¿Qué está pasando en Cataluña?
Un referéndum imposible provoca una grave crisis social y política entre España y Cataluña
Receta para el cóctel de este otoño: mezcle en un vaso conceptos emocionalmente potentes como rebeldía, democracia, desobedecer, independencia y 'queremos votar'. Añádase un chorro de un buen cava catalán. Agítese bien, y voilá! Pruébenlo en una copa fría: es estimulante y burbujeante, un sabor perfecto para dejar atrás los problemas cotidianos, olvidarse del pasado y sonreír al futuro. Cuidado porque también es incendiario: si las dosis no son exactas o si el barman es torpe, puede transformarse en un cóctel molotov.
España vive unos días de alto voltaje político y social ante el próximo 1 de octubre, fecha en que los catalanes han sido convocados por su gobierno para votar si quieren romper con España y crear una República independiente. Hasta aquí, las similitudes con otros referéndums secesionistas, como el de Escocia en 2014, o el de Quebec en 1995. Todo lo demás que rodea esa convocatoria es pura irregularidad.
Irregular porque el referéndum ya ha sido suspendido por su previsible ilegalidad por el más alto Tribunal español, el Constitucional. Porque nadie sabe si hay urnas, salvo el gobierno catalán, que dice tenerlas escondidas, en algún sitio (la policía busca las urnas y las papeletas, que nadie sabe tampoco dónde están, y con qué dinero se han pagado, o si siquiera existen). Porque nadie sabe dónde se va a votar, ni quiénes garantizarán el proceso: los funcionarios no pueden legalmente hacerlo, así que serán voluntarios, dice el govern-. Más kafkiano aún: porque no se sabe qué censo piensa utilizar el govern. El censo de votantes actualizado lo guarda bajo siete llaves el gobierno central, porque está en sus competencias.
Sumemos a todos estos ingredientes el pecado original: la Ley del Referéndum que debe dar cobertura legal a esta extraña representación nació a principios de septiembre en una tormentosa sesión en el parlament de Cataluña, donde la mayoría independentista retorció los plazos legales y las garantías parlamentarias del procedimiento, dejando sin voz a los partidos de la oposición. Es importante recordar que los votos de esa 'minoría' suman más del 50% del voto popular.
Pero la clave está no tanto en la Ley del Referéndum, sino en la Ley de Transitoriedad, aprobada por el mismo procedimiento, que permite la proclamación de la República catalana si el escrutinio de las papeletas da mayoría, aunque sólo fuera una, al 'sí'. El porcentaje de participación resulta irrelevante.
Así que hipotéticamente, a partir del próximo dos de octubre, el gobierno catalán podría proclamar la independencia catalana tras un proceso en el que hayan votado menos de la mitad de la población, de acuerdo con un censo no validado, con urnas, papeletas y lugares de votación que nadie sabe dónde están, y sin que haya habido campaña a favor del 'no' a la independencia (la campaña por el 'sí' lleva tres años ocupando de manera omnipresente el panorama político/mediático catalán, aunque ahora estén prohibidos los anuncios y carteles). No hay país en el mundo ni institución supranacional que pueda reconocer la independencia de un territorio conseguida con tan pobres garantías democráticas.
Los independentistas catalanes, cuyo espectro ideológico recorre desde la extrema izquierda hasta la derecha tradicional, conocen perfectamente la imperfección del proceso. Dicen que no les queda otra opción.
Y no les falta razón.
Porque el gobierno conservador español afirma que un referéndum de autodeterminación es imposible bajo la actual Constitución española. También tienen razón. Y las leyes pueden cambiarse, claro, pero para modificar la Constitución se necesitaría el concurso del Partido Popular, que nunca lo permitirá: dejaría de ser la fuerza más votada en España (en Cataluña es la quinta). Así que vuelta al punto de partida.
Los que quieren la independencia lo tienen tan difícil como los que quieren poder votar para decidir quedarse en España. Juntos suman un 70% de la sociedad catalana, y este dato es importante: el debate por la independencia se superpone con el debate sobre el derecho a la autodeterminación. Hace un siglo que existen dinámicas independentistas en Cataluña, hasta hace poco minoritarias. En los últimos años, con la crisis económica y los recortes en gasto público, la percepción de un maltrato fiscal y político frente a otras regiones españolas ha cristalizado en un sentimiento anti-español que está esperando cualquier exceso de autoridad del gobierno central para justificarse.
El presidente Rajoy apostó por la teoría del soufflé: "ya hemos tenido antes pulsiones independentistas, aguantemos escudados en la ley, y ya se desinflará". Ser inflexible e inmutable se ha vuelto en su contra: ahora el cóctel chispeante se trasmutado en molotov. Hemos pasado del referéndum como construcción cultural a una sórdida realidad en la que los alcaldes independentistas (más de 700, que representan al 40% de la población catalana) tienen a la justicia persiguiéndoles -antes de que haya ocurrido nada-, y los alcaldes no independentistas (fundamentalmente las grandes áreas urbanas) tienen a ciudadanos enfurecidos acosándoles en la calle y en las redes. Algunos jueces, entusiasmados por la barra libre, están incluso prohibiendo actos de debate y apoyo al referéndum. Una locura en toda regla, con el gobierno central escudándose detrás de los tribunales, y el gobierno catalán detrás de los alcaldes. A cada acción de la justicia vía policial, mayor contestación en las calles. Los políticos responsables de organizar el referéndum pueden acabar incluso en prisión: esto no es una broma.
Europa no acaba de creerse lo que está ocurriendo. La canciller Merkel está muy preocupada: España ha sido la niña aplicada en su experimento de austeridad, la demostración de que sus recetas funcionan: este año, una década después del estallido de la crisis financiera en EEUU, el crecimiento del PIB español puede superar el 3%, por encima de la media europea. El nuevo empleo es precario, sí, pero no deja de crecer. Y justo cuando Bruselas y Berlín respiraban tranquilas pensando que los indignados españoles se habían domesticado, se encuentran con que en Cataluña toda la ira, la desafección institucional, el hartazgo contra el establishment se dirige ahora contra España. Un cisne negro, un escenario imprevisto.
El conflicto catalán es tan antiguo como posmoderno, y ahora imperan las nuevas leyes del populismo, el juego de inflamar emociones en vez de dar argumentos y dejar que las noticias falsas infecten el ambiente. Buscad, por ejemplo, a un solo catalán independentista que reconozca que una Cataluña independiente se situaría fuera de la UE: fuera del paraguas del Banco Central Europeo, de los fondos estructurales, del euro, de los centros de decisión. Como resulta inconcebible, dicen que es imposible, que no ocurrirá.
Y lo cierto es que no va a ocurrir, porque el 1 de octubre podrá haber urnas, pero no referéndum, y mucho menos independencia. Lo que sí habrá es la foto que algunos promotores de este drama bufo parecen buscar con ahínco: agentes del orden tratando de impedir que voten ciudadanos peligrosamente armados con papeletas. Añadan la posibilidad de que todo este proceso acabe con políticos presos... La causa soberanista habrá ganado nuevos adeptos, y todos los catalanes y españoles que confiamos en que el futuro, juntos, es mejor que por separado, habremos perdido.
Manuel Chaves Nogales fue un periodista español que en los años 20 y 30 narró como pocos el auge del fascismo y el comunismo en Europa, la II República en España y el estallido de la Guerra Civil. En 1936, desde Cataluña, dejó escrito: "El separatismo es una rara substancia que se utiliza en los laboratorios políticos de Madrid como reactivo del patriotismo, y en los de Cataluña como aglutinante de las clases conservadoras". Es el origen de un conflicto que, 80 años después, está desbordando los límites de la política.