Que no me entere yo...
Cagarse en el Supremo (Ser, no Tribunal, a ver si ahora la liamos) es una manera sencilla y beneficiosa de deshacerse de la tensión acumulada. Y muy nuestra.
El labriego se presentó en el juzgado de su pueblo dispuesto a presentar una querella por injurias contra un vecino.
-El Remigio me ha llamado hijoputa, y eso tiene que pagarlo.
-Vamos a ver, Fermín -terció el secretario, quizás aterrado ante el papeleo que se le venía encima por una discusión de taberna- Remigio y tú sois amigos de siempre, no vas a querer empapelarlo por una tontería. Además -y bajó la voz intentando templar el ambiente- todos sabemos que tu madre ha trabajado por décadas en el club de la carretera nacional…
-Si ya sé que mi madre es puta -respondió el campesino dando un puñetazo en la mesa- pero me parece que el Remigio lo ha dicho con retintín…
La semana pasada vimos a Willy Toledo pasar por el juzgado para declarar en el juicio que por ofensas a los sentimientos religiosos planteó contra él una plataforma autodenominada “Abogados Cristianos” (que, a pesar del nombre, no ponen la otra mejilla ni para afeitarse) tras dedicar el actor un mensaje de Twitter a ciscarse sobre Dios y su Santa Madre, la Virgen María. Los demandantes consideran que los exabruptos del demandado suponen un abuso del derecho a la libertad de expresión perpetrado con el fin de ofender a los practicantes.
Qué quieren que les diga. Yo blasfemo cincuenta veces diarias y descargo sobre todos los padres de cualquier revolución otras tantas. Y eso, los días buenos.
Cagarse en el Supremo (Ser, no Tribunal, a ver si ahora la liamos) es una manera sencilla y beneficiosa de deshacerse de la tensión acumulada. Y muy nuestra. Buñuel recordaba cómo, durante la Guerra Civil, se libró de un control anarquista, cuyos guardias no concedieron validez a ninguna de las cédulas que les presentó, ensartando blasfemia tras blasfemia, sin olvidarse de ningún santo ni dogma, hasta que los ácratas se convencieron de que alguien capaz de encadenar semejante cúmulo de barbaridades era quien decía ser. “La blasfemia -concluía el sordo- es un arte netamente español”.
Willy Toledo dedicó el mensaje de marras a las organizadoras de la Procesión del Coño Insumiso, una acción feminista que paseó una vagina por las calles de Sevilla en protesta contra el calvario que demasiadas mujeres sufren por ser mujeres, y en la que se parodiaban las procesiones genuinas. A los mismos Abogados Cristianos de ahora les ofendió que el recorrido pasara por la puerta de algunas iglesias sevillanas (circunstancia difícil de evitar, a no ser que la manifestación se desviara a un polígono industrial). Y, aunque no dejó de resaltar el dudoso gusto de la perfomance, el juez encargado de dictar sentencia decidió que la libertad de expresión no hace daño más que a quien la detesta.
Sobre la pulcritud de los improperios, solía reclamar Tierno Galván (con su magnífica dieta de Schopenhauer y Machaquito): “Si hay blasfemia, que sea culta”. Bien me parece, don Enrique, pero construir jocosos retruécanos acerca del dogma de la transubstanciación no ayuda a aliviar tensiones, ya se lo digo yo.
Creo que ya he comentado alguna vez que tenemos libertad para equivocarnos, para transgredir, para disgustar. Incluso para ser soeces y desagradables. Decidir a priori qué es lo adecuado, lo bonito, lo transmisible, no es defender el respeto, sino imponer el yugo y la mordaza.
Me recuerdan a aquella admonición de los padres enfadados “que no me entere yo...”, acompañada por la mano balanceándose en posición de bofetada. Así no se aprende ética, sino técnicas de camuflaje.
Si alguien no soporta la presencia de quienes desprecian sus dogmas, su sitio no es la plaza pública ni la sala del tribunal, sino el desierto.
A un pastor de mi pueblo le cayó una multa considerable por cagarse en Dios sin cuidarse de que nadie lo escuchara. Tan poco se cuidó que lo hizo delante del párroco y de un cabo de la Benemérita. A partir de aquel momento, cada vez que se golpeaba con una piedra oculta entre las jaras o se le escapaba una cabra, soltaba su mala leche cagándose “en lo que no se puede decir”.
Por otra parte, reconozco que yo no tengo sentimientos religiosos, pero sí sentimientos acerca de cualquier religión. Bien pudiera ser que ver a alguien santiguarse, encontrar la Biblia en la mesilla del hotel o aguantar el soniquete de las jaculatorias, me ofenda profundamente, con lo que detesto las supersticiones. Pero ni yo me planteo denunciarlos ni ellos bajan la voz para no molestar.
Y déjense de monsergas. Hablo de la religión católica porque es la que gastamos por aquí. No puede ser tan difícil entender que los argumentos contrarios a lo sobrenatural han de aplicarse a todas las confesiones.
Pues si Willy Toledo se ve obligado a calentar el banquillo de los acusados por blasfemar (cuestión aparte es la resistencia a la autoridad que mostró al no presentarse en su debido momento ante Su Señoría), no me queda otra que estar con él y unirme al coro de los imprecadores.
Poco es lo que ha dicho si pienso en lo que ha salido de mi boca ante alguna de sus interpretaciones.
Aunque también debo decir que en otras ocasiones ha logrado emocionarme. Cuando vivió al sur de Granada lo sentí parte de aquella tierra siempre cuesta arriba, siempre difícil y atrasada.
Y me convertí en él mientras intentaba llevar a cabo su crimen ferpecto.
Eso sí, me solidarizaré con Willy a puerta cerrada.
Lo de meterme en juicios por la tontería de unos cuantos intolerantes me pilla mayor.
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