Oficios de difuntos
Ahora que en demasiados parajes, en demasiados pueblos, solo habitan la ruina y el eco, siento el libro más como un acto de resistencia que como un epitafio.
Aún es de noche y ya los cazadores, vestidos de camuflaje, revuelven su cuarto olisqueando el aire cargado de rastros y comprobando si se han llenado los bolsillos correctamente: el taco para matar el gusanillo, la bota de vino, la petaca de tabaco, la navaja, la canana completa de cartuchos…
Siempre que revisé la munición, ese trámite íntimo que coloca al cazador ante la trocha que ha de recorrer al encuentro con las piezas, recordé a mi padre, que pasaba las noches de octubre recargando los cartuchos con pólvora pobre y perdigones contrahechos. Ni para una caja de Riotinto daba el presupuesto.
La escopeta heredada no le iba a la zaga; un armatoste de un solo cañón y de avancarga que exigía su tiempo; para quedar dispuesta, había que masturbar su ánima con una baqueta. Cuando mi padre se la echaba al hombro si, de vuelta del sembrado, ojeaba un bando de perdices, esperaba a tener dos en el punto de mira, para no malgastar tan trabajosa munición. Hasta el último momento le dolieron las broncas de mi abuelo por haber echado a perder un tiro en una esmirriada y solitaria tórtola.
Nada se desperdiciaba en la vida del campo; nada sobraba. Los pueblos de aquella España color gris NO-DO conocieron multitud de oficios sin más razón que la supervivencia; oficios que ya solo existen en las entradas obsoletas del diccionario, pero que habitaron mi niñez a fuerza de curiosidad y de sorpresa.
Ya les conté del gazpacho que los corcheros extremeños pergeñaban bajo los desollados alcornoques. Quizás solo yo los recuerde, cargando en sus burros de niebla las placas de corteza que terminarían, las más afortunadas, taponando el Vega Sicilia o como montañas de Belén.
Una mañana cualquiera, sin aviso, se llevaban su acento bronco, sus afiladas hachas y sus mantas raídas, dejando los árboles como coristas de cabaret, desnudos e insinuantes.
Más breve, aunque más frecuente, era el paso del tío Manolillo, el lañador, tan frágil que sus piernas eran dos barras de alambre embutidas en un Mondrian de pana, que apenas sujetaban su cuerpecillo escueto, rematado por una cabeza de El Greco. Encorvado por el peso de la bolsa en que llevaba las piezas de estaño y el anafre, el hornillo que contenía las ascuas con que calentaría el blando metal para recomponer (queda clara la etimología de la palabra “restañar”) cualquier cacharro roto. Incluso las latas que nos regalaba el cobrador de la iguala, aquel impuesto subterráneo que aseguraba la visita del médico. Latas que procedían de las conservas que engullían el doctor y su prole. Sin galvanizar y maquilladas de óxido, lo que no nos impedía servir en ellas la comida (justita) que nos dejaba en las papilas un rastro ferruginoso.
De niño, veía pasar a todos aquellos trashumantes y los tenía por aventureros de la talla de Allan Quatermain o Phileas Fogg. Nunca pensé en las noches al raso que sufrían los buhoneros, usando como almohada el saco de los botones y los remaches que vendían. O la media hogaza de la que se sustentaba el alimañero, endurecida al fondo del morral, entre la dentadura de los cepos y los talegos de veneno.
Ni reparé en las horas perdidas por los arrieros de Gálvez, aún quedaban cuando yo eché los dientes, sobre sus mulas cansadas, fatigando caminos de cabras.
Sabido es que debemos el atascaburras a dos arrieros a quienes sorprendió la nevada en los altos de Almansa. Con las patatas, los ajos, el aceite y el bacalao que llevaban para la venta improvisaron el majado que hoy es patrimonio manchego, como lo es el pincel primoroso y lento de Antonio López.
Y prefiero no imaginar las tardes del afilador si le maldecía la tormenta entre dos pueblos, lejos de la taberna en que consolarse con un chispazo. Me fascinaba el ritual con el que desenvolvía las piedras de esmeril sobre cualquier poyete y atacaba los cuchillos para que liberaran su enjambre de luciérnagas.
Si tramposos me parecían los que montaban una amoladora en la rueda de la bici, nada les digo de los que, en la actualidad, llevan el taller en la furgoneta y la tonadilla del chifre grabada en un ordenador.
De tarde en tarde, recorrían La Jara segadores fuereños, para biendecirlo con Rulfo, ajusticiando mieses (no las nuestras, que eran pocas para pagar un jornal ajeno) e impidiendo a los zurdos formar parte de la cuadrilla, porque una hoz a contramano, bien podía llevarse el brazo en rastrojo del compañero.
También llegaban en grupo los esquiladores, anunciando el calor como aves migratorias. La sinfonía chirriante de sus tijeras roñosas precedía siempre al canto de las cigarras.
No sé por qué, los gitanos desprecian el oficio de esquilador ovino, teniendo a gala no haber deslanado ninguna oveja, del mismo modo que no se rebajan a cantar una sevillana.
El mielero no llegaba a mi aldea porque salía de ella cada primavera, con dos cántaras de miel sobre el rucio y su incansable séquito de moscas por compañía.
No todos aquellos trabajos miserables obligaban al vagabundeo. No faltaban en cada pueblo paisanos que, además de labrar sus tres fanegas mal medidas y engordar al guarro, aprovechaban alguna habilidad propia para congraciarse con sus vecinos. Unidos en la pobreza, no era extraño que los pagos se hicieran en tocino, en quesos o en favores devueltos.
Mi abuelo ejerció de matarife durante incontables matanzas. Sabía cómo nadie encontrar, en la geografía grasienta del cerdo, la arteria que había que seccionar para que el animal se desangrara en tiempo y manera sobre el cobrizo caldero. No sé si por superstición religiosa o como punto de mira, siempre trazaba una cruz sobre la piel del gorrino con la punta del cuchillo, un ejemplar puntiagudo y diduasorio que guardaba en un cajón a salvo de miradas furtivas que pudieran desafilarlo. Unas morcillas de col y una loncha de tocino entreverado eran el pago que recibía.
También hizo de capador en ocasiones, aunque los vecinos preferían el concurso de otro paisano, más ducho en del delicado arte de la navaja “capaora” . Pocas veces asistí a la operación, pero aún me duelen los huevos con solo recordarlo.
Una de las historias que más risas levantó en el cocedero de mi casa fue la de aquel pariente que discutió con el capador ajustando el monto de su tarea.
Estamos -dijo- yo te doy los treinta reales que me pides, pero tú pagas el alboroque y, amén de los dos cerdos, capas también al cura, que ya tiene una piara de “sobrinos”
El de partera no era oficio menos noble que los antes indicados. Angelita, la de mi pueblo, presumía de que ningún niño se le había quedado dentro, aunque “en los días en que Dios no empuja” no dudaba en encaramarse a la barriga de la madre para presionar con las rodillas como si cabalgara.
Aquello, más que parto, parecía un desahucio con orden judicial.
Pelliqueros, albarderos, merchantes, herreros que reconvertían mil veces el metal desgastado de las herramientas, peones camineros con sus serones de grava, cedaceros, cereros… modos de vivir que no daban para vivir y a los que la tecnología y los supermercados fueron borrando de los pueblos.
También la ciudad conoció oficios que hoy ya no soporta.
Hasta los años ochenta sobrevivieron las cigarreras en las bocas de metro y en sus tenderetes de esquina, pertrechadas de cerillas y tabaco, vendido por paquetes o cigarrillo a cigarrillo para consuelo de los estudiantes, o pitillos de grifa que las más despiertas recibían de Melilla y vendían a los clientes de confianza o de tatuaje en el antebrazo.
Mucho antes pasaron a mejor vida las aniseras, tristes mujeres que recorrían la madrugada con una botella de pésimo anís, otra de coñac aún peor y una copa por la que pasaban un paño entre uso y uso. A cambio de una pieza de calderilla, entregaban un sorbo a los borrachos en retirada, convencidos de que un último trago, bebido del tirón, espabila y entona. Al menos lo justo para esquivar la mirada torva y el chuzo del sereno.
No sé por qué ni cómo, pero lo cierto es que los de Madrid, los serenos digo, eran todos asturianos. Cargaban con su cachaba y un inmenso manojo de llaves. Dos palmadas y una voz lo atraían y, a cambio de suelto, te abrían el portal. Entre propina y propina, vigilaban la virginidad de los cierres metálicos y el escándalo que pudieran organizar los rezagados. Siempre me sorprendió el valor con el que se acercaban a cualquier individuo sospechoso sin más argumentos que el chuzo y la mano de pegar hostias.
Y me duele recordar que algunos eran soplones pertinaces al servicio de una bofia infecta. A cambio de sus chivatazos, se les permitía llevar en la guarida del bolsillo una Star bien lubricada.
Incluso el antiquísimo, y en otros tiempos regulado, oficio de mendigo ha cambiado. Ya no quedan ciegos, los aristócratas de la actividad, que musiten jaculatorias o canten aleluyas con noticia del último crimen horrendo (mi madre recordaba las que la suya le recitaba por la noche a modo de nana), ni señores venidos a menos que mantienen un halo de su antigua soberbia, ni mujeres a las que un momento de debilidad echó a la calle, ni gitanillos que recorren la colmena celiana cantando flamenco a la puerta de las tabernas.
La nueva cooperativa de menesterosos se ha armado de pañuelos de papel, transformando la limosna en transacción, u obsequian con dos pases de malabares, o uno de trapo para manchar el parabrisas, a quienes anhelan el semáforo en verde.
Un amigo aún se ríe relatándome la bronca que recibió de un mendigo al que nunca entregó una dádiva
¡Tú pasas por aquí todos los días y nunca me das! ¡ Pues que sepas que yo no me pongo aquí para perder el tiempo!
Es el mismo compinche que me regala navajas compradas en Internet, con las que unto sobre el brioche el arrope recién recolectado en un estante del supermercado. Y estoy tranquilo, porque en la carnicería me pueden enseñar cien certificados expedidos por el matadero.
Ya enmudecieron las campanas que antaño sonaron a difunto por tantos oficios, desgajados del tobogán del tiempo, que ya no tienen realidad.
Su desaparición, seguramente, ha provocado más beneficios que daño.
Salvo en mi agradecida memoria, empecinada en una resistencia que, más pronto que tarde, fracasará.
DANDO LA NOTA
VIAJE A LA SEMILLA
María Sánchez
Almáciga
Un vivero de palabras de nuestro medio rural
Ilustraciones de Cristina Jiménez
200 pp.
Barcelona, Geoplaneta, 2020
Las cinco letras de “binar” me han bastado para resucitar a mi padre (que ahora es “verdura de las eras”, cardos, abrojos y avena loca, las mismas hierbas de las que se defendía), curvado sobre el arado romano, dejando a su espalda la húmeda herida del surco y un arco iris de avecillas disputándose las lombrices.
Leyendo “dediles” he visto las desportilladas manos de mi madre sujetando con ellos una cebada rala que casi obligaba a arrodillarse. De aquella plegaria se alimentarían las cabras cuando un palio de nieve cubriera las chaparras.
En la “troje” de mi casa aún se columpia un manojo de dediles escoltados por hoces oxidadas y la “abuzaera” que lleva décadas soñando con el compasivo acero que la acaricie.
Y a pesar de que yo los usé pocas veces, no dejo de admirar la delicada arquitectura del guarnicionero, que, cosiendo los “cascabillos” de cuero (que tanto recuerdan los que cubren la pezuña del cerdo) a la altura de los nudillos, permitía que la mano, protegida de la hoz, se cerrara sobre el talle de la mies. Precauciones que no impedían esporádicos cortes, con tiempo suficiente para que la abnegada araña, enfermera del campo, tejiera su esparadrapo.
Endomingado, el lenguaje de mi aldea también nombraba “dediles” a las republicanas, asilvestradas y bellísimas flores de dragonaria (Antirrhinum majus).
Me era ajeno, sin embargo, el nombre de “almáciga”. Pero cuánta bien regada memoria me entrega el término “semillero”. Su tierra, estercolada y oscura, era un oasis para mirlos, zorzales y otros pajarillos de menor vuelo. Allí abrían sus fauces nuestras ballestas con una oruga retorciéndose, una aceituna arrugada o una espiga como cebo.
Y, sobre un lecho de cebollino, llegué a recolectar en una mañana tres mirlos que ya traían puesto el luto. La vida y la muerte convivían en dos metros de tierra.
Nuestras maldiciones recaían sobre los incautos petirrojos (“ches-ches” en mi pueblo, por onomatopeya de su llamada), tan minúsculos que no servían ni para sobornar al gato. Liliputiense “chamarreto” que, sin embargo, hacía cantar a los zarzales.
La vida que rescato de cada palabra es la que anima las páginas de esta Almáciga; vida sin estridencias, sabiduría en voz baja, texturas y colores, gestos y mimos que no debieran olvidarse nunca, pero que ya disputan su lugar a la muerte.
Si en la sustancia de su texto rememoro las honda voz del también andaluz Muñoz Rojas, en los dibujos de Cristina Jiménez alienta la ternura de Eduardo Úrculo.
Ahora que en demasiados parajes, en demasiados pueblos, solo habitan la ruina y el eco, siento el libro más como un acto de resistencia que como un epitafio. Esa “España vacía” que tanto y tan frívolamente se nombra, lo es a fuerza de la incultura, de la ignorancia, del atraso en que insistimos como sociedad, tan orgullosos de no conocernos y de no hacer nada por remediarlo.
Cuando pregunté por el libro en una afamada, y enorme, librería de Madrid, me enviaron, muy amablemente, al sótano, donde se aburrían los ejemplares sobre agricultura. “Por lo visto -remató la absurda dependienta- va de esas cosas”.
Supuse, y así se lo pregunté, si habían colocado la obra de Proust en la sección de repostería. Al fin y al cabo, malicié, trata de una magdalena.