Salvar la democracia con un ecosistema informativo sano
En una época de amenazas, hay que velar por la información veraz, actuar contra el contenido malicioso y alfabetizar ante el mundo digital.
La pandemia ha reforzado la tensión social y política latente desde la crisis financiera de 2008. A la Unión Europea le costó asumir que podía quebrarse el sueño del futuro de bienestar, ese de que crecería en cada generación europea. Nos está costando incluso más entender que tal vez no somos tan eficaces como impulsores de los valores democráticos en el planeta. A mayor crecimiento económico habría más democracia, creímos. Así como confiamos amablemente en el progreso de las libertades en China y en los países que abandonaban regímenes totalitarios tras la implosión de la Unión Soviética, por ejemplo.
La geopolítica que se está reescribiendo nos ha pillado con el paso cambiado, porque no tenemos el grado de cohesión estratégica suficiente como europeos para jugar en el epicentro de los intereses estratégicos, económicos y geopolíticos del mundo. Además, la Unión Europea es el escenario de serias amenazas híbridas que utilizan la información como verdaderos bazucas contra sus sistemas democráticos.
Mientras, los medios de comunicación con sistemas de verificación solventes de la información apenas respiran por los problemas de viabilidad económica del modelo de negocio, las redes sociales incentivan ejércitos de monjes-soldados ideológicos a través de sus algoritmos que seleccionan y refuerzan de forma compulsiva lo que queremos ver y oír. Un experto de la OTAN nos contaba unas horas antes de escribir estas líneas que, en el rellano de una escalera de vecinos ahora mismo puede vivir gente en mundos absolutamente incomunicados y hostiles.
Está pasando que la idea del pluralismo político e ideológico va pareciendo una rareza propia de intelectuales. Eso significa que la democracia se debilita desde dentro, en nuestras mentes y, lo que es peor, en un número creciente de líderes.
El pasado mes de septiembre se creó la comisión especial sobre injerencias extranjeras, en particular la desinformación, en los procesos democráticos de la Unión Europea para entender y recomendar cómo hacer frente de manera conjunta a esa aluminosis contra la democracia inyectada desde fuera, desde potencias extranjeras, pero que posee una dimensión interna.
Nos toca entender las lagunas legales sobre distintos tipos de derechos y obligaciones que afectan a las plataformas en línea y su esfera, así como las reglas de juego necesarias contra la barbarización del sistema de opinión pública.
Para ello, debemos identificar en primer lugar a los creadores de contenidos desinformativos y mejorar los procedimientos de verificación de la identidad de los creadores de contenidos. Nadie debería poder escudarse en el anonimato de las redes con fines maliciosos. Una vez se detectan contenidos maliciosos, tendremos que decidir qué papel le otorgamos a las fuerzas de seguridad, a Europol o a seguridad nacional, a quién corresponda en cada caso, para atajar los peligros.
Contaremos, en breve, con una normativa sobre servicios digitales, pero tendremos que estudiar, como sociedad, como familia y como escuela, cuáles son los mecanismos para afrontar contenidos que siendo lícitos ―porque los ilícitos serán retirados en el marco del ordenamiento jurídico― atacan a la verdad o el pluralismo. Deberemos encontrar fórmulas viables y consensuadas de certificación para plataformas, verificadores y contenidos, a la par que se crea un sistema de alertas sobre contenidos desinformativos y nos tomamos en serio la educación como personas, como ciudadanos, que estamos obligados a saber convivir.
Es mi opinión y la he avanzado en el pleno del Parlamento Europeo, los responsables públicos debemos dar ejemplo en las redes sociales. Cuanto mayor es el poder, más responsable debe ser el uso de la argumentación en las redes, evitando discursos vacíos que solo llevan hostilidad ideológica deshumanizadora. Creo que hacen falta códigos éticos para el uso de las redes sociales por parte de los responsables públicos.
La reorganización de un ecosistema informativo sano también necesita de unos medios de comunicación independientes, plurales y viables, objetivos que hoy por hoy son cada vez más difíciles. Por eso es inevitable que tengamos que pensar en el modelo de negocio de nuestros medios, en cómo poder ayudarles a ejercer su derecho a la información libremente, bajo el gran paraguas de la propia conciencia democrática.
Esto que sigue solo es aparentemente coyuntural. Bajo la pandemia los poderes públicos han restringido a los medios de comunicación acceder a los hospitales o las residencias, aunque fuera con todas las precauciones sanitarias. Es una limitación inaceptable. Bajo la pandemia Reporteros Sin Fronteras ha debido denunciar obstáculos prácticamente insalvables para el acceso a las imágenes de los inmigrantes, especialmente en Canarias. Los medios de comunicación deben poder acceder a la información, aunque sea dolorosa. Otra cosa puede tapar o maquillar la realidad y crear en nuestros ciudadanos la sensación de vivir en un gran tongo.
Somos ciudadanos, no vasallos, pero para ejercer como ciudadanos, bien lo indicó Condorcet tras la revolución francesa, hacía falta alfabetización. Pues bien, para seguir siendo ciudadanos en el siglo XXI es precisa la alfabetización digital y humanística. Nada menos que para preservar desde dentro nuestras democracias y seguir siendo ciudadanos libres.