Por qué la sociedad está más polarizada que nunca
No es casual que se hayan creado burbujas informativas en las que uno lee una noticia completamente contraria a la que lee su vecino.
‘Polarizar’ no es una de las nuevas palabras incorporadas al Diccionario de la Real Academia Española porque ya aparecía, aunque su definición se antoja algo obsoleta. Ese ‘orientar en dos direcciones contrapuestas’ de su tercera acepción se queda corto estos días.
Todavía resuenan los ecos de las elecciones en Estados Unidos, en las que prácticamente la mitad de la población ha votado al todavía presidente Donald Trump —un mandatario racista, misógino y mentiroso— y la otra mitad al ya presidente electo Joe Biden, el candidato demócrata a quien Trump acusa de querer instaurar el socialismo y el comunismo en el ‘imperio’.
Paradójicamente, ambos se han convertido en los candidatos a las elecciones más votados de la historia —Biden, con siete millones más de votos que su contrincante—, pero probablemente también en los más temidos y odiados por la otra mitad de la población que no les votó.
Al final ganó Biden, pero le tocará gobernar una sociedad profundamente polarizada, tal y como resaltan casi todos los expertos que han analizado su victoria. ¿De dónde viene esa polarización? ¿Es algo nuevo? ¿Se da sólo en Estados Unidos?
Las dos últimas preguntas se contestan rápidamente con un ‘no’ (sin ir más lejos, en Europa hay buenos ejemplos de ello). La primera cuestión, en cambio, es mucho más compleja. Sociólogos, politólogos y antropólogos hablan de una “tormenta perfecta” en la que se han combinado varios factores coyunturales que han dado lugar a la radicalización, a los populismos y a la desconfianza general de la población.
Carlos Rico, politólogo y profesor de la Universidad Pontificia Comillas, cita entre los responsables de este “fenómeno multicausal” a las élites políticas, a los medios de comunicación y las redes sociales, y a los propios ciudadanos, entre otros. Vayamos por partes.
“El objetivo de un partido político es ganar elecciones, maximizar los votos para alcanzar el poder”, comienza Rico. El problema es el ‘cómo’. En su opinión, hasta bien entrado el siglo XX, “había una especie de consenso tácito por el cual no se podían cruzar una serie de líneas rojas, como descalificar brutalmente al adversario, negar su legitimidad o poner en cuestión a las instituciones”, cita. Pues bien, ese acuerdo “se ha roto desde hace ya años”, zanja.
“Quienes están al frente de los partidos han decidido que para ganar votos vale todo”, sostiene el politólogo. “Como se han dado cuenta de que les sale más rentable polarizar que utilizar otro tipo de estrategia, lo hacen”, apunta Rico. Y si en un sistema alguno de los polos empieza a utilizar ese tipo de discursos, “es muy difícil que el resto de partidos políticos no entren al trapo”, añade.
Con la polarización se simplifican los discursos y se demoniza al contrincante, lo cual resulta más “cómodo” a la hora de captar votantes, opina Rico, “porque te evita tener que entrar en los detalles o dar explicaciones de por qué se ha tomado una medida”, explica.
Y aquí entran los asesores políticos. “Los partidos están asesorados por un montón de sociólogos y de personas que entienden muy bien cómo funciona el votante medio y la opinión pública, y que han visto que polarizar funciona”, insiste Carlos Rico.
“Hay más poder en los gabinetes de comunicación políticos que en algunos ministerios”, coincide Enrique Anrubia, profesor de Antropología de la Universidad CEU Cardenal Herrera. “De algún modo, la política ha dejado de ser el gobierno de los asuntos públicos y ha pasado a verse como la venta publicitaria de las decisiones del propio partido”, afirma Anrubia. A su vez, “el votante se ha convertido en un nuevo público al que convencer de una venta, antes que un ciudadano al que informar”, sostiene.
Pero, ¿en qué consiste exactamente esa polarización política? “En crear un enemigo al que le atribuyes todo el mal posible”, responde Carlos Rico. “Es muy fácil crear un malvado, un ‘ellos’, y decir que a ti te tienen que votar para luchar simplemente contra ese mal, contra ese ‘otros’. Entonces, lo que tú hagas dará un poco igual, no tendrás que rendir cuentas ni explicar lo que haces”, señala el politólogo.
El principal exponente de este fenómeno se encuentra, de nuevo, en Estados Unidos, con Donald Trump, quien, para los analistas consultados, se ha convertido en una “caricatura” de presidente. Lo de que gobierne a golpe de tuit es también paradigmático. Y eso nos lleva a la siguiente pata sobre la que se asienta la polarización:
No es que los medios y las redes sean el origen de la polarización, pero sí han contribuido, y en general siguen contribuyendo, como altavoz de la radicalización y los populismos.
“Aunque la posibilidad de comunicación ha aumentado enormemente en los últimos años, la posibilidad de crear diálogos, no”, opina Natàlia Cantó, doctora en Sociología y profesora de Estudios de Artes y Humanidades de la Universitat Oberta de Catalunya. Las redes sociales y los medios de comunicación se han convertido en ocasiones en cámaras de eco que replican y refuerzan las opiniones de uno mismo y de sus iguales. Esto responde en parte a que uno huye de lo que no quiere oír, y en parte a que los algoritmos internos de las redes dan a esa persona lo que busca. Y el consumidor se lo traga con mucho gusto.
“A medida que le vas diciendo al algoritmo qué libros lees, qué charlas te gustan y qué causas apoyas, te va a ofrecer un tipo de contenido y va a omitir el que sabe que no te gusta, con lo cual refuerza esa dinámica”, apunta Carlos Rico. “Las redes han aprendido cómo funciona nuestra mente y, de alguna forma, nos están hackeando”, alerta.
“Uno puede vivir en una burbuja comunicativa en la que sólo se retroalimenta de lo que quiere, y donde el diálogo se hace mucho más difícil”, coincide Cantó. “La posibilidad de que se cuele en tu burbuja un mensaje que cuestione tu postura o que te haga pensar más allá ahora es muy baja”, añade.
“Mi vecino y yo podemos estar en burbujas informativas totalmente distintas que nos hacen vivir en mundos totalmente diferentes. Y cada uno de nuestros mundos refuerza nuestros propios prejuicios, con lo cual estamos cada vez más enfrentados”, ilustra Carlos Rico.
A esto hay que sumar la simplificación de los mensajes en titulares de noticias y redes sociales, donde “el matiz no tiene mucha cabida”, apunta Cantó. A falta de matices, y a fuerza de “buscar el titular más heavy que atraiga a más gente”, la información ha tendido a simplificarse, a quedarse en “el negro y el blanco y los eslóganes”, sostiene la profesora. Por otro lado, las nuevas tecnologías y formas de comunicación “permiten que estos eslóganes se propaguen a una velocidad sin precedentes”, explica Cantó, que advierte que “no es la primera vez que los discursos sociales se polarizan hasta llegar a ser eslóganes”.
“La tecnología ha perfeccionado la fórmula de la propaganda”, coincide Enrique Anrubia, entendiendo la propaganda como “la deformación cómica y simplista de la realidad y el constante revisionismo ideológico del pasado y del presente para ajustarlo a las ideas propias, acompañado por la satirización demoníaca del adversario”.
Es fácil encontrar paralelismos entre la época actual y la Europa de entreguerras, un período de crisis en el que “arrasó un discurso antidemocrático entre sectores de la población que o lo estaban pasando mal o tenían mucho miedo a cualquier otra alternativa que no fuera un mantenimiento del statu quo económico y de roles sociales”, recuerda Cantó. Y entonces surgió el fascismo, y entonces vienen a la mente nombres como Donald Trump, Jair Bolsonaro, Viktor Orbán, Marine Le Pen, Matteo Salvini o Santiago Abascal.
La sociedad es la tercera pata de esta historia, que está a su vez interconectada con las demás. En palabras del politólogo Carlos Rico, las personas toleran ahora mucho mejor la falta de verdad, los bulos y las fake news.
“Es una paradoja, pero tenemos tal flujo de información que ya no sabemos distinguir lo que es verdad de lo que no”, sostiene. Y, volviendo al origen de este artículo, los partidos políticos han sabido aprovecharlo. “Los asesores y líderes saben que, a la hora de hacer un discurso, pueden pasar de los datos, pueden manipularlos u obviarlos, y a la gente le va a dar igual. No lo van a penalizar”, señala Rico.
“Hay tal volumen de información, en los medios, en las redes, que la gente está saturada y se ha producido una especie de muerte de la verdad por sobreexceso de datos”, recalca el politólogo. Un estudio publicado esta semana por la consultora Torres y Carrera, en colaboración con la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense, constata precisamente eso: “La infodemia [la sobreabundancia de información, ya sea rigurosa o falsa, sobre un tema] sirve para alimentar la desconfianza en las instituciones y en el Estado social, democrático y de derecho”. La gente razonaría así: ‘Si ya no sé ni lo que puedo creerme, mejor no creo en nada’.
La consultora realizó un experimento por el que creó, dinamizó y rastreó cuatro noticias falsas para analizar su comportamiento. No sólo descubrieron lo fácil que es mentir en las redes —algo que ya se sabía—, sino detalles como que un bulo relacionado con una noticia verdadera se propaga mejor, al igual que si se segmenta la noticia en redes para que vaya dirigida a personas con intereses comunes.
“Factores como las redes sociales, el Big Data y la comunicación política juegan un papel fundamental”, aseguran en su informe. Los investigadores descubrieron además que las fake news tienen mayor recorrido cuando dan el salto desde las redes sociales a sistemas de mensajería como Whatsapp o Telegram, donde no hay ningún sistema de verificación o de rastreo y se amplifica el radio de acción.
Recordemos que WhatsApp, con 2.000 millones de usuarios en todo el mundo, se vinculó en 2018 con la victoria del ultraderechista Jair Bolsonaro en Brasil por la propagación de bulos y fake news.
Propiedad de Facebook, WhatsApp es la aplicación de mensajería más popular en España, donde ya la utiliza el 93% de los usuarios de smartphone, que pasan, de media, más de una hora y media al día en la aplicación. La gente ya prefiere incluso escribir un mensaje antes que hablar en persona con alguien, según el último informe de la Sociedad Digital en España de Telefónica.
Probablemente, en WhatsApp, el usuario no tendrá discusiones, y muy pocos le rebatirán la veracidad del último vídeo sobre la pandemia o de la información que acaba de mandar sobre migrantes o violencia de género. Pero eso tiene un coste.
“A las personas, en general, no nos gusta la disonancia, y ahora podemos evitarlo yendo a nuestros grupos de WhatsApp, de Facebook o a los medios de comunicación que sabemos que nos van a decir lo que queremos oír”, señala Carlos Rico. “Y como en WhatsApp sólo recibes lo que te mandan tus grupos de amigos, cada vez estamos más polarizados”, resume. Al final, todo vuelve a lo mismo.