Somos lo que decidimos: Una visión desde la ecología política de la crisis del COVID-19
En la película Regreso al futuro, el doctor Emmett Lathrop Brown -Doc-, usando el condensador de fluzo, programaba el reloj del fantástico DeLorean DMC-12 y podía surfear por el tiempo avanzando y retrocediendo en un bucle eterno de aventuras junto a Marty McFly, con el que no hacía notar al espectador las dos horas que duraba la película.
Salvando las distancias, algo parecido se le insinúa a la opinión pública mundial con la posibilidad del descubrimiento de una vacuna efectiva, nuestro particular condensador de fluzo, que nos inmunice ante el COVID-19 y nos devuelva a un tiempo pasado feliz, ajeno a la muerte y al desastre económico. Olvidan estos nuevos doctores que la arcadia feliz perdida ya presentaba síntomas graves de agotamiento y que aquel momento luminoso no lo era ni para el planeta ni, en gran medida, para una parte mayoritaria de su población.
El reloj, esa máquina que solo produce tiempo, siempre ha sido la gran metáfora del pensamiento antropocéntrico y mecanicista que representa la creencia en un orden en el que con meros ajustes el autómata podría continuar funcionando eternamente. «Imbéciles, no es el virus, la clave es la vacuna», parecen decirnos los massmedia con profusión. Con ello afirman que lo relevante no es el sistema biológico, sino que lo principal es la respuesta mecánica. Argumento que no se sostiene si tenemos en cuenta, por ejemplo, que antes del COVID-19 la crisis ecológica ya ocasionaba un mayor número de muertes que las que ha originado la pandemia, o que según prestigiosas instituciones científicas probablemente la pérdida de biodiversidad haya sido una de las causas de este y de otros tantos saltos virales entre especies. Mencionemos una pequeña lista de pandemias globales de los últimos cincuenta años de crisis ecológica: SIDA, virus de Nilo Occidental, SARS, MERS, ébola, todas ellas relacionadas con la ecodepredación. A pesar de esta evidencia, entre las medidas profilácticas mundiales no se promueven políticas públicas relevantes para el cambio de paradigma en las reglas de relación del ser humano con su entorno.
En este punto nos gustaría traer a colación el efecto que la contaminación del aire en las ciudades puede tener en el aumento de las tasas de contagio, morbilidad y mortalidad de esta pandemia. Diversos estudios realizados por universidades de prestigio como la de Harvard alertan de que este factor es sumamente relevante, al menos en aquello de lo que se tiene datos, es decir, en términos de morbilidad y mortalidad. A día de hoy nadie asume su responsabilidad por haber instituido y mantenido políticas públicas de transporte basadas en el automóvil de combustible diésel, mucho menos en haber ocultado los efectos del Diesel Gate. Y lo que es peor, no hay propuestas de políticas públicas deudoras de una mayor urgencia al objeto de acelerar la transición ecológica y energética hacia un modelo alternativo que nos permita adaptarnos y mitigar el cambio climático y frenar los efectos más dañinos del cambio global. ¿Para qué hacerlo si confiamos en el condensador de fluzo? Otra vez la ciencia ficción.
La lógica moral de la producción económica dice estar orientada a la satisfacción de las necesidades de bienes y servicios para los seres humanos. Los sistemas naturales, según Naciones Unidas, aportan veinticuatro servicios que contribuyen al bienestar humano. Los informes de Evaluación de Ecosistemas del Milenio concluyen que 15 de esos 24 servicios están en franco deterioro. Por contraposición, los analistas comparan los efectos económicos de la cuarentena del COVID-19 con los efectos de la Segunda Guerra Mundial. La exageración de la comparación nos ha intrigado tanto que nos ha hecho reflexionar sobre las metáforas usadas y sobre las conclusiones a las que se ha llegado. A nuestro juicio, la metáfora de la guerra, de la lucha bélica contra el COVID-19, la militarización del lenguaje, tiene por función fortalecer el discurso político basado en la dialéctica humanidad vs. naturaleza (el enemigo exterior) y la consecuente ausencia de responsabilidad política en el desarrollo del modelo productivo vigente y en sus infames medidas de retorno social. Entendemos como medidas de retorno social, principalmente las de índole tributario que permiten sufragar, entre otros, el sistema de salud pública. En ese «todos luchamos» se obvia que sin medios materiales no hay lucha, tal vez solo una masacre, y que con la falta de solidaridad ejemplarizada tanto en la ausencia de sistemas de salud mínimos para una gran mayoría, como en el trato dado a los mayores, se explican en gran medida las tasas mundiales de morbilidad y mortalidad del COVID-19. Esa es una de las razones del lenguaje militar, mientras el enemigo esté fuera no se recapacitará acerca de las políticas públicas de salud y de cuidados a los mayores llevadas a cabo en tiempos precrisis, no se recapacitará en que el deterioro de los ecosistemas erosiona la biodiversidad con la consecuente aparición de nuevas enfermedades.
Siguiendo con el uso de tácticas bélicas, parece que asistimos a un ejemplo de doble tecnología social, en tanto que se opta por estrategias de intervención inmediata que, aún siendo efectivas en el control de la pandemia, lo son a costa de una restricción drástica de los derechos fundamentales. Ello ha dado lugar a la advertencia del Parlamento Europeo en este sentido subrayando la necesidad de que se respeten todos los derechos fundamentales, sobre todo en lo relativo a la protección de datos y la privacidad, en todos los Estados miembros. Da pavor el uso laboral que se pueda hacer del pasaporte sanitario, o de meros termómetros que toman la temperatura a distancia en el día a día. Es inquietante el gobierno a base de decretos presidenciales en Hungria, o la posible distopía de ciudadanos recluidos cuyas relaciones se basan en la distancia social y en el uso de la Red. Llegados a este punto, Matrix podría parecer una escuela de parvulario.
Somos lo que decidimos y existen otras opciones de decisión política tales como que haya un compromiso real con las políticas de protección de la biodiversidad, retorno de riqueza y conservación de los servicios ecosistémicos. Un compromiso que podemos denominar «Pacto por la Vida». Por contraposición, hasta ahora se ha optado por un discurso en el que la solución es la creencia optimista de la inminente síntesis de una vacuna o en el tratamiento médico eficaz contra la enfermedad. Es decir, poner en marcha el condensador de fluzo y retornar al tiempo previo a esta pandemia. La termodinámica nos dice que no es posible. Por lo que intuimos que tal vez lo que se ambiciona, permítannos la metáfora con un virus, es que se mantenga aquella parte del ADN sistémico civilizatorio que beneficia al poder establecido. Por ejemplo, defender que aún podemos seguir adelante con un sistema de producción industrial y agrícola depredador cuyo consumo aporta rentas marginales a la mayoría y una cuantiosa concentración a una minoría a costa del entorno natural colectivo. Es decir, normalizar a costa de interiorizar y magnificar el ciclo de deterioro: ecodepredación, aparición de nuevos patógenos, crisis sanitaria, respuesta sistémica; un ciclo que no es fruto de la fatalidad, si no de una decisión política en la que a cada crisis se responde con más y mayores rasgos de unilateralismo internacional, totalitarismo político, ecodepredación, infamia informativa, egoísmo insolidario y limitación de derechos fundamentales. Esa es la pandemia real.
Abordar la profilaxis política de la pandemia es optar por un cambio de paradigma civilizatorio que transite del pacto propietario (contrato social) al pacto por la vida, que entienda el entorno como un entorno vivo, metabólico y sometido a la entropía. Y que todo ello tenga expresión en políticas públicas, es decir en decisiones democráticas. Dejemos el viaje en el tiempo reducido a un bello ejercicio de expresión cinematográfica o literaria y disfrutemos de nuestro particular viaje en el tiempo: la vida.