Así es querer (y dejar) a un narcisista
Cuando ansías cariño, haces lo que sea por unas migajas.
No mucho antes de que mi ex y y yo rompiéramos, leímos juntos El Test del Psicópata, de Jon Ronson.
Este libro ofrece un listado de rasgos de psicopatía, entre los que se incluyen un exagerado sentido de la identidad, un estilo de vida parasitario, falta de empatía, tendencia patológica a decir mentiras, un encanto superficial y falta de remordimientos.
Leyendo el libro, exclamó: “Anda, igual soy un psicópata”. Era un comentario terrible, pero no estaba de broma. Tampoco iba muy desencaminado. Más adelante, él mismo se describió como un narcisista.
Además de los rasgos antes mencionados, los narcisistas tienen un completo menosprecio por las ideas y los sentimientos de los demás y eso les permite manipular a las personas de su entorno. Sus conductas engreídas y ególatras son mecanismos de afrontación que utilizan a menudo para evitar sentir vergüenza o vulnerabilidad. Buscan estar con personas codependientes que puedan alimentar su necesidad de ser admirados y muchos de ellos causan estragos en la vida de esas personas a través del abuso psicológico, físico o financiero. Aproximadamente el 8% de los hombres y el 5% de las mujeres son narcisistas y se estima que su abuso afecta a 158 millones de personas solamente en Estados Unidos.
Mi narcisista llegó a mi vida varios años antes con una confianza que me arrastró a su órbita. Me sedujo principalmente porque la confianza era algo que yo nunca había tenido. De algún modo, lo consideraba superior a mí, con más fortaleza mental que yo, entre muchas otras diferencias. Él era áspero e irascible, mientras que yo rehuía las confrontaciones casi hasta el punto de dejar que me trataran como un felpudo. Por entonces, consideré que encajábamos bien.
Al principio, me “ayudó” a mejorar mi confianza y mi asertividad. Me pedía que recitara afirmaciones delante del espejo y me decía cómo tenía que cambiar la forma de verme a mí misma y de actuar con otras personas. De verdad parecía que me ayudaba a desarrollarme como persona, pero la realidad es que solo estaba reafirmando su poder sobre mí haciéndome sentir inferior. Al hacerlo, estaba sentando las bases de lo que estaba por venir.
Con el tiempo, se empezó a enfadar por cualquier detalle que hiciera de un modo que no le gustara a él. La forma de mirarle, hablarle o tocarle a menudo no eran correctas. Empecé a ser muy consciente de que habría consecuencias por cada error que cometiera. Se enfadaba muchísimo conmigo si le llevaba la contraria en público, ya que él lo veía como una forma de quitarle brillo a su imagen o su reputación.
Una noche, empezamos a hablar de política con otra pareja en una cena y a lo largo de la velada los tres cuestionamos de algún modo sus ideas en el marco de un debate amistoso. Cuando llegamos a casa, me echó la bronca por “compincharme” contra él y por “dejarle en ridículo”. Sucesos como este hicieron que me volviera cada vez más pasiva de lo que ya era y que tuviera que andar con más cuidado para asegurarme de no enfadarle o avergonzarle.
Tenía una sed insaciable de quedar bien en todos los sentidos y utilizaba la arrogancia para sostener un ego que en la práctica estaba a un paso de desmoronarse. Su principal debilidad era la palabra no, que no soportaba escuchar aunque fuera en respuesta a las peticiones u ofrecimientos más pequeños. Esto, según él mismo admitía, le sacaba de quicio, así que yo hacía todo lo posible por evitarlo.
Cualquier éxito que lograra era únicamente mérito suyo por su excelencia, pero siempre les echaba la culpa a los demás por sus errores o fracasos. Esta actitud a menudo provocaba fricciones entre él y otras personas de fuera de la relación. Cuando irritaba a mis amigos o familiares, yo lo hablaba con ellos cuando no estába él delante. Asumía el papel de mediadora y estaba siempre calmando los incendios que provocaba él con otras personas excusándome por su carácter irascible. Justificaba todas sus equivocaciones tal y como me las había explicado él. Creía de forma ingenua que eran ellos los que necesitaban entenderlos a él como hacía yo.
Y entonces empezó a abusar emocionalmente de mí. Insistía en que había dicho o hecho cosas que yo no recordaba o negaba cosas que yo estaba segurísima de haber oído. Si alguna vez se me ocurría cuestionar su comportamiento, me echaba la bronca y me hacía sentirme una loca. Así empecé a cuestionarme a mí misma en vez de a él. Dudaba de mi juicio, de mi valía o incluso de mi cordura.
Todo esto no pasó de repente. Fue una transformación lenta y gradual en el marco de una relación feliz en apariencia. Soportaba los momentos malos porque los buenos eran muy buenos, y esto implicaba pasar largas temporadas sin sentirme querida. Cuando ansías cariño, haces lo que sea por unas migajas.
No dejaba de encogerme a mí misma para permitirle a él sentirse más grande. Me movía con cuidado alrededor de su frágil ego para asegurarme de que siguiera intacto. Yo era la que aportaba el dinero en la relación, mientras que sus ganancias eran esporádicas, no muy abundantes y solo venían cada ciertos meses. Esto significaba que yo pagaba por todo y tenía que hacerlo de la forma más sutil posible. Si alguna vez mencionaba que yo contribuía más, se ponía a discutir, así que empecé a hacer todo en silencio. Pensaba que era un acto de amor.
Vi claro el final de nuestra relación cuando llegué a un punto crítico y le dije que no podía seguir soportando cómo me trataba. Cuando le pregunté si estaba dispuesto a cambiar, se negó. No veía motivos para hacerlo.
“Entonces márchate”, le dije.
Poco después confirmó mis sospechas. Resulta que había estado poniéndome los cuernos durante casi toda nuestra relación. De hecho, una vez dijo que no creía en la monogamia. Accedió a mantener una relación seria y monógama conmigo, solo que al parecer esa norma de la monogamia no iba con él.
“Solo te lo oculté porque tú pensabas que no está bien”, se justificó. No entendía por qué me había enfadado tanto por eso.
Cuando le pregunté por qué no me lo había contado antes, me dijo como si nada que solo había seguido en la relación porque le permitía mantener su estilo de vida. Estaba viviendo con mi dinero. “Abusé de ti, te manipulé y me aproveché. Si hubiéramos seguido juntos, habría seguido haciéndolo”, dijo.
Su franqueza me impactó. Nada había sucedido por accidente. No se trataba de una buena relación que se hubiera torcido. Había sido una erosión sistemática de mi autoestima cuidadosamente llevada a cabo para su beneficio. Me quedé destrozada, no por la ruptura, sino por los cinco años que habíamos estado juntos.
Me resultaba difícil desentrañarme a mí misma, ya que en mi interior todavía intentaba de forma inocente comprenderle o validar su actitud. En busca de esa meta inalcanzable, seguimos un tiempo en contacto. Durante ese periodo, se mostró en ocasiones arrepentido y en ocasiones inflexible. Al principio, llegó a admitir sus equivocaciones, a disculparse y a mostrar un resquicio de vulnerabilidad. A veces lo hacía con una conciencia propia sorprendente. En una ocasión, confesó que había aprendido a manipular a las mujeres observando a su padre.
En cuanto me dejaba calmar por sus palabras, me atacaba e insistía en que yo simplemente recibía lo que me merecía. Durante estos brotes de rabia, me insistía en que era yo la que abusaba de él y que necesitaba ir a terapia. Al igual que había hecho cuando estábamos juntos, me convenció de que había algo mal en mí. El ciclo del abuso siguió incluso después de haber cortado. El único modo de evitar que siguiera sucediendo era cortar de forma radical toda vía de comunicación.
A partir de ese momento, el primer paso fue comprender que todo lo que me había hecho era un acto de autopreservación. Yo no merecía ese maltrato ni lo había pedido, sino que se lo habría hecho a cualquier otra persona que se lo hubiera permitido. El segundo paso fue hacer frente a mi propio problema: mi falta de autoestima. Si me hubiera valorado más, quizás habría evitado caer en sus redes. Mi prioridad ahora es seguir adelante.
A cualquiera que se encuentre atrapado en una relación con una persona narcisista, mi consejo es que priorice su salud mental por encima de la de su pareja. Hay que ser consciente de que no se puede “arreglar” a una persona, por mucho que la quieras.
A todos aquellos que estén siendo testigos de esta clase de abuso, intervenid. Pero con cautela. Decirle a una víctima de forma demasiado directa que deje a su pareja puede hacer que se aleje de ti y se acerque más a su abusador. Por ello hay que empezar alimentando su confianza. Los narcisistas van mermando poco a poco el autoestima de sus víctimas, de modo que si las ayudas a evitar esa pérdida de confianza, les das el poder que necesitan para escapar.
“Siempre vas de víctima”, me dijo mi narcisista cuando empecé a cortar con él. “Siempre escapas cuando llegan las dificultades”. Pues resulta que huir fue lo mejor que pude haber hecho y no he vuelto la vista atrás ni una sola vez desde que lo dejamos.
Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.