Qué es la guerra cultural
La batalla está servida cuando los políticos se disputan el sentido de las creencias y los valores de los ciudadanos.
La política vive una batalla sin cuartel por el control de las palabras, por su significado y por la manera de definir el mundo. Los políticos llevan mucho tiempo disputándose el sentido de las creencias y los valores de los ciudadanos, pero el estruendo de los cañonazos es más fuerte desde que entraron en la arena política formaciones de extrema derecha y de izquierda radical.
La guerra cultural está en el calendario del Ejecutivo, según reconoció un miembro del equipo de Iván Redondo, el todopoderoso hombre detrás del presidente del Gobierno. El campo de batalla es el espacio público que regulan las redes sociales y los medios de comunicación, donde se suceden durante horas discusiones sobre supuestos escándalos morales que terminan acaparando el debate mientras por debajo ocurren otras cosas que terminan pasando inadvertidas. ¿Pero qué es la guerra cultural?
“La política, en general, es una permanente ‘guerra cultural’. ¿En qué sentido? Pues en el sentido de que la sociedad no tiene un orden dado. Y el tiro que reciban las cosas, por qué motivos nos agrupamos en torno a qué objetivos y hacia qué horizontes es el resultado de una batalla política por darle sentido a las cosas que nos pasan. Si lo que nos pasa es resultado exclusivo de fenómenos naturales, si tiene causas humanas, quién es responsable, cómo se puede solucionar...”, explica el líder de Más País y diputado en el Congreso, Íñigo Errejón.
Hay, sin embargo, quien discrepa sobre el sentido mismo que se da al concepto que protagoniza este reportaje. “No comparto el lenguaje de quienes se refieren a este sano contraste de principios y convicciones como una ‘batalla’ o una ‘guerra cultural’. La política democrática conlleva el encuentro, el diálogo, la argumentación, la persuasión, incluso la votación entre adversarios. Por el contrario, las batallas y las guerras aluden al enfrentamiento y la búsqueda de la destrucción entre enemigos”, arguye el diputado y secretario general del PSOE en el Congreso, Rafael Simancas.
Algunos mensajes de Vox son un ejemplo claro de esta contienda. No son pocas las veces en que la extrema derecha española plantea problemas apocalípticos que suscitan debates ideológicos de calado. Cuando el partido de Santiago Abascal forzó en Murcia la aplicación del ‘pin parental’, la autorización de los padres para decidir qué contenidos reciben sus hijos en el colegio sobre cuestiones morales o de sexualidad, inició un ataque cultural que provocó un rápido contraataque del Gobierno.
“Los hijos no son propiedad de nadie”, zanjó la ministra de Educación, Isabel Celáa. La batalla estaba servida. Medios y redes no hablaron de otra cosa. Los partidos se tuvieron que posicionar públicamente y las razones que esgrimieron unos y otros no hicieron más que reafirmar las opiniones preexistentes de los ciudadanos. “La política es una lucha por definir qué problemas son más graves y cuáles menos y por intervenir en esos problemas para solucionarlos”, ahonda Íñigo Errejón.
El problema es que hay disputas que sirven para enmascarar problemas más acuciantes y que desvían la conversación pública de cuestiones de fondo. Tanto el Gobierno, con la coalición de PSOE y Podemos al frente, como partidos como Vox se encuentran a gusto en esa tesitura, que tiene un claro trasfondo electoral. “Creo que el Gobierno, encabezado por el Partido Socialista, está cómodo en una dinámica de intercambio de disparos retóricos con las derechas en España, porque le puede permitir mantener prietas las filas y presentarse como un Gobierno muy de izquierdas precisamente por el ruido que hacen las derechas”, critica el diputado de Más País.
Esas batallas también atraen a la ultraderecha porque le permiten bloquear a los adversarios con quienes compite electoralmente. El ensayista José María Lassalle, quien fue secretario de Estado de Cultura con Mariano Rajoy, entre 2011 y 2016, y de Agenda Digital, entre 2016 y 2018, cree que estas cuitas “interesan a quienes buscan que una parte importante de la sociedad que responde a patrones conservadores, que tiene todavía una visión moral de cómo debe organizarse la sociedad, esté en shock y, por tanto, desestabilizada emocionalmente y proyectando una tensión que tiene consecuencias electorales. Esto cautiva a la derecha y al centroderecha al incorporar elementos reaccionarios que dificultan las capacidades políticas del centroderecha para ser alternativa”.
El exsecretario de Estado popular cree que existe una afrenta al liberalismo político. “Hay una disidencia cultural por parte de un electorado conservador en el sentido más reaccionado del término que considera que los consensos liberales construidos en Europa y en Occidente desde el New Deal y la Segunda Guerra Mundial son una manera de castrar las virtudes que deben acompañar a una democracia. Es un argumento repetido y reiterado por parte de la derecha más conservadora y reaccionaria en la mayor parte de los países occidentales. El objetivo es desestabilizar un modelo democrático que no encaja con sus planteamientos. En democracia no se resuelven los conflictos con un voto más sobre otro. Es decir, articulando una mayoría. La democracia, al menos para el liberalismo, es mucho más. Implica un mecanismo deliberativo; entender que, como decía Isaiah Berlin, uno no tiene una verdad detrás que trate de imponer a los otros, sino todo lo contrario: el liberalismo relativiza la propia verdad, porque entiende que la democracia lo que aporta no es un mecanismo de resolución de conflictos sobre la base de la mayoría, sino sobre la base de una metodología que implica negociación, empatía, tolerancia, pluralismo y toda una estructura institucionalizada que contribuye a ello”.
Qué temas abren una disputa y quién los pelea
Hay dos cuestiones clave para entender cómo se construyen las guerras culturales. La primera es qué asuntos se cuelan en el campo de combate y la segunda es quién lucha en él. “Cualquier tema sobre el cual puede haber una disputa es un tema político. Cuando los temas no se politizan significa que se quedan como están. A menudo, alguien politiza un tema porque no está satisfecho con cómo sucede la cosa. Si nadie lo hubiera politizado resulta que nadie podría haberse quejado y ese tema podría no haberse transformado. La esclavitud en EEUU durante mucho tiempo no fue un tema político, así que quienes la sufrían, la sufrían en silencio. Solo cuando se politizó se pudo cambiar. A menudo, cuando alguien dice que hay un tema que no se debe politizar lo que está diciendo es: sobre eso no discutamos, dejémoslo tal y como está”, explica Íñigo Errejón. El líder de Más País dice que también participan en la batalla “quienes no bajan a la arena política reconociéndose como políticos pero que hacen trabajo político como los intelectuales, opinadores, generadores de noticias… La libran todos los ciudadanos en el día a día dentro de sus posibilidades o de los altavoces que tengan”.
La expresidenta madrileña Esperanza Aguirre, referente ideológico para un sector de la derecha y de su propio partido, el PP, está convencida de que se debe plantar cara a la izquierda en el terreno de las ideas. “La principal razón por la que hay que dar la batalla ideológica es porque en España los comunistas no están vistos como unos totalitarios y gente que no son democrática, mientras que el nazismo, que ya no existe, es considerado por todo el mundo como asesino y un peligro público... Yo, que he sido concejal del Ayuntamiento de Madrid, vi como Mauricio Valiente, un teniente de alcalde de [Manuela] Carmena, tenía puesto en su despacho oficial un retrato de Lenin. ¡A nadie se le ocurre tener un retrato de Hitler! Y mató a más gente que a Hitler”, se queja.
Al igual que Errejón, Aguirre cree que son “muchas cosas” las que permiten iniciar disputas ideológicas: “La cuestión de la Memoria Histórica, la santificación y divinización de la Segunda República es un disparate. La Segunda República la trajeron intelectuales prestigiosos como Marañón, como Ortega y Gasset y, sin embargo, fue un fracaso total. Esta historia que nos cuentan de que unos buenos, buenísimos trajeron la República y que unos malos malísimos se rebelaron contra ella, pues no es exacta. El feminismo también sirve para iniciar una guerra cultural. Yo me considero feminista. He luchado sin parar por la igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres y ante la ley. Pero en lo que no estoy de acuerdo es en dividir la sociedad de manera que las mujeres somos víctimas todas nosotras y los hombres son todos unos maltratadores. Pues no, esta disputa identitaria es que no me la creo. El cambio climático es otro ejemplo: claro que tenemos que proteger la naturaleza, pero lo que no podemos decir es que las soluciones buenas son las socialistas. Mira en lo que ha ocurrido en los países socialistas con el medioambiente. ¿Dónde ocurrió Chernobyl? En Francia llevan 40 años con la energía nuclear y no les ha pasado nunca nada″, zanja.
Simancas, quien estuvo a punto de ser presidente de la Comunidad de Madrid pero dos tránsfugas de su partido le impidieron formar en 2003 un gobierno que pasaría a manos de Aguirre durante 9 años desde entonces, cree que la derecha intenta “caricaturizar” el planteamiento mayoritario de la izquierda política. “Aguirre suele hablar del ‘colectivismo liberticida’ que tiende al totalitarismo desde la promoción de los nacionalismos periféricos, feminismos, ecologismos... Pero son solo eso, caricaturas para la propaganda bélica de su ’guerra cultural”, apostilla.
“Ahora estamos otra vez en la necesidad de dar la batalla ideológica. Los centros de producción de ideología están todos en manos de la izquierda: medios de comunicación, universidades… Entonces, la gente joven cree que el comunismo es donde florecen las libertades, es una cosa de coña”, justifica Aguirre, quien añade: “Desde Zapatero, con la Ley de Memoria Histórica, lo que se quiere es santificar a la República y condenar al régimen del 78, que es con el que quieren acabar y al que le acusan de todos los males. Y no se dan cuenta que estos 40 años han sido los de mayor libertad y mayor prosperidad para la inmensa mayoría de los ciudadanos y, especialmente, para los más desfavorecidos. Los catalanes no ocultan que quieren una República en España. Ellos quieren la República española para luego montar la República catalana. Y los de Podemos también. Lo han dicho con toda claridad. En ese sentido hay que agradecerles la sinceridad”.
Simancas, replica: “Hay otro factor doméstico que diferencia los contrastes políticos que se dan en España: la Memoria Histórica. A pesar del tiempo transcurrido, del éxito de nuestra Transición, de la Constitución, y de las nuevas generaciones de dirigentes derechistas mejor cultivados, algunos viejos tics siguen vigentes. Si bien la izquierda se siente legítimamente heredera del gran intento democratizador de la Segunda República, a pesar de todos los errores, a buena parte de la derecha española le cuesta aún renunciar, incluso marcar distancias, con respecto a la herencia franquista. Todavía, por ejemplo, les cuesta asimilar la legitimidad de la izquierda en los gobiernos democráticos y, a menudo, caen en la tentación de ir más allá de la crítica lícita para negarles la legitimidad”.
Los orígenes de la guerra cultural
El conflicto ideológico entre las diferentes opciones políticas ha cobrado más fuerza ahora pero es mucho más antiguo. “La guerra cultural para mi es una cosa muy vieja. Es algo que se viene repitiendo de una manera reiterada desde lo que fue la revolución conservadora de los años 20, que es el origen de los movimientos reaccionarios y fascistas europeos y que después de la Segunda Guerra Mundial se retomó por la característica de que el neoliberalismo planteaba, con relación a lo que se entendía que era un consenso liberal-socialdemócrata, que este había destruído la capacidad de la democracia de profundizar en sus fundamentos de libertad”, explica Lassalle.
Al frente de ese nuevo ataque se pusieron el expresidente norteamericano Ronald Reagan y la exprimera ministra del Reino Unido Margaret Thatcher. “La batalla de Thacher y Reagan fue la mas importante del siglo XX”, opina Esperanza Aguirre, acérrima seguidora de la británica, a la que su partido honró con una plaza en Madrid cuando Ana Botella era alcaldesa, en 2014. Simancas opina que ambos dirigentes anglosajones ascendieron una vez se neutralizó al comunismo para romper el consenso de posguerra. “Una parte de la derecha, en España y en toda Europa, reacciona con frustración y resistencia ante el predominio creciente de los principios y planteamientos políticos de la izquierda. El llamado consenso de posguerra, que abrió paso al mayor avance civilizatorio de la historia durante la segunda mitad del siglo XX, se fundamentó en las ideas socialdemócratas: mercado regulado, derechos para los trabajadores, progresividad fiscal, Estado de Bienestar... Las fuerzas conservadoras asumieron los programas progresistas, quizás, ante el temor al avance soviético. Una vez caído el Muro de Berlín y conjurado el riesgo bolchevique, las derechas recuperaron el prontuario liberal con cierto éxito electoral de la mano de Thatcher, Reagan y compañía”, ahonda Simancas.
El problema, según opina Lassalle, es que la derecha que encabezó la revolución neoconservadora “tiene que ver con una impugnación ideológica que el movimiento libertario, vinculado a la Escuela de Chicago, hace del liberalismo, porque perciben en el liberalismo clásico de Stuart Mill componentes republicanos que colisionan con el planteamiento libertario”. “El pensamiento liberal no ha sido defensor jamás de los monopolios. Adam Smith es un liberal republicano que decía que siempre que dos o más empresarios se reúnen lo hacen para conspirar contra el mercado y que por eso era necesario incorporar la presencia del Estado y del legislador en el funcionamiento del mercado. Son Thatcher y Reagan quienes planteaban ya la guerra cultural contra el liberalismo. Hay un cierto elemento cainita en la actitud del pensamiento neoliberal respecto al pensamiento liberal. Matar a quien cuestiona la interpretación que hacen ellos de la libertad”, zanja el ensayista liberal.
Ese gran concepto, la libertad, es clave para entender el posicionamiento de una parte de la derecha, como la que representa Aguirre. “Una de las razones por las que hay que dar la batalla cultural es porque las políticas liberales traen más libertad y prosperidad para los que están peor. Consideré que era una privilegiada porque a mi mis padres me habían dado una enseñanza bilingüe. Yo puse la enseñanza bilingüe, en inglés, no la enseñanza del inglés, sino en inglés en la escuela pública. A mi me parece que tener una clientela cautiva hace que los servicios funcionen peor. Entonces, esa libertad de elegir escuela, de elegir colegios, la libertad de elegir hospital, de elegir médico, de elegir horario en el quiero comprar y en el que quiero vender, pues ha sido para Madrid una de las palancas que la han convertido en la número uno de las comunidades autónomas de España”.
La expresidenta madrileña lamenta que tras la segunda derrota electoral de Mariano Rajoy, en 2008, el expresidente del Gobierno abjurase en un mitin en Elche de dar la batalla ideológica. “Entonces dijo: ‘los liberales y conservadores que se vayan del PP y se vayan al partido liberal y al partido conservador. Yo no quiero doctrinarios en este partido’. Y él, que se creía que nunca hizo doctrina y que no creía en la ideología pues lo dijo claramente. Lo que quería era gente que no diera la batalla ideológica, gente que se plegara ante la izquierda. Se han creado Cs y Vox como consecuencia de eso. Algunos liberales nos quedamos en el partido, pero éramos muy mal vistos. Y Pablo Casado ganó el congreso, porque iba a recuperar todo el debate ideológico que habíamos dado. Ahora, por lo que se ve, hay algunos marianistas que intentan comerle el coco”, dice Aguirre.
En ese punto cree Simancas que se encuentra el PP ahora. “Una parte de la derecha, que puede representar Álvarez de Toledo, por ejemplo, son partidarias de contraponer el recetario liberal ante el creciente consenso social en torno a las ideas progresistas. Ganar la ‘batalla cultural’ como paso previo a ganar la ‘batalla electoral’. Otra parte, muy mayoritaria tradicionalmente en el PP, se muestra resignada o incapaz ante la hegemonía ideológica de la izquierda y, en consecuencia, renuncia al contraste ideológico. Su estrategia habitual para acceder al poder consiste en confiar y promover la debacle social o buscar la destrucción personal del adversario político, forzando así la alternancia. Ocurrió con los gobiernos de Gonzalez y Zapatero, y es lo que pretenden ahora con Sánchez”.
Lassalle contesta a Aguirre que no hubo renuncia a dar la batalla en el campo de las ideas: “No es que durante la etapa de Rajoy se prescindiera de dar batalla ideológica. Lo que sí había claro es que los consensos políticos sobre los que se asentaba y se sigue asentando la identificación de lo que es una democracia liberal estaban más o menos consolidados, por lo tanto, la apertura de debate estaba limitada. Hay momentos en que la confrontación ideológica es esencial, pero hay momentos en que es marginal. Y eso requiere ser capaz de identificar el momentum, es decir, el momento específico en que ha lugar este tipo de confrontaciones”.
La pandemia desvela vencedores y perdedores ideológicos
Ahora, la pandemia del coronavirus ha inclinado la balanza hacia un lado. “Los efectos del virus y cómo hemos reaccionado a él han sido una demostración de que el neoliberalismo tiene las patas de barro. Era mentira que nos salvábamos si cada uno íbamos a lo nuestro. Era mentira que las sociedades con un Estado o con unos servicios públicos más débiles eran las más fuertes y lo hemos visto. Cuando todos hemos tenido miedo, todos hemos acudido a la sanidad pública, incluso las empresas han acudido cuando lo han necesitado a que le rescate el Estado. Es mentira que la sociedad no existe y solo existan individuos. La pandemia, por tanto, es una gran demostración de existe la sociedad, de que debe ser reforzada, de que existe el bien común y que la representación de ese bien común le corresponde a las instituciones públicas, a la soberanía popular y al Estado, que debe estar a su servicio”, zanja Errejón.
En el mismo bando está Simancas: “Los españoles nos sentimos antes parte de una comunidad con retos compartidos, que individuos en busca de su propia suerte, sea esa comunidad de naturaleza nacional, provinciana, aldeana, apátrida, generacional o de clase social. Creemos en el derecho a la igualdad, en las oportunidades de manera radical y en los resultados con la garantía de un bienestar mínimo y digno. Confiamos en el Estado, sus reglas, su autoridad, sus servicios, en mayor medida que en ‘la mano invisible del mercado’ o la ley del más fuerte para organizar el espacio público”.
Lassalle, reflexiona: “Los teóricos del pensamiento liberal son defensores del estatalismo y reflexionan sobre la necesidad del Estado, porque es consecuencia de la modernidad política y de la articulación de la soberanía que nace del Renacimiento y va introduciendo la ley como un factor de estabilidad. Los liberales, conscientes de ese escenario, dan pie a que teóricos como Locke discutan a través de la idea de pacto cuales son los límites que poner al Estado. Pero el Estado es inevitable si queremos hablar de civilización y no de barbarie y esa es una conquista de la modernidad”.
Aguirre, no obstante, reduce la contienda principal a la lucha entre opciones democráticas y no democráticas: “Creo que de las opciones ideológicas que hay en los países europeos occidentales, conservadores, liberales, socialdemócratas... son democráticas. Luego hay otras dos, que son los comunistas y los fascistas, que no son democráticas”. Qué es la democracia y quién la defiende es también la gran batalla de siempre para Errejón: “La disputa más importante que recorre la historia de nuestra sociedad es la disputa por la democracia. Y no es solo la disputa porque se pueda votar. Sino por si un país puede estar regido, tiene que estar regido por los que tienen mucho dinero, o por los cualquiera. Si el pueblo puede ser libre, puede gobernarse a sí mismo y puede crear las condiciones como para que nadie tenga que vivir con miedo, con miedo a no llegar a fin de mes, con miedo a tenerse que vender a otros para ganarse su sustento. La democracia como derecho a ser recíprocamente libre es una disputa permanente”.