Sergio del Molino: “Si no rompes el pudor, es imposible escribir algo significativo”
Sergio del Molino (Madrid, 1979) no tenía pensado escribir La mirada de los peces (Literatura Penguin Random House) cuando se puso a escribirla. Fue una llamada de su antiguo profesor de filosofía del instituto, Antonio Aramayona, quien le desencadenó el impulso de sentarse a escribir esa novela.
Antonio le llamó en abril de 2016 para decirle que se iba a matar. En realidad, le dijo que iba a dar su vida por finalizada. El viejo profesor de filosofía (lúcido, perroflauta, reivindicativo, nietzscheano, que se calzaba una camiseta verde para protestar contra los recortes de la educación pública) era todo un personaje: salía a la calle con su pierna amputada, en silla de ruedas, con varios infartos a cuestas, una angina de pecho y un ictus, y se apostaba en el portal de una política local para hacerle un escrache. Aramayona era ese tipo de profesor de instituto que todos (o casi todos) hemos tenido en la adolescencia, y que jamás hablaba con condescendencia ni altivez a sus alumnos, sino de tú a tú, como se hablan los seres adultos. Y Sergio del Molino, el afamado autor de La España vacía, se puso a escribir su historia, a mano, en cuadernos, porque se le estaba olvidando escribir a mano.
Tras el éxito de La España Vacía, al publicar este libro, La mirada de los peces, ¿no te preocupaba que los lectores te encasillen y quieran más de lo mismo: más España vacía y menos novelas?
Me preocupa poco que el encasillamiento, la verdad. Tiendo a hacer lo que me da la gana y no me siento abrumado por ninguna expectativa. Escribo los libros que necesito escribir, y si los lectores me acompañan en éste o en otros territorios, estupendo. Hay una unidad en mi proyecto literario: un retrato generacional, una apelación constante a lo que es la España de hoy, a través de una mirada subjetiva, con una primera persona muy clara. En ese sentido, no creo que haya una ruptura entre el ensayo anterior y esta novela.
Cuando no eras conocido por el público, decías que el escritor hoy día tenía que volver a dar sablazos para sobrevivir de la escritura. Con este éxito tan repentino, ¿en qué ha cambiado tu visión a este respecto?
En nada, la mantengo. Al escritor, a día de hoy, le espera el hambre. El escritor tiene una posición endeble, inestable, en una industria, la del libro, muy frágil y menguada. Me considero un privilegiado en un sector que naufraga, donde hay mucho escritor que chapotea. En la industria del libro ha habido una depauperación generalizada, incluso de los grandes popes. En España se ha vivido muy bien (conferencias bien pagadas, artículos, jurados, adelantos cuantiosos, etc) y ahora algunos de los autores grandes han visto menguada su situación. Soy un afortunado, porque en realidad no importa lo sólido que sea tu proyecto o la calidad de tu obra. Hay un componente de suerte y de lotería. Igual si hubiera escrito La España vacía hace cinco años, a nadie le hubiera importado.
¿Cómo fue ese salto de publicar en editoriales pequeñas y pasar de pronto a formar parte de un gran grupo editorial?
Supuso la entrada en el campo literario. Te da una dimensión de lectores y de público totalmente distinta, a la que no tienes alcance con editoriales más humildes.La hora violeta[el libro que narra la enfermedad y muerte de su hijo Pablo por leucemia] llega a Penguin y enseguida quieren comprarlo. Yo fui incrédulo al principio, pues pensaba que La hora violeta iba a ser un libro secreto, muy personal, que no interesaría a nadie, y jamás pensé que fuera a tener tanta repercusión. La única vez que he llorado al recibir una caja de libros fue al recibir la caja de La hora violeta en casa, porque yo no era nadie en ese momento, y el libro me llegó muy mimado por los editores, y me sentí muy arropado por ellos.
¿Es imprescindible para llegar a un gran grupo editorial tener agente literario?
Es muy difícil que un autor desconocido llegue a llamar la atención si no es a través de un agente. Si un escritor que empieza publica un libro que llama la atención, serán las agencias quienes se fijen en él, mucho antes que los editores. El agente, aparte de hacerte la vida más cómoda y evitarte el fárrago de los contratos (yo no sabría negociar un contrato, me pierdo), tiene una cosa muy buena: limpia la relación del autor con el editor. Yo no hablo con mis editores de dinero, sólo hablamos de literatura.
¿Crees que aquel artículo de Antonio Muñoz Molina en Babelia halagando La España vacía fue decisivo para el éxito del libro? ¿Fuiste tocado por el dedo de Dios...?
Ayudó mucho porque fue muy oportuno. Lo publicó el sábado de Sant Jordi, y el libro acababa de salir en aquel momento. El artículo de Muñoz Molina ayudó sobre todo a centrar el libro, porque al principio no se entendía de qué iba el ensayo, había resquemor, recelos, y el artículo abrió muchas puertas. Fue de una generosidad enorme por su parte.
O sea que eso de los "vejestorios cabrones" de que hablaba Javier Marías, que taponan a los jóvenes, es un mito, como él sostiene, ¿no?
Yo eso no lo he visto, y no creo que nadie tapone a nadie. Supongo que esa visión será según quién la diga. En mi caso ha sido al contrario, he sido víctima de la generosidad ajena. Cuando tienes un artículo como el de Muñoz Molina, tan favorable, te ungen. Hay unos cuantos escritores en este país que tienen ese poder, y a veces lo ejercen. Pero es cierto que el establishment, en general, tiene poca permeabilidad.
¿Qué autores de esa generación son los que más te han marcado?
Pues a mí me han marcado más sobre todo los escritores de la generación anterior, un poco más mayores. He sido muy del boom: Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa... De los autores españoles, salvando a Muñoz Molina, no me siento concernido por ninguno. Javier Marías, por ejemplo, nunca me ha interesado, porque hace unos ejercicios literarios muy intelectuales, que me dejan frío. He leído, y mucho, a las generaciones anteriores, pero no me siento identificado con ellas. Soy más extranjerizante.
Se empeñan muchos en calificar tu obra como de autoficción, un género que ya trabajaba con ahínco una de tus referencias literarias, Francisco Umbral. ¿Hasta dónde se puede estirar la vida de uno para meterla en los libros?
No lo sé, y eso da igual. Quizá haya autores que tengan claro lo que quieren desde el principio, como Valle Inclán que ya tenía clara su ópera omnia desde el principio e iba enumerando sus libros. Yo no sé lo que voy a hacer. Para mí no importa el qué sino el cómo, la estrategia de aproximación, y cómo eso te sirve para ser significativo y relevante para el lector. Yo no me siento identificado con la autoficción. Es una mera estrategia narrativa. Ahora me sirve muy bien, y quizá en un futuro no la utilice, aunque creo que esa primera persona que voy construyendo libro a libro, en un sentido umbraliano y proustiano, me dará más de sí. Habrá que ver. En cualquier caso, las vidas son inagotables.
Y qué hay del pudor. ¿Sientes pudor cuando escribes de cosas tan personales?
No, no tengo censuras conmigo mismo. Creo que es necesario romper la barrera del pudor. Hay un momento en que la literatura te exige algo, un peaje, y ese algo es romper el pudor. Si te quedas reservándote lo tuyo, es imposible escribir algo significativo. Yo empiezo a escribir literatura cuando rompo la barrera del pudor. Aunque paradójicamente soy un escritor muy pudoroso. Cuento menos de lo que parece. Es una estrategia de la primera persona.