Orgullo Otaku
Entrevista con el periodista cultural Matt Alt.
Los japoneses dicen “tú” de muchas formas (depende del género y de la edad de la persona). En vez de usar un término informal, a ciertos aficionados al cómic les dio por usar uno distante y bastante formal que era más propio de mujeres maduras que de adolescentes: otaku (sonaba tan raro como decir “vuestra merced” sin rastro de ironía). A partir de ahí, la palabra pasó a designar a las personas amantes del manga y el anime. Esta curiosidad etimológica es una de tantas de las que aparecen en Manga, arcades y karaokes: cómo la cultura pop japonesa reinventó el mundo, de Matt Alt (Península, 2022), un libro sobre el surgimiento de Japón como potencia tecnológica y cultural.
El secreto de este país consistió en crear fantasías que cumplieran las tres “i”: influyentes e innecesarias, pero inevitables. En mi adolescencia consumí muchas de esas fantasías y esta entrevista pretende dar un poco de contexto a por qué varias generaciones cayeron rendidas a los pies del país del sol naciente.
El ministro de Asuntos Exteriores de Japón ha regalado un Squirtle de Pokémon al nuevo presidente chileno, anécdota que me hace ver la importancia del soft power (la influencia cultural) frente al hard power (el poder de la fuerza y la violencia), poder que lamentablemente parece haber regresado con la invasión de Ucrania. ¿Cómo se obró el milagro del renacimiento japonés tras la Segunda Guerra Mundial?
Japón fue un enemigo global durante la Segunda Guerra Mundial, después un rival económico en el periodo de posguerra y ahora es una fábrica de fantasías. Es una de las transformaciones más fascinantes que ha habido en la historia en cuanto a la imagen de un país se refiere. Es un caso paradigmático de cómo el soft power, es decir, una especie de carisma nacional bruto, puede transformar la imagen de una nación en el resto del mundo. El soft power no es como el hard power militar o económico; no se puede comprar, solo te lo puedes ganar.
Japón se hizo rico vendiendo a lo largo y ancho del mundo todo tipo de cosas “necesarias”, como coches o aparatos, pero eso creó muchas tensiones y numerosas fricciones comerciales. Asimismo, es un país muy querido por vendernos cosas “deseadas”: videojuegos, juguetes, dispositivos electrónicos y dibujos animados.
La ironía es que todas esas cosas se hicieron por y para audiencias japonesas, para satisfacer necesidades locales, desde el karaoke al Walkman, pasando por Hello Kitty, la Nintendo, el Tamagotchi, los emoji y los sistemas BBS anónimos. La idea de exportarlos vino mucho después. Por ejemplo, muy al principio, cuando el juego Pokémon se estaba desarrollando, Nintendo no tenía pensado venderlo fuera. Este hecho también les da cierto encanto y autenticidad, algo de lo que carecen los productos diseñados para exportarse; esos productos no compiten, sino que crean nuevos caminos. En mi país, no había nada que le hiciera la competencia al karaoke, el Walkman de Sony, la Nintendo NES, el anime o el manga. No hicimos radios portátiles, la industria del juego fracasó y durante décadas la industria del cómic estuvo limitada por restricciones que redujeron las historias a narrativas maniqueas de buenos contra malos. Por todo ello, los productos culturales japoneses irrumpieron sin resistencia ni oposición y nuestros gustos se volvieron nipones en cuanto jóvenes como yo los compramos.
Vive en Japón y trabaja, entre otras cosas, como traductor. En el libro comenta que juguetes como los Shogun warriors fueron muy importantes para usted, pero no parece suficiente como para que eso determinase su vida. ¿Qué otras historias del Japón le enamoraron?
Esos juguetes solo fueron el principio. Durante años disfruté muchas cosas: desde los videojuegos al anime y el manga. Vi que mi hermana y otras chicas usaban productos de Hello Kitty. Empecé a verle sentido, a darme cuenta de que había una esencia similar en esos productos que no solo me llamaban la atención a mí, sino a muchos de mis amigos. Había una Nintendo o algo de Sega en casi todas las casas de mis amigos; todos crecimos viendo Robotech o leyendo mangas como Akira. Muchos de esos productos apelaban a una audiencia preadolescente. Como no había demasiado contenido como ese en Estados Unidos, todo estalló cuando despegó un contenido verdaderamente interesante de origen japonés.
Me asombraba la idea de que al otro lado del océano hubiera un país con gente a la que le gustaban las mismas cosas que a mí: monstruos, robots y héroes. Los adultos de mi entorno, como mis abuelos y mis padres, veían a Japón como un país de segunda fila al que habían derrotado en la guerra, pero para mí, y para muchos de mis amigos, eso nunca fue así. Para nosotros era más bien el país de las maravillas, un manantial de cosas divertidas y guays.
Como profesor, me alegra ver que existe un cierto orgullo otaku. Adoran el cosplay, pero también el pop coreano o las artes marciales, así que no sé si lo que usted describe es una nueva ola del llamado japonismo o si se trata más bien de una especie de Asiafilia.
Japón llegó al futuro un poco antes que el resto del mundo. Vivió un crecimiento económico explosivo y un urbanismo acelerado, luego una crisis económica que vino acompañada de problemas políticos y económicos, pero también nuevas tendencias sociales como los hiperconsumidores del entretenimiento (los otaku) o los conocidos hikikomori. Japón todavía está a la vanguardia de los países que lidian con los problemas de las sociedades posindustriales, como el hiperenvejecimiento. Precisamente por eso, y porque se centran en hacer las cosas para sí mismos, los productos que se crean pueden parecer avanzados para las personas extranjeras. El Walkman, la Game Boy, los emoji y los tablones de imágenes anónimos respondían a demandas que no se anticiparon en Occidente. Cuando el mundo entero se confinó en 2020, no fue ninguna sorpresa que el primer gran éxito de la era del coronavirus se hiciera en Japón: el Animal Crossing: New Horizons, un juego de Nintendo que te permite escapar de la realidad gracias a una vida idílica en una isla.
Se están empezando a crear cosas que parecen japonesas sin serlo a medida que las generaciones que han tenido contacto con esa cultura alcanzan la edad adulta. Se imitan las tendencias consumistas japonesas. El K-pop es de Corea, obviamente, pero el hiperconsumo de sus fans es parecido al de los otaku que consumían música en los ochenta y los noventa. Es mucho más que entretenimiento: es la identidad de los fans.
Mis alumnos flipan con Shingeki no Kyojin y con Kimetsu no Yaiba (si los nombro como Ataque a los titanes o Demon Slayer se reirán de mí). ¿Y usted?
¡También he disfrutado con Kimetsu no Yaiba! Es increíble lo popular que se ha vuelto esta serie y es otro indicador de hasta qué punto los gustos globales se han japonizado con los años. También me emocionó la película Evangelion: 3.0+1.0 Thrice Upon a Time.
Tengo gustos algo extraños para el anime, así que puede que mis sugerencias parezcan raras. Por ejemplo, la comedia Pop Team Epic, o la serie kaiju animada de 2020 Godzilla Singular Point, que está en Netflix ahora. Me parece genial lo fácil que es encontrar anime hoy en día en las plataformas de streaming. Cuando yo era joven, no se emitían demasiados contenidos en Estados Unidos y tuve que pillar cintas de vídeo que ni siquiera tenían subtítulos.