusión para que no se conozca el fondo y a la ciudadanía sólo llegue la gresca y sus mentiras. Quedan meses de crispación y de instrumentalización de todos los resortes institucionales en sus manos contra la nueva ley educativa. La algarada final en el Congreso de los Diputados de los representantes de PP, Vox y Ciudadanos supone una furibunda declaración de intenciones: augura momentos de tensión y altos decibelios de quienes sólo dan por bueno su modelo desde su supuesta superioridad moral y se resisten a adaptarse a la evolución de la sociedad. Aunque detrás de esta cruzada sólo están el negocio y las prebendas. Parafraseando el conocido lema de Bill Clinton, son los privilegios, estúpido.