Somos nuestra cultura
La crisis desencadenada por el coronavirus ha sido más demoledora aún en la cultura que en otros sectores.
La única manera de abrirnos camino para transitar por lugares donde impera la diferencia, la diversidad, la pluralidad, es la cultura. La cultura es nuestra identidad, la que nos ayuda a entendernos a nosotros mismos y a los demás en las circunstancias dolorosas, o en la celebración de los buenos momentos.
La cultura es, por lo tanto, mucho más que esos cientos de miles de personas que trabajan para que podamos ir al cine, al teatro, a comprar un libro o sentarnos en el salón de casa a ver una serie de televisión o una película. La cultura es la argamasa que permite unir a nuestras sociedades, construir espacios de convivencia, entendernos y aceptarnos.
La actividad cultural aporta algo más del 3% del producto interior bruto (PIB) de nuestro país. No es ni la cuarta parte de lo que mueven sectores como la hostelería, el turismo, el comercio o el propio sector industrial, cada vez más minimizado.
Tal vez por eso el futuro de los bares, los hoteles, los centros comerciales y las industrias despiertan mucha más preocupación entre nuestros gobernantes que los cines, los teatros y las librerías. La cultura ha sido siempre un artículo de lujo, un exceso y quienes se dedican a ella, gentes prescindibles que sobreviven en las fronteras de lo precario.
Es cierto que si echamos la vista atrás podemos comprobar cómo las condiciones de trabajo y de vida se han ido precarizando con carácter general en todos los sectores de la producción y los servicios, pero en el caso de la cultura la precariedad generalizada viene de lejos.
Siempre pongo el ejemplo de la presidenta de una asociación de vecinos, acompañada por el concejal de turno, ambos muy de aquella izquierda alternativa que un día gobernó Madrid, tomando una cerveza en las fiestas de un barrio obrero y de mayoritario voto de izquierdas.
Recuerdo que me acerqué a ellos para felicitarles por el buen grupo de música que estaba actuando en el parque. La respuesta de aquella mujer no se hizo esperar: “Sí, son muy buenos y no nos cuestan un duro”.
La cultura va de gratis y los que se dedican a ella deben ponerse al servicio del poder, esperando que caigan las migajas y las sobras de los presupuestos. Esto me lo haces gratis y ya te iré soltando cosillas, aunque no tengan que ver con lo tuyo. De paso me amenizas un acto electoral, una inauguración y lo que se me vaya ocurriendo. Si te portas bien no te irá faltando trabajo, para ir tirando.
Por eso la crisis desencadenada por el coronavirus ha sido más demoledora aún en el sector de la cultura que en otros sectores. El dinero ha llegado más tarde, en menor cuantía. Ellos ya sabían de temporalidad, inestabilidad, inseguridad, desprotección y precariedad, sin necesidad de la pandemia.
Es muy difícil explicar y entender que se mantengan circulando metros y autobuses, se abran centros comerciales y supermercados, se trabaje en las oficinas y en las industrias, mientras se restringen las actividades culturales, pese a que en las mismas se respetan escrupulosamente las medidas de seguridad. La cultura debería ser considerada tan esencial como cualquiera de esas industrias o actividades económicas, pero no ocurre así.
Las miles de personas se dedican a la música, el teatro, el cine, la danza, la pintura, la escritura, la creación artística, la edición, el espectáculo y el entretenimiento no pueden quedar abandonadas a su suerte, si no queremos ser devorados por nuestro propio destino, incapaces de afrontar y gobernar nuestro futuro.
La digitalización puede contribuir a crear cultura. De hecho, ha llegado para quedarse, pero también puede traducirse en brutales beneficios para unos pocos, a costa de la desaparición de la pluralidad y la diversidad. Lo hemos comprobado en el caso de la música.
Ya se producían muy pocos ingresos por ventas de grabaciones y ese comercio se encontraba digitalizado. Ahora, durante la pandemia, las ventas en las plataformas han aumentado muy levemente, mientras la desaparición de los conciertos ha producido una caída brutal de estos ingresos esenciales.
El proceso puede saldarse, además, con un aumento desaforado del consumo doméstico, controlado por las grandes plataformas de producción y distribución. La actividad presencial en los espacios de conciertos, teatros, cines y librerías puede verse acorralada.
Hay algunas actividades como la editorial, la de las librerías o la de las ferias del libro, que han disminuido brutalmente durante un tiempo y que han retomado parcialmente su actividad en estos momentos. El problema no se encuentra en una batalla entre lo digital y el papel, que parecen haber encontrado un equilibrio siempre inestable, pero equilibrio al fin.
El problema real creo que se encuentra en la amenaza de monopolio de plataformas de producción y distribución, como Amazon, que amenazan la supervivencia de las librerías de proximidad como lugares de encuentro, distribución, presentación de nuevas obras, contacto directo con quienes escriben, actividad cultural y literaria.
Los planteamientos, propuestas, manifiestos de cientos de entidades, organizaciones y asociaciones culturales han sido respondidos hasta el momento con buenas palabras y escasas actuaciones. Sí se han producido algunas formas de integrar a los trabajadores de la cultura, ya sean autónomas, o asalariadas, en las ayudas económicas de carácter general para la supervivencia de los más de 700.000 empleos y de un tejido empresarial compuesto por cerca de 120.000 empresas, la inmensa mayoría de las cuales son microempresas.
La pandemia ha impactado en cada rincón de la vida, en la economía y en la sociedad. La cultura nos ayudará a superar esta situación si somos capaces de asegurar su supervivencia, invirtiendo en recursos presupuestarios o incrementamos el porcentaje de fondos de recuperación que dedicaremos a sostener una actividad cultural de la que depende nuestra cohesión y nuestra capacidad para superar estos duros momentos y defender el futuro.