¿Sirven de algo las resoluciones de la ONU?
La votación en la Asamblea General, esta semana, para condenar la anexión de regiones ucranianas por parte de Rusia rescata una pregunta vieja como la institución.
Por 145 votos a favor, cinco en contra y 35 abstenciones, la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó el pasado miércoles una resolución por la que condenaba los “referendos ilegales” llevados a cabo en cuatro regiones ucranianas y los intentos de Rusia de anexionarse esos territorios. Era una sonora afrenta con peso mundial al presidente ruso, Vladimir Putin, y su Gobierno. Lo que ocurre es que el mismo organismo ya abofeteó al Kremlin con otra resolución, el pasado 3 de marzo, condenando la invasión de Ucrania. Y nada ha cambiado desde entonces.
La guerra va para ocho meses ya, los muertos, los desplazados y los daños se acumulan y se añaden nuevos reclutamientos y hasta amenazas nucleares. La contundencia de la resolución es innegable: la anexión “no tienen validez alguna según el derecho internacional ni sirven de base para modificar de ninguna manera el estatus de esas regiones de Ucrania”, se lee en ella. Pero ¿sirve de algo un pronunciamiento así? Tanto en el caso actual de Rusia como en los infinitos precedentes, ¿valen las resoluciones de la ONU?
Primero, a definir
Una resolución es una declaración formal adoptada por un organismo de la ONU. La mayoría de las adoptadas no implican obligaciones legales. Las de la Asamblea General, que es el principal órgano deliberativo de Naciones Unidas, no son una fuente formal de derecho, no son ley por decirlo claramente, no vinculan, aunque atesoran la fuerza y la autoridad que refleja la opinión o la “voluntad general” de los Estados miembros sobre un tema específico. No tienen un impacto jurídico directo pero, aunque no pueda incluir ningún mecanismo de ejecución, de actos, no significa que no implique obligaciones sobre los actores a los que concierne.
A menudo, si una resolución se formula con la precisión suficiente para permitir su aplicación sin más interpretación, y si los Estados miembros la adoptaron por unanimidad o por muy alto apoyo -como es el caso-, puede tener un impacto legal importante. Una resolución de la Asamblea General, adoptada por una amplia mayoría, utilizando un lenguaje preciso y reflejando la opinión de la comunidad internacional, puede considerarse de carácter jurídicamente vinculante, aunque puede no ser ejecutable. El debate al respecto es enorme.
También en el seno del Consejo de Seguridad, el único órgano de la ONU cuyas decisiones de los Estados, conforme a la Carta fundacional con la que nació la organización, están obligados a cumplir. Es ese un grupo de 15 miembros, de los que cinco son permanentes, inamovibles y con derecho a veto (China, Rusia, Francia, Reino Unido y Estados Unidos), que toman las decisiones de mayor calado.
En este caso, sus resoluciones son también no vinculantes jurídicamente, no obligan a los países -por más que los retraten, sin duda-. Hay una excepción: las resoluciones adoptadas en virtud del Capítulo VII de la citada Carta, sobre “acción en caso de amenazas a la paz, quebrantamientos de la paz o actos de agresión”. Ahí sí que hablamos de resoluciones forzosas, en las que se puede incluso autorizar el uso de la fuerza. Problema: es muy complicado que haya consenso para que esos textos cuajen. En un mundo dividido, los intereses de los bloques se imponen. Si no es Rusia la que veta una resolución contra Irán, su aliado, es EEUU quien la veta porque afecta a Israel, su socio incondicional.
En 1971, la Corte Internacional de Justicia, a raíz de un caso en Namibia, dio una interpretación mucho más amplia del alcance del artículo 25 de la Carta, donde se consigna que sólo las resoluciones del Consejo bajo el Capítulo VII son vinculantes. Los jueces de La Haya dijeron que ese marco habla de “aceptar y cumplir las decisiones del Consejo de Seguridad” y que eso da mandato general al organismo para hacer cumplir lo que se decida, sin ceñirse a capítulos concretos. Un poder realizador que no pasó de ser una opinión consultiva, sobre la que no hay consenso.
Un éxito invisible
Alba Jiménez, enfermera y abogada española que ha trabajado como cooperante en Palestina, Jordania y Senegal y por cuyas manos han pasado “incontables” resoluciones en cargos para entidades noruegas y norteamericanas, tiene una visión “práctica” que califica de “poco optimista”. “He visto incumplimientos sistemáticos, especialmente por parte de Israel, que a mi entender deslegitiman las resoluciones. No digo que sean papel mojado, es obvio, pero incluso los proyectos impulsados por muchos países, como el de Ucrania [70 naciones lo elevaron, España entre ellos], acaban teniendo limitaciones por la falta de cuerpo legal”, lamenta.
Entiende que son “indispensables”, pese a todo, porque “establecen un criterio de legalidad, lo cual es muy importante para defenderse ante las amenazas contra la paz”, pero se sacude el avispero de verdad “cuando conllevan sanciones, embargos o despliegues”, y esos casos son los excepcionales. Cita la Carta de la ONU, en la que la institución dice que su propósito es alejar “a las generaciones venideras del flagelo de la guerra que ha infligido a la humanidad sufrimientos indecibles”. “No hay una causa-efecto entre una resolución y una actuación sobre el terreno. Son recomendaciones, generalmente, que en el ámbito operativo de la paz y la seguridad se quedan cortas”, lamenta.
En el caso de Rusia, con su poder de veto en el Consejo, es muy difícil hacer fuerza. Oponerse a un país fuerte militarmente o con aliados poderosos es un riesgo y, tal y como está el mundo planteado, unos se han alineado y hasta escondido tras otros y acaban siendo intocables”, añade. ”¿O es una coincidencia que nunca haya habido una resolución contra Israel que entre en el Capítulo VII?”, se pregunta de forma retórica.
Reconoce Jiménez que el problema jurídico es de fondo, que la fuerza sólo puede ser “el último recurso”, pero que habría que “remodelar las Naciones Unidas, revisar las mayorías y los vetos, porque vienen de un mundo pasado, de la Segunda Guerra Mundial”, y buscar métodos “más operativos” para las resoluciones.
¿Sirven de algo, en resumen? Hace un silencio. “He sonado muy catastrofista, ¿no? Sólo quiero poner el foco en lo mejorable, en la necesidad de pasar de la teoría a la acción, de ser más flexibles para poder hacer más. Dicho esto, las resoluciones añaden a la legalidad la legitimidad, marcan lo que debe ser, lo que está dentro de la ley. Y eso, a la fuerza, termina haciendo mella sobre los estados objeto de las resoluciones, de una manera o de otra. Es una manera de que el mundo deje claro lo que sí y lo que no”, concluye.
Finn Lauwers, investigador sobre pacifismo y exempleado de Naciones Unidas por la delegación belga, casi se indigna ante la misma pregunta. ”¡Por supuesto que las resoluciones sirven!”, exclama. Asume como propia la amargura de la española, sobre el “limitado estatus legal” de estos textos, pero enfatiza que “tiene sentido tenerlos” porque tienen “un triple impacto de gran valor: simbólico, político y sobre el derecho internacional”. Cada resolución tiene su momento, sus apoyos y rechazos, sus consecuencias, pero todas, al fin, “mueven algo”. “Si no estuviera convencido de eso, habría tirado por la borda mi trabajo”, resume.
A su entender, cuando los miembros de los países pulsan su botón “convierten la resolución en algo más que en papel, es una declaración y un deseo”, que busca “persuadir” al objetivo, Rusia, en el caso que nos ocupa. “La ONU es el mejor foro de debate y diálogo del mundo, no se ha creado uno mejor, y sólo que cristalicen estas resoluciones ya es un éxito silencioso, lleva mucho esfuerzo”, explica, porque se consigue “aunar voces, poner de acuerdo a países radicalmente diferentes, formular ideas concisas y claras y expresarlas al mundo como denuncia”. Puede ejercer una “presión considerable” porque evidencian “que otros piensan distinto, todos a una o casi todos a una, y eso tiene un poder transformador”, añade.
“Las resoluciones son extremadamente efectivas porque exponen una conciencia mundial colectiva y eso puede tener una influencia incalculable en el comportamiento de los estados, puede estigmatizar o aislar en la práctica”, indica. Pone un ejemplo de esperanza, “aunque tardó mucho en surtir efecto”: las resoluciones contra el apartheid de Sudáfrica. No se paró de golpe ni se evitó la cárcel a Nelson Mandela, pero entiende que fueron “fundamentales” para crear una condena internacional de gran peso”. Sobre si también puede tener efecto en Vladimir Putin prefiere no opinar. “Es un agujero negro”, resopla.
Insiste en el concepto de legitimidad al que aludía Jiménez, porque “la política es una lucha por la legitimidad, también, y que te la confirmen o revoquen con un documento de la ONU tiene trascendencia”, tanto en lo doméstico como en lo exterior. “No podemos llevar a los países a un juicio legal, digamos. Es inaccesible, a veces, por las condiciones del Consejo de Seguridad, pero exponer con una resolución un juicio político es refrendar una línea. Estoy convencido de que Moscú habría ido a más en 2014, cuando se anexionó Crimea, si la ONU no hubiera estado enfrente y lo hubiera condenado”, sostiene. Tiene dudas sobre si el impacto político es superior al legal, como algunos investigadores defienden. No llega a tanto, pero los iguala. “Lo que ocurre es que suele ser un trabajo callado”, desvela.
La tercera pata es justamente la influencia en el derecho internacional, especialmente en el consuetudinario. “La ONU es una energía creadora de leyes, suele decirse”. Bien, no hace leyes ni resoluciones con ese rango salvo las ya indicadas, pero sus documentos, como el del miércoles, llevan a “inspirar” normas tangibles, que cambian de veras la vida de los ciudadanos. La resolución 217 sobre la Declaración Universal de los Derechos Humanos es la primera que se le viene a la mente. “No era jurídicamente vinculante, pero es innegable el impacto que ha tenido en leyes internacionales, en tratados multinacionales y hasta en constituciones”, defiende.
A veces, aunque sea dando un rodeo, las resoluciones llevan un vacío o cubren una necesidad o dan ideas, lo que al final “es transformación”. Así se ha logrado regular el espacio exterior o se han teñido de ecologismo las leyes de medio mundo. Citadas en textos jurídicos, pueden ser referencias, pruebas de por el camino por el que se quiere ir, explica el experto, y eso “es un poder real, persuasivo”. Insiste en que aportan “fortaleza” al derecho internacional, que indican “el cambio” o la “apuesta sensata”.
“Se habla de soft law, de leyes blandas, pero lo que hace Naciones Unidas no es nada blando. Se puede entrar en un debate de márgenes, de más operatividad, pero no de esencia. Los que dicen que la ONU no sirve para nada no saben nada de la ONU”, remarca.
Lauwers y Jiménez saben que hay mucho dolor acumulado en el mundo y que la maquinaria con cuartel general en Nueva York a veces es lenta, pero defienden que, sin ella, el planeta sería infinitamente peor. “Se ha evitado una Tercera Guerra Mundial. Eso cuando se creó la ONU no estaba tan cierto. Hiroshima y Nagasaki estaban calientes. Es un logro hecho en comunidad. Lo que pasa es que estamos en un tiempo en el que aquellos fantasmas reaparecen, cuando los creíamos olvidados, y todo nos parece poco para parar a Putin”, concluye la abogada.