Silencio, habla el cuñado
Debate a cuatro sin ganador y con un claro perdedor.
Debate a cuatro sin ganador y con un claro perdedor. Era la gran ocasión, la penúltima posibilidad para que Pablo Casado pudiera recuperar el terreno que le comen a dentelladas Vox y Ciudadanos. Lejos de aprovechar la oportunidad, el líder del PP se ha perdido en un mar de silencios —ese que ha esbozado de forma un tanto bochornosa Albert Rivera— y ataques previsibles (Batasuno batasuno, batasuno) que no hacen ganar votos pero sí añaden más dudas a las dudas de sus indecisos votantes.
Sin tiempo para el respiro, Albert Rivera ha pasado por la derecha a Casado. El de Ciudadanos ha llevado a la máxima expresión el término cuñado: opinaba de todo, no callaba, arreaba una bofetada con una mano al mismo tiempo que soltaba una gracieta digna de provocar la carcajada entre sus convencidos. Su idea-fuerza ha sido tan clara como un martilleo en la cabeza: Torra. Si España se rompe es por Torra, si el déficit público crece, responsabilidad de Torra; si mañana llueve, es culpa de Torra. Torra, Torra, Torra.
Su minuto de oro queda ya fijado como uno de los más desaprovechados de la historia de los debates televisivos: “¿Escuchan el silencio?”, ha preguntado mirando de forma dramática a cámara. Lo peor que te puede pasar es provocar la carcajada de vergüenza ajena. La niña de Rajoy no era chica, sino chico. Se llama Rivera y ha ejercido el papel que debería haber desempeñado el perdido Casado. Es el vencedor de la derecha.
Pedro Sánchez ha intentado mantener su perfil presidencial en los primeros minutos y, de lejos, ha protagonizado el momento más memorable del debate: girado ora a su derecha (Casado) ora a su izquierda (Rivera), ha recordado algo tan evidente como que un ‘no’ es un ‘no’, lo diga Cayetana Álvarez de Toledo o su porquero. Un momento teatralizado que, a diferencia del de Rivera, ha estado bien trabajado y medido. Una virtud: Sánchez, que tenía muy poco que ganar y mucho que perder, sale indemne del debate, tal vez por su propensión, a medida que pasaba el tiempo, de no rehuir los encontronazos.
Pablo Iglesias ha estado previsible y ha hecho lo que se esperaba de él. Pese al exceso en el uso de la Constitución, ha hilado discursos coherentes y en sintonía con lo que lleva defendiendo durante toda la campaña electoral: ataque a los poderosos, defensa de la igualdad y denuncia a las cloacas del Estado. En su debe, haber preguntado de forma insistente a “Pedro” si iba a pactar con Ciudadanos sin conseguir la más mínima respuesta del presidente del Gobierno. Un silencio, este sí, bastante estruendoso. Su minuto de oro no pasará a la historia de la televisión, pero sí al del compromiso político: si después de gobernar cuatro años Podemos conseguido cambiar algo, “no nos voten nunca más”.
Del todos contra uno —todos contra Sánchez— el debate ha devenido en un todos contra todos en un combate de tanteo y, por eso, de guante blanco. Los cuatro candidatos saben que, al igual que en un partido de fútbol, nadie recuerda el primer encuentro. Lo importante es cómo se quede en el segundo y definitivo. Este martes, más. Y que nadie lo dude: el tono más o menos sereno del debate —la campaña electoral está siendo tan bronca que lo de hoy ha parecido una actuación de ballet— se romperá este martes en mil pedazos. En tantos como debería hacerse añicos el marco de fotos que ha colocado Albert Rivera en su atril. Vaya idea...