Salvad los caballos
"Ya no intento explicar a otros el sentimiento que un caballo renueve en los entresijos del alma".
Siempre que se despierta la furia del incendio o llega la tormenta, lo primero que se escucha es la voz imperiosa del capataz: ¡Salvad los caballos!
Ocurre en la pantalla del cine (también en la de la televisión, en la que todo se vuelve rutina), y a muchos sorprende que los recios vaqueros se jueguen la vida por rescatar a los cuadrúpedos de las llamas o de la codicia de los indios insurrectos.
Los pocos que formamos parte de la secta, los que “cuando miramos nubes vemos siempre caballos” sabemos que el animal era su mejor compañía y el único en el que confiaban a muerte.
Ya no intento explicar a otros el sentimiento que un caballo renueve en los entresijos del alma. Me basta con contemplar su figura imponente, poderosa y grácil, para saber que no estoy errado (tampoco herrado, aunque, según unos cuantos parientes, debería). Y cuando asisto al milagro del galope, película irrepetible, violenta, armoniosa, puro placer de la cinética y del espíritu, alcanzo a entrever el sentido de tanto esfuerzo, tanta desdicha y tanta pasión sin bocado.
Un caballo galopando se lleva, enredadas en sus crines, las almas de quienes lo contemplan. Un pelotón deslizándose sobre el césped en pos de la meta es una orquesta de viento.
Bien lo sabía el capitán de caballería Adolfo Botín Polanco (suya es la frase que entrecomillé antes), muerto en la campaña de Anual, aquella pesadilla diseñada por la estupidez y la corrupción. Berenjenal para el que lo apartaron de su querida Escuela de Equitación, cuando la mayoría de la oficialidad se ofreció voluntaria, sabedores de que nada hay mejor que una guerra para medrar. Encaró la vida como encaraba los altos setos; fue valiente, además de crítico persistente y feroz. También el mejor jockey de este país desde el Cid; vencedor en todas las disciplinas: liso, vallas, campo a través… y no menos admirable con la pluma que con la fusta. Su libro El noble bruto y sus amigos, cumbre de la literatura turfística, biblia de los burreros, nació con olor a pólvora en los ratos en que Abd-El-Krim paraba para el té.
Estoy seguro de que sus últimas palabras fueron el nombre de su caballo, siguiendo la tradición de los jinetes rifeños contra los que peleó.
Amistad con el animal que, de igual manera, intuía el jockey polaco, el cual, dando la razón a los ingleses (el pura sangre y el jerez son inventos británicos), sabía que las carreras las ganan los caballos. En la patria de Pigott, a un jinete no se le pregunta cuántas carreras ha ganado, sino a cuántos caballos ha conducido a la victoria.
El polaco, como los zíngaros, viajaba con su penco. Un quince de agosto arribó a Lasarte para participar en la selectiva Copa de Oro.
En la mañana del evento, trascendió que el caballo no había dormido solo. Junto a él, en el pesebre, estaban su entrenador, su herrador y su jockey.
En total, junto con el caballo, eran dos.
Estaba olvidado en las apuestas. En mi memoria, también el nombre de quien lo condujo al triunfo. Pero no el de Dzudo, que alcanzó el poste victorioso enmudeciendo a la tribuna.
Y sin aliento me quedé cuando leí, hace pocos días, sobre el jinete ucraniano que se ha negado a abandonar a los caballos del hipódromo de Kiev.
Por los trigales de la siempre dolorida Ucrania, durante la Primera Guerra Mundial, se escuchaba una canción que aludía a caballos heridos que se desangraban en las amapolas.
Poco me consuela saber que estos, capaces de olfatear el peligro, aceptan la muerte con estoicismo porque no creen en el más allá. Un hombre ha decidido estar con ellos, buscar forraje para alimentarlos, acariciarles el lomo cuando se acerquen las explosiones (nada violenta más a un pura sangre que el ruido; por eso, no es infrecuente que muchos corran con los oídos tapados).
Ha decidido calmar su miedo irracional cuando caiga sobre ellos el terror urdido por la razón.
Escribió Néstor Luján que los prusianos cerraron el cerco sobre París cuando ya habían llegado a la ciudad los vinos de aquel año, lo que permitió al chef de Maxim´s servir un plato de rata asada acompañado de champagne Dom Pérignon.
Ya hacía mucho que los caballos habían sido sacrificados. Ignoro si, en aquella oportunidad, alguien lloró. Sin embargo, temporada tras temporada, he visto lágrimas en la tribuna (yo hago pucheros) cada vez que un abnegado penco se rompe sobre la hierba sus tobillos de marfil y espera, impasible, la piedad del veterinario.
Toda guerra se descompone en mil pequeñas batallas, muchas de ellas sin sentido para quien no las libra: los actores que insisten en la representación; el conserje que barre su acera tras la caída del proyectil; el lector que cede su lugar en el refugio a sus libros más queridos.
(Octavio Paz, recordando la nuestra, escribió que bajo el ruido aterrador de los motores, entre las casas arrodilladas en el polvo, los amantes se desnudaron y se amaron, para gozar su porción de gloria y paraíso)
Y el jockey que grita ¡salvad a los caballos! sin que nadie le haga caso. Quizás porque lo que sucede no es una película.