Para bellum

Para bellum

Hemos aprendido, ante la guerra, a sentir indiferencia.

Para bellum.CARLOS ALEJÁNDREZ "OTTO"

Si para conseguir la paz es imprescindible preparar la guerra, vaya usted a saber qué clase de precauciones toman quienes desean el enfrentamiento. Porque no me cabe la menor duda de que esta guerra (o cualquier otra que se les venga a la cabeza) estaba decidida desde hace mucho. 

Hemos aprendido, ante la guerra, a sentir indiferencia. Empezó con el videojuego nocturno que la CNN retransmitió desde Bagdad en 1991, cuando las ráfagas antiaéreas y las explosiones no eran más que una mascletá de líneas brillantes sobre fondo negro. Muchos se quedaban a ver los combates después de cenar, a falta de fútbol.

Desde entonces, los impresionantes avances de las comunicaciones nos han permitido doblar la esquina entre esforzados marines, apretar el gatillo al mismo tiempo que un guerrillero o contemplar cómo despega un misil desde la cubierta de un destructor. 

Cuanto más avanzadas son las cámaras de los reporteros y más nítida la resolución de nuestros televisores, menos vemos.

Cuanto más se nos acerca la información, más nos alejamos del conflicto. 

Hemos aprendido, ante la guerra, a sentir indiferencia. Empezó con el videojuego nocturno que la CNN retransmitió desde Bagdad en 1991, cuando las ráfagas antiaéreas y las explosiones no eran más que una mascletá de líneas brillantes sobre fondo negro.

No termino de entender lo que está ocurriendo en Ucrania, y no me tranquilizan los análisis de quienes, al parecer, lo consiguen. La posibilidad, según ellos, de que nos convirtamos en víctimas civiles de este chandrío no es tan remota como queremos creer, y ya sabemos lo que les espera a las víctimas civiles: la conmiseración de todos nosotros y nuestro apoyo con grandes palabras y gestos dolidos.

Luego, el impulso unánime de apartar la vista del televisor y la premura de las autoridades europeas por cerrar las fronteras con alambre de espino y tropas aleccionadas, como si no hubiera más invasores que los que huyen de la invasión. 

Por las calles de las ciudades ucranianas (como antes por las calles de las ciudades sirias, sudanesas, iraquís…) caminan, ahora mismo, albañiles, locutores de radio, directores de proyecto, poetas despistados, cocineros, mendigos, médicos… Van a su trabajo, hacen la compra y despistan unos minutos y unos billetes para entonarse con un par de vinos (no es desdeñable, por cierto, el que elaboran en aquellos páramos). Últimamente, es verdad, duermen mal, fuman demasiado y se asustan con cualquier ruido, pero han mantenido la esperanza de que todas esas cámaras que los grababan para ser fondo de una locución siniestra se aburrieran de esperar la invasión que no llegaba y se largasen a otra parte en la que el salvajismo no defraude.

Pero, si los augurios se cumplen, varios millones de personas pasarán de ser ciudadanos a ser parias cuyos bienes se habrán volatilizado entre olor a chamusquina y llamas; sombras en fila por una carretera que no los lleva a ninguna parte, ni siquiera a un café mugriento donde recitar su comedia. Dentistas y vendedores de electrodomésticos pasarán hambre y se preguntarán si el familiar que no está a su lado sigue con vida; profesores de literatura y agricultores no podrán consolar a sus hijos cuando les venzan el agotamiento y el pánico.

Y si alguien piensa que estiro en exceso la goma del patetismo, hable con algunos de los refugiados que han conseguido saltar la siniestra orquesta de las concertinas. 

Varios millones de personas pasarán de ser ciudadanos a ser parias cuyos bienes se habrán volatilizado entre olor a chamusquina y llamas.

No entiendo muy bien, y me esfuerzo, lo que ocurre en Ucrania, pero barrunto que ninguno de los dirigentes implicados son tipos ejemplares, entregados a la causa de la democracia y los derechos humanos. Lo que está en juego, como casi siempre, es cierta manera de la economía y cierta versión de la seguridad de unos pocos (“Abraham García descubre América” podría ser el titular de esta noticia). Y supongo que muchos nos encogeremos de hombros entre la rabia por lo que sucede y el alivio de que no nos suceda a nosotros.

Hasta que nos suceda.

Esperaba que este artículo no se llegara a publicar; que, entre los pocos días que transcurren desde que lo tecleo hasta que el Huff lo acoge, hubiera quedado obsoleto para bien y yo me tuviera que sacar de la manga unas páginas de urgencia.

Pero no ha sido así.

Solo puedo dejarles, ahora, un recuerdo, ajeno, de nuestra guerra (“¡en la que nos han metido estos payos!” maldecían los hijos del camino), Quien lo compartió conmigo llegó a aceptar como normales los bombardeos, la falta de comida y agua, el goteo de vecinos muertos… pero nunca pudo acostumbrarse al chillido de los millares de ratas que, por la noche se adueñaban de calles, portales y corredores, en busca de algo que roer; madrugada tras madrugada, las sentía al otro lado de la desvencijada puerta y por encima del menesteroso tejado que lo cobijaba. Y en demasiadas ocasiones se subieron al jergón en que no conseguía dormir.

-Fueron aquellas ratas las que mataron mi infancia. Y aún las presiento, amigo Abraham. Aún las presiento…

Y esa pesadilla sucedió en Madrid, y ninguna cámara de un noticiario la filmó, y ya nadie la recuerda.