Política doméstica
Es fundamental partir de la base de que una pandemia afecta de manera diferente a mujeres y hombres.
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Este es un pequeño fragmento del contrato que Diantha Bell, la protagonista de La decisión de Diantha (1910) hace firmar a su primera patrona, Mrs. Isabel J. Porne.
Se trata de una de las novelas (de ideas)/ensayo de la gran Charlotte Perkins Gilman (1860-1935), autora de vida y obra singulares, a quien no arredraba ninguna convención sobre los géneros literarios y no dudaba en hibridarlos para denunciar injusticias, exponer ideas y lanzar propuestas para el futuro; injerta además este libro de economía, uno de sus grandes temas.
Este pedacito recoge también el aire y alguno de los objetivos del feminismo de una época en EEUU: la abolición de las tareas del hogar, o al menos su comunalización y la externalización, con vistas a la liberación de las mujeres.
Es remarcable la dignidad que confiere Gilman a las tareas del hogar y a quien las lleva a cabo cuando afirma que precisan de «diversas aptitudes y, para que se realicen de la manera adecuada, requieren una exhaustiva formación y experiencia». (Que en la primera cita se haya traducido groseramente «performer» por «ejecutor» —así, en masculino— es una traición tanto a Gilman como al texto —por suerte, no lo enturbia demasiado—. También se ha traducido en masculino «arquitecto», cuando, de hecho, Gilman habla de una brillante arquitecta, y, en el colmo del disparate, el epiloguista confunde «machote» con «marimacho» cuando traduce el término inglés «tomboy». En fin.)
Gilman recuerda también que otra de las tareas que realizan es de vital importancia: «mantener la vida y la salud de los miembros del hogar». Aplicable tanto al personal externo como interno, que hay cosas que no cambian.
Las estrategias de Gilman para ennoblecer y poner el trabajo doméstico en el lugar que se merece, a parte de las monetarias, son variadas. Insiste en desvelar su auténtica naturaleza: es una industria.
Fijémonos en la elección de un sustantivo como «inteligencia». Las hay más sutiles, pero no menos efectivas. Por ejemplo, cuando describe los personalizados uniformes y concluye:
Esta valoración pone al mismo nivel a las mujeres de la limpieza y demás trabajadoras.
Es finísima también cuando habla del respeto y pone el dedo en la llaga en la en absoluto trivial cuestión del tratamiento, de la importancia de nombre y apellido.
¿En cuántas casas (al margen de la empleadora) se sabe el apellido de la limpiadora, de la trabajadora que por horas o interna la mantiene en orden?
Ahora que ya sabe todo el mundo (el coronavirus lo deja bien claro cada día) lo que Gilman y el feminismo hace siglos que anuncian, que las tareas de cuidado que las mujeres realizan son fundamentales, son el centro de la vida, es bueno proclamarlo. Para homenajearlas, así como a las vendedoras, las cajeras, etc., hacedoras de otras tareas de cuidado imprescindibles. Y recordar que si el personal sanitario que mantiene a raya al coronavirus y cuida cuerpos, y muchas veces almas, es en un 70% femenino, la carga de trabajo de cuidado que recae en las mujeres en sus casas es como mínimo de un 75%; desproporcionadamente, pues, femenina.
En un confinavirus como el que padecemos, la resta de la pérdida de trabajos remunerados y la multiplicación de la carga de las tareas de cuidado, puesto que las mujeres asumen casi todo lo que la sanidad no cubre o lo que genera unas escuelas cerradas, muchas mujeres viven en una situación, pues, aún más vulnerable. Situación agravada porque no tienen el reconocimiento necesario ni económica ni socialmente.
Es fundamental partir de la base de que una pandemia afecta de manera diferente a mujeres y hombres. Es el primer paso para entender sus consecuencias y para planificar y ejecutar políticas e intervenciones eficaces y equitativas.