Sobre la ley tránsfoba, machista y homófoba
No hay mayor transfobia que negar la existencia de una transición para una persona transexual.
En marzo de 2018 Podemos presentó, amparándose en la protección de las personas trans, su proyecto de ley más neoliberal, machista y retrógrado hasta la fecha: la polémica Ley Trans.
El proyecto tiene por objeto garantizar el derecho a la libre autodeterminación de la identidad sexual y expresión de género de las personas. Ya en la propia premisa de la ley, esta demuestra abrazar los postulados acientíficos de las teorías de Paul Preciado y Judith Butler, progenitores gestantes de la teoría queer. Esta ley es un ejemplo más del desconocimiento que actualmente se tiene sobre el concepto de género y su relación con el sexo.
Simone de Beauvoir escribió El segundo sexo cerca de los cuarenta años. La publicación en 1949 de su obra cumbre le trajo numerosas críticas por promover el odio al hombre y a la familia y defender el aborto. Durante sus casi mil páginas, la autora se refiere a la mujer como “hembra de la raza humana”, pero también se pregunta en la introducción por la definición de mujer. Si, afirma, la función de hembra no es suficiente para definirla y “el eterno femenino” tampoco aporta una respuesta real por su carácter sexista, ¿qué, entonces, es una mujer? Será en la segunda parte del ensayo, después de analizar exhaustivamente la biología de la mujer y qué aspectos del materialismo histórico o del psicoanálisis podrían haber conducido a su sometimiento, cuando acuñe su famosa frase, tan mal entendida y empleada hoy en día. Beauvoir afirmó rotundamente que no se nace mujer, sino que se llega a serlo. Pero, y aquí viene la parte normalmente omitida, una mujer no se hace a sí misma deliberadamente, sino que, en sus propias palabras, el conjunto de la civilización elabora este producto intermedio entre el macho y el castrado que se suele calificar de femenino. La filósofa francesa no habla todavía de género, pero establece las bases para todo el feminismo posterior, afín o crítico a su tesis, cuando señala que el sexo es imprescindible para el desarrollo del género.
En 1969, la feminista radical Kate Millet recoge el testigo de Beauvoir al definir el género como el constructo social que se elabora sobre un sexo determinado, naturalizando cualidades y aspectos que se creen vinculados, necesariamente, a dicho sexo, dentro del sistema de dominación más universal y longevo: el patriarcado. Por tanto, podría considerarse que tanto el hombre y la mujer constituyen el macho y la hembra de una raza, la humana. Lo demás forma parte del sistema que oprime a toda una raza, especialmente, y no sería necesario decirlo, a las mujeres.
Hasta los 80, el género aparece vinculado al sexo, pero con Judith Butler comienza a considerarse un acto performativo que no se limita únicamente a lo femenino o masculino, sino que también alberga todo un abanico de posibilidades. Es aquí donde comienza la confusión, advertida por Amelia Valcárcel en Feminismo en un mundo global, sobre el sexo y el género. Décadas más tarde, ambos términos se emplean, tal vez por influencia del inglés, como palabras prácticamente sinónimas, e incluso hay teorías queer que niegan la biología sexual de las personas. El sexo es una realidad material biológica que no supone per se ninguna amenaza a los derechos de las personas; en cambio, el género, impuesto a partir del sexo, ha permitido el sometimiento y la dominación de las mujeres.
Según esta ley, que permitiría a cualquier persona autodenominarse del sexo que fuere según sus preferencias y únicamente mediante su manifestación (contraria a la Ley 3/2007, que regula el cambio registral de sexo sin necesidad de cirugía genital mediante un informe médico de diagnóstico de disforia de género, llevar bajo tratamiento médico durante al menos dos años para acomodar las características físicas a las del sexo reclamado y carecer de patología mental alguna), elimina el sexo como categoría jurídica y pretende sustituirlo jurídica y administrativamente por la categoría cultural cambiante conocida como género. Ana de Miguel, en su ensayo El neoliberalismo sexual, contradice estas teorías, ya que cambiar la forma de vestir o de autodenominarse, de lo que se encargan al servicio del capitalismo, no es sino una manera rápida de “transgredir” el sistema, perpetuándolo además mediante estereotipos sexistas.
J. K. Rowling ha sido calificada de tránsfoba (a pesar de haber explicado en numerosas ocasiones de dónde nacen sus argumentos) por haberse opuesto a este tipo de leyes, que se han aprobado en algunos países, se han modificado en otros y donde en Reino Unido ha conllevado que incluso el propio Gobierno sea demandado por una carcelera tras ser violada por una mujer trans. En España, el Partido Feminista fue expulsado de IU por la férrea oposición a esta ley de Lidia Falcón, a quien incluso se ha imputado por delito de odio (como si ella, torturada y que sacaba a personas transexuales y homosexuales de la cárcel durante el Franquismo se opusiera a que estas tuvieran derechos) y, en su preciso artículo Contra el borrado de las mujeres, Ángeles Álvarez responde a Beatriz Gimeno, directora del Instituto de la Mujer, cuando esta afirma que existen feministas tránsfobas, con una exhaustiva lista de motivos por los que esta ley repercutiría negativamente en los derechos que las mujeres han logrado alcanzar gracias al movimiento feminista.
La propia ley, al defender la autodeterminación de género, establece que la realidad sentida, opuesta a la realidad material, es transmutable y permeable. El género, como establecieron Beauvoir y Kate Millet, entre otras, no puede ser eliminado, ni se trata únicamente de una performance que una persona decida interpretar según sus deseos. Es el neoliberalismo capitalista el que ha impuesto la dominancia de la subjetividad y los sentimientos individuales frente a la innegable realidad material. Hoy en día, esta confusión relativa al género ha dado lugar a múltiples identidades, las conocidas como gender fluid, nacidas de personas que se apropian de elementos de ambos géneros o los usan indistintamente (Sam Smith se declaró genderqueer después de abrazar su lado femenino componiendo una canción), además de crear la dualidad cis/trans para que las personas se definan según su aceptación del género establecido.
Si el género fuera transmutable, o eliminable, dudo mucho que todas las mujeres quisieran definirse como cis. Según esta clasificación, todas aceptarían los estereotipos patriarcales impuestos, cobrar menos por hacer el mismo trabajo, ser acosadas constantemente, vivir con la posibilidad de ser violadas, asesinadas o maltratadas, o, en algunos países, sufrir la mutilación genital o que las casen con un señor que les duplica la edad.
La ley, además, engloba en el término trans a personas transgénero, transexuales, travestis, hombres o niños con vulva, mujeres o niñas con pene, variantes de género, queer, personas no binarias u otros. Obviamente, todas estas categorías están creadas en función de un género performativo y cambiante que perpetúa los roles sexistas disfrazados de progresismo y subversión. Muchas personas transexuales han alzado su voz contra esta clasificación: para ellas, autodenominarse mujeres u hombres como si hubieran nacido siéndolo demuestra toda la transfobia detrás de esta ley. No hay mayor transfobia que negar la existencia de una transición para una persona transexual. En cambio, algunas personas transgéneros están incluso contrarias al empleo de la palabra transexual porque, como ya señalase una famosa comediante que solía hacer apología de la violación, patologiza. Nadie nace en el cuerpo equivocado, somos enseñados a ser y comportarnos de una manera equivocada.
En ese crecimiento de socialización, influye la educación. En el art. 25.2b establece, para asombro personal, que se fomentará que el alumnado de cualquier centro sea capaz de detectar en alguna persona integrante del alumnado conductas que manifiesten una identidad sexual no coincidente con el sexo asignado al nacer; ¿significa esto que si un niño prefiere saltar a la comba o a una niña le apasiona el fútbol sus compañeros de clase deberán señalarla como trans? ¿No sería, tal vez, más feminista aceptar que haya niños que jueguen a la comba y que haya niñas forofas de algún equipo de fútbol? Solamente de este segundo modo seremos capaces de eliminar los clichés sexistas de aficiones o gustos que, desgraciadamente, todavía tienen.
Por si no fuera poco, en el art. 7 se exponen una serie de medidas para facilitar que los menores de dieciséis años puedan transicionar o autodesignarse del género sentido si, cito, son capaces intelectual y emocionalmente de comprender el alcance de dicha decisión. Es sorprendente esta afirmación cuando, según informes psicológicos, el ser humano no tiene una aceptación total de su sexualidad hasta los 20 años y en un 70-80% de adolescentes suelen tener sentimientos transexuales que pierden con los años. Es preocupante que una década haya aumentado en un 4400% el caso de niñas y adolescentes que están recibiendo en Reino Unido tratamiento para transicionar, con una facilidad que ha llevado incluso a la investigación del NHS, a pesar de los riesgos que puede suponer para las personas que los reciben.
Otra de las premisas erróneas de la ley es que, a pesar de que parece aliada del colectivo homo y bisexual, esta ley supondría la eliminación completa de la homo y bisexualidad. Si el género sustituye al sexo, no cabría que hubiera personas que se sintiesen atraídas física, emocional o afectivamente por personas del mismo o de ambos sexos. Por no entrar en el acoso que numerosas lesbianas reciben por negarse a mantener relaciones con mujeres transgénero con genitales masculinos. Por ello, han surgido movimientos como la red LGB, que defiende la separación de la identidad y la orientación sexual y, dado que sus reivindicaciones no son las mismas, pretende continuar con su lucha alejada de grupos homo o bífobos.
A pesar de todas las críticas, ni Irene Montero ni el Ministerio de Igualdad han querido reunirse con teóricas feministas opuestas a la ley, pero sí se han enorgullecido de haberse entrevistado con influencers o de que se multiplicasen las llamadas al 016 durante el confinamiento. Se evidencia además una gran campaña a favor de la ley, especialmente desde que la semana pasada se abriese una consulta previa a la elaboración (¡pero si ya lo está!) de una ley que ampare los derechos de las personas trans. Las personas transexuales necesitan, y nadie se ha opuesto nunca a ello, derechos como el resto de las personas, pero no se puede pretender que el género sea quien elimine la realidad sexual, borrando la existencia de la hembra humana y desamparando sus necesidades.
Últimamente, Twitter parece ser el campo de batalla. Frente a los dogmas transactivistas, juristas como Paula Fraga, psicólogas forenses como Laura Redondo, escritoras como Lucía Extebarría o activistas como Barbijaputa han sido el objetivo de una ola misógina disfrazada de tolerancia y respeto por argumentar lo machista de esta ley. Mismo perro, distinto collar. Sin ellas, y sin otras voces menos conocidas como la doctoranda en estudios de género Rocío Haller, la trabajadora social Alba Rodero o la ingeniera biomédica Julia Acevedo, el movimiento feminista (no el que defiende la prostitución ni el alquiler de los vientres), estaría totalmente perdido y muchos aliados seguiríamos confundidos. Esperemos que la historia, como ya ocurriese como Simone de Beauvoir u Olympe de Gouges, les reconozca el haber estado del lado correcto antes de que sea tarde.