¿Sirven de algo las sanciones internacionales?
Cuando no hay nada entre las palabras y la guerra, sólo se puede presionar a un país 'canalla' recurriendo a estos castigos sobre los que hay poco consenso y más dudas.
El goteo es constante: sanciones a Rusia por el envenenamiento de un opositor, sanciones a Bielorrusia por la detención de un periodista, sanciones a Venezuela por la represión a la disidencia... En los últimos tiempos, las grandes potencias del mundo han intensificado los castigos a otros estados para intentar revertir situaciones que, en teoría, son una amenaza para la paz y la seguridad. Y, sin embargo, sigue sin haber consenso sobre si sirven de algo.
Cambios radicales no han cosechado, en eso hay consenso, pero no son despreciables los episodios en los que, poco a poco o parcialmente, se han logrado los objetivos propuestos. El caso exitoso más reciente es el de Irán y sus avances en investigaciones nucleares. El más viejo y fracasado, el de Cuba y el empeño de derrocar al Gobierno revolucionario. El problema es que no hay muchas más opciones. Cuando no hay nada entre las palabras y la guerra, sólo se puede presionar a un país canalla recurriendo a estos castigos.
En qué consisten
¿Pero qué es una sanción, para empezar? Pues un elemento esencial en las relaciones internacionales de hoy, una herramienta coercitiva que se aplica contra Gobierno, entidades no estatales cono empresas o bancos e individuos particulares. Si un país supone una amenaza y la diplomacia no ha conseguido aminorar el riesgo, se puede acudir a esta vía para modificar su comportamiento, reducir su capacidad de maniobra o debilitar su posición y exponer ante el mundo los males de determinados mandatarios.
Son una alternativa a la fuerza armada y, por tanto, aplaudidas por su carácter preventivo y forzosamente proporcional. Por algo se idearon en 1945, tras la Segunda Guerra Mundial, de los que se extrajeron lecciones imborrables. Siempre tienen que contemplarse exenciones, para que no sea el grueso de la población el que sufra en sus espaldas por el mal de quien les gobierna, con revisiones constantes por si las cosas han cambiado y un final, un calendario. No es una sanción sine die.
Normalmente, suelen ser económicas o financieras, como los embargos de armas o de cuentas bancarias, vetos al acceso a determinados países, congelación de activos... Pero también pueden ser deportivas o ambientales. La esencia es la misma que inspiró el Decreto de Mégara, que impuso las primeras sanciones conocidas en el año 432 antes de Cristo, en Grecia.
Hasta aquí la teoría que se cuenta en cualquier resumen de Naciones Unidas o en los temarios de oposiciones a la carrera diplomática. La enjundia es el cómo se deciden y cómo se aplican.
Ni cortas, ni largas ni confusas
Finn Lauwers, investigador sobre pacifismo y exempleado de Naciones Unidas por la delegación belga, reconoce que podrían dar “más resultado del que dan” pero como mal menor, son “adecuadas”. Cita a Richard Nephew, un referente intelectual en la materia, cuando afirma: “no se puede acusar a la sierra si falla al realizar el trabajo de un destornillador”. “Sólo se puede tener un buen desempeño si las características de la sanción son las adecuadas, ahí es donde hay que hilar muy fino”, sostiene.
Defiende que “no hay excusas” en las grandes entidades que imponen estas sanciones, como la ONU o la UE, porque tienen analistas de primer orden “que deben tener un profundo conocimiento de lo que tratan”, y lo mismo extiende a grandes potencias sancionadoras como EEUU. “Hay que conocer el país que va a ser objeto de las sanciones, sus tolerancias y vulnerabilidades, su umbral de dolor, hasta dónde puede aguantar o quebrarse”, defiende. Como parte del informe previo necesario, recomienda analizar sus instituciones, su sistema macroeconómico y financiero y sus aliados comerciales, esencial por si busca vías por las que escapar al castigo. Pero añade también la “necesaria prospección” en valores culturales, religión, historia contemporánea, demografía y hasta libertades esenciales como la de prensa, “por ver la capacidad de generar debate y crítica que hay” en el seno de una nación castigada.
“Sin esa prospección, se corre el riesgo de que el mandatario o Ejecutivo de turno aparezca ante su pueblo como mártir, sufridor de lo que otros le imponen, y el resultado puede ser el contrario: un refuerzo”, sostiene Lauwers. Igualmente clave es que se fijen plazos, que se vea que hay ánimo de “levantar el castigo” si las cosas cambian, que incluso se puede “tender una mano si hay disposición de cumplir” y que se pueden, bajo negociación, “rebajar las expectativas o metas o lograr acuerdos de mínimos”.
Los riesgos “son múltiples” y, a su juicio, depende mucho del estudio de base y de la claridad o la falta de ella, que pueden llevar a desastres. “Tan malo es quedarse corto en las sanciones como pasarse y apretar de más o no plantear objetivos nítidos, lo que dé lugar a confusiones y conflictos enquistados”. Avisa, sobre todo, de la confusión cuando las sanciones las imponen países, de forma unilateral, sin un club como la UE o una organización como la ONU detrás. “Eso puede tapar intereses geopolíticos que van más allá de la paz y la seguridad, acabar en sanciones que buscan un interés mayor, doméstico. Esas son peligrosas”, avisa. Advierte a quien tome la sanción sólo como una excusa para decir ”¿Ven? No cumplen”, y lanzar entonces un ofensiva armada.
Lo que sí, lo que no
Estudios universitarios que analizan prácticamente todo el pasado siglo hablan de un éxito del 40% de las sanciones impuestas, pero Lauwers previene de la complejidad de hacer esas lecturas: “esto no va de marcar una casilla de sí o no, a veces es un fracaso claro y a veces, sólo se logra un leve avance, pero suficiente para que las cosas cambien. Y también hay que leerlo en función de cada quién: las metas que logra el que impone la sanción, el que la recibe y el sistema donde entran en juego, sea regional, religioso o defensivo”.
Números aparte, el mecanismo fue innegablemente bueno en dos casos que ya han quedado de referencia: Sudáfrica e Irán. En el primer caso, en 1985, EEUU impulsó sanciones a las que luego se sumaron Europa y Japón contra el régimen de apartheid contra la población negra. La presión, lentamente, surtió efecto, y en 1994 Nelson Mandela se convertía en presidente. En el de Irán, fue también Washington quien decidió cortar el oxígeno al régimen de los ayatolás para impedirles avances en sus investigaciones atómicas e impedir que se hicieran con una bomba nuclear. También la UE se acabó sumando, y más aún, dos aliados de Teherán, China y Rusia. En 2015, todos juntos firmaban un acuerdo con compromisos comunes, del que EEUU se salió unilateralmente en la era Trump.
Hay otras sanciones que, por más que pase el tiempo, no logran nada. Los casos de Cuba o Corea del Norte, viejos de 60 años, son los más claros. Cuando EEUU planteó el embargo contra Fidel Castro y los suyos, el país perdió gran parte de su capacidad productiva, sufrió la falta de crédito y los bancos internacionales se cuidaron para evitar la imposición de multas. La consecuencia no fue la esperada caída del gobierno del entonces presidente o su sucesor y hermano Raúl Castro, ni un cambio en el modelo político tras la toma de posesión del actual, Miguel Díaz-Canel. Por el contrario, la reacción mayoritaria de la población ha sido siempre la de culpar a Estados Unidos por lo que pasa en la isla. En el caso de Corea del Norte, el estrangulamiento de la economía es grave -“tensa” es la situación alimentaria, confiesa- y está llevando a un acercamiento con el sur, pero sigue al mando la tercera generación de Kims, enmascarando con miedo y armas una crisis humanitaria brutal.
El riesgo del castigo colectivo
Los críticos de las sanciones siempre lamentan, más allá de su poca eficacia, el impacto que tienen en la población en general, no sólo en determinados políticos o empresarios o clanes. Sucedió en Irak a partir de 1991, allí no había medicinas para los niños pero sí para Sadam Hussein, que supo escaparse del cerco, con los precios crecidos un 250% y el PIB a la mitad. Y sucede en Venezuela, dice la Naciones Unidas, que denuncia que se han “exacerbado situaciones económicas preexistentes” que han “afectado dramáticamente a toda la población”. Se supone que las sanciones suelen incluir excepciones humanitarias, porque no todo vale, pero a veces son “insuficientes”, insiste la relatoría especial que revisa el impacto de estas multas.
La clave está en dar con una sanción que debilite pronto al Gobierno en la diana, sin que la economía nacional se hunda. Es por eso que en los últimos años se ha puesto de moda el concepto de “sanciones inteligentes” o “dirigidas”, que se comparan con los bombardeos quirúrgicos: un ataque muy medido, muy concreto, que no haga pagar a justos por pecadores. Lo que pasa es que es complicado afinar y, además, hay imprevistos. “La protección de los ciudadanos es primordial. Sin eso, nada”, insiste el analista belga.
Son imperfectas, resume, y todo el mundo lo reconoce, pero siempre son mejores que su alternativa: la guerra.