Pensaba que me encantaba mi trabajo, pero en realidad soy adicta a él
Me perdía muchos momentos con mi familia porque no estaba mentalmente presente.
Si de verdad existe un tipo de personalidad proclive a las adicciones, está claro que la mía es una de ellas.
En lo más profundo de mi personalidad, desde muy joven hubo una mezcla muy tóxica de baja autoestima y perfeccionismo. Buscaba desesperadamente validación externa y eso se convirtió en la raíz de mi ansiedad y de mis trastornos alimentarios.
Mi cuerpo maduró muy pronto y a los 10 años ya lo odiaba. En un intento por controlar el galopante desarrollo de mis curvas, empecé un ciclo de pasar hambre, darme atracones y luego vomitar, un hábito que me persiguió hasta los veintimuchos años. Adelgazar me resultaba tremendamente satisfactorio y me ayudaba a enmascarar mis sentimientos de autodesprecio. Mi ansiedad era mi fiel compañera y las ganas que sentía de beber, tomar drogas y autolesionarme eran tóxicas y relajantes.
Cuando descubrí que estaba embarazada con 18 años, supe que algo tenía que cambiar. Dejé las drogas, el alcohol y otras conductas peligrosas. Sin embargo, todo eso sentó las bases de mi adicción al trabajo.
A medida que me convertí en adulta, empecé a buscar ese subidón que me provocaba el control y el hecho de que me consideraran útil. Ese mismo deseo había alimentado muchos comportamientos destructivos, pero también me dio el impulso que necesitaba para sacarme una carrera sin haber terminado el instituto y siendo madre soltera veinteañera. El orgullo que sentí y el reconocimiento que recibí por haberlo logrado alimentaron aún más mi deseo de ser valorada.
Decidí buscar esa sensación a través de mi nueva carrera en Trabajo Social, una profesión que me exigía estar “disponible” en todo momento. Trabajaba con adultos con problemas de desarrollo. Por ello, mi trabajo era muy interpersonal y de muchas emociones. Superaba con creces mis objetivos y no tardaron en ascenderme. Esto me puso en situación de tener que supervisar todo el programa: a los clientes, al personal y las operaciones del día a día. Me entregué por completo a este trabajo.
A diferencia de otros papeles que asumía en esa época (madre, esposa y amiga), este venía con directrices, objetivos y reconocimientos frecuentes. Ocultaba mi miedo de sentirme a la deriva. Sabía cuál era mi papel, lo que se esperaba de mí y lo que podía esperar yo. En ninguna de mis otras facetas podía decir lo mismo; es más, me hacían sentirme perdida y completamente inadecuada.
Cuando pienso en el concepto de adicción al trabajo me viene a la mente una persona echando un montón de horas en el trabajo, reacia a tomarse un tiempo libre y con la necesidad compulsiva de permanecer conectada al trabajo a todas horas. En mi caso, y supongo que les pasará a más personas, era algo mucho más grave.
Aunque trabajaba muchas más horas de las estipuladas y difuminaba las fronteras entre mi vida personal y mi vida profesional, por ejemplo estando disponible durante mis vacaciones, el verdadero motivo de mi adicción al trabajo (sí, adicción) era que me sentía tan identificada con mi empleo que me parecía tan parte de mi carácter como mis propios rasgos de personalidad. Cuando te sucede eso, se vuelve imposible desligar tu empleo de tu persona y acaba siendo imposible tener ningún equilibrio entre lo profesional y lo personal.
Aunque mi contrato marcaba unas horas determinadas, siempre las superaba y nunca me alejaba mucho del móvil. Justificaba mi continua conexión al trabajo diciendo que todo lo que adelantara hoy me facilitaría el día de mañana o que la calidad de los cuidados que recibirían mis clientes dependía de que yo terminara cuanto antes lo que estaba haciendo. No obstante, lo cierto es que era adicta a la validación externa que conseguía al hacer un buen trabajo.
Sentía un subidón cuando lograba algo en el trabajo, la misma clase de subidón que me habían provocado las drogas, el amor o los adelgazamientos extremos, y estaba dispuesta a darlo todo por mi dosis.
Durante este periodo, me prometí y me casé. Tuve un hijo, luego el segundo y luego el tercero. A mi marido no le gustaba que pasara tanto tiempo al teléfono, interrumpiendo las cenas para organizar los turnos y responder correos.
Tuve dos bajas por maternidad y ni aun así desconecté de mi trabajo. Me perdía muchos momentos con mi familia porque no estaba mentalmente presente. Mi ansiedad se manifestaba físicamente en forma de dolores de cabeza o de estómago. Me costaba dormir, ya que me ponía a pensar en algún tema urgente del trabajo justo antes de dormirme y me quedaba tumbada con los ojos abiertos pensando en posibles soluciones.
En ocasiones me intentaba tomar un día libre por el bien de mi salud mental y acababa trabajando desde el móvil pese a haberme prometido que aprovecharía para desconectar. El momento crítico llegó cuando estaba en el hospital con mi hijo, que estaba enfermo, y mi móvil no dejaba de recibir llamadas del trabajo. Me quedé mirando la pantalla, completamente superada por la ansiedad y la culpa, y me prometí que iba a cambiar.
Lo interesante de nuestra cultura es que premia este tipo de comportamientos. Recogemos lo sembrado en forma de dinero, elogios y un trato preferencial. Cuando por fin toqué fondo (debéis saber que todas las obsesiones te acaban derrumbando), me di cuenta de que no podía acabar con mi adicción de repente. Necesitaba un sueldo, así que mi solución fue empezar a poner límites.
Cuando tratas de romper el ciclo, te das cuenta de verdad de cómo nuestra sociedad premia la adicción al trabajo. Por lo general, las recompensas se acaban y te hacen ver lo prescindible que eres.
Durante todo el tiempo que fui una adicta al trabajo, simplemente consideraba que me gustaba mucho mi trabajo. Darme cuenta de que estaba renunciando a mi propia vida para perseguir la excelencia en mi trabajo fue un duro trago. Ahora me doy cuenta de que la adicción al trabajo es algo más complejo y matizado de lo que se suele ver por la tele. Me arrepiento de muchas cosas porque fue mucho lo que me perdí. Ni sospechaba que lo que estaba haciendo era tóxico, una versión pervertida de la ambición y la ética de trabajo.
Mi naturaleza de adicta me afectó mucho y el único arregl fue intentar solucionarlo de raíz, cortar la conexión que existía entre mi autoestima y la validación externa (elogios, estadísticas personales, títulos y salarios).
Establecer límites y trabajar en mi autoestima ha sido mi plan de recuperación. Al final dejé ese trabajo y me hice autónoma, lo que significa que solo yo dicto cuánto trabajo. Puede ser peligroso, ya que sigo sintiendo el gusanillo de trabajar un poco más de lo que debería.
Como sucede con la mayoría de las adicciones, nunca podré dar por hecho que estoy recuperada del todo. La adicción al trabajo no está vinculada a un lugar ni a un empleo. En mi caso, es algo que reside en mi pecho y se alimenta del reconocimiento que nunca me he concedido a mí misma.
Mi principal estrategia de recuperación consiste en hacer pequeñas comprobaciones analizando con sinceridad el equilibrio de mi vida. También empecé a descubrir nuevas aficiones para sentir que tenía un propósito más allá del trabajo y no me arrepiento cuando decido tomarme un descanso. Tampoco tengo miedo de pedirle a mi marido una opinión objetiva sobre si me estoy tomando algo demasiado en serio. La adicción al trabajo siempre será una parte de mí y siempre tendré que estar atenta para mantenerla a raya.
Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.