Oda a la hipocondría: todas las versiones del "¿doctor, voy a morir?"
Resulta casi imposible evitar revisar síntomas en páginas web, llenas de información sin matices y la mayoría de las veces erróneas.
Hace dos meses comencé a sufrir de un pequeño dolor abdominal que no parecía tener ninguna explicación. Lo ignoré lo mejor que pude, hasta que se convirtió en lo suficientemente molesto como para seguir haciéndolo. Además, comencé a padecer otros síntomas: dolor de cabeza, malestar estomacal, algunos grados de fiebre e incluso, un abrupto cambio de mi ciclo menstrual. Aún así, seguí evitando acudir a la consulta médica y recurrí al recurso habitual de cualquier persona de nuestra época: Google.
Incluí en la barra de búsqueda algunos de mis síntomas. De inmediato, la lista me proporcionó una larga variedad de padecimientos. Tantos como las infinitas combinaciones del algoritmo pudo encontrar. Pálida de miedo, me incliné hacia la pantalla de la portátil para leer las más llamativas.
— Cáncer de cuello uterino. Cáncer de ovario. Cáncer estomacal — repetí en voz alta.
La garganta se me secó de puro pánico. Una y otra vez, revisé las largas y en ocasiones intrincadas explicaciones de páginas y blogs especializados con respecto a lo que podría estar causando mi cuadro médico y me aterrorizó las similitudes con las incomodidades que venía sufriendo. ¿Realmente… podía estar así de enferma?
Curiosamente, aún seguía sin hacer lo que cualquiera en su sano juicio haría en una situación semejante: acudir al médico. Me di montones de excusas: la cuarentena, el hecho que la emergencia sanitaria del COVID ocupa todos los espacios, incluso el peregrino pensamiento que necesitaba “estar segura” antes de mover todo el mecanismo de una consulta especializada. De modo que insistí en mis búsquedas, continué escudriñando todo tipo de publicaciones médicas y luego de una noche muy larga y agotadora, concluí sin lugar a dudas que moriría. Una muerte dolorosa y precedida de una larga agonía.
Woody Allen — gran hipocondríaco — suele decir que si tuviera un centavo por todas las veces que ha sobrevivido luego de haber creído moriría, no sólo sería millonario, sino además un milagro médico. Una frase que parece resumir no sólo esa extraña experiencia de la llamada enfermedad sino del hecho bien conocido, que se trata de un padecimiento tan viejo como el hombre. Después de todo, para el año de 1673, ya Molière daba vida en el Palacio Real de París a un personaje llamado Argan, conocido como el enfermo imaginario. Este Argan no era otra cosa que un pícaro de cuidado que usaba sus innumerables — e irreales — padecimientos de salud para manipular a su crédula esposa y preocupados hijos. Y aunque se trató de una comedia sin mayor trascendencia en su momento, legó a la humanidad uno de los arquetipos más preocupantes de la medicina moderna: El hipocondríaco.
¿Qué nos hace hipocondríacos? Según el estudio del Hospital General Kamitsuga, los episodios de hipocondría como el que yo estaba sufriendo no son del todo inusuales. Según las conclusiones del estudio que llevó a cabo la institución, la mayoría de nosotros sufriremos alguna vez un momento de pánico agudo relacionado con nuestra salud y la posibilidad de la muerte. No se trata sólo de una obsesión constante y sostenida, sino de algo mucho más breve pero no por eso, menos intenso.
Claro está, Google no es responsable de lo que cualquiera puede concluir al realizar una búsqueda en su sistema, pero si se ha convertido en una herramienta indispensable que facilita no sólo la certeza de la enfermedad y la muerte inminente, sino que fomenta el peligroso hábito del autodiagnóstico y automedicación. Resulta casi imposible evitar revisar síntomas en páginas web, llenas de información sin matices y la mayoría de las veces erróneas, y asumir como real el diagnóstico accidental que logramos concluir. La costumbre se ha hecho tan habitual que incluso tiene un nombre que lo describe (cibercondría) y según la Universidad de Baylor (Texas, EE UU) se considera formalmente como un trastorno de ansiedad.
Como mi caso, supongo. Finalmente y luego de casi dos días de agonía solitaria, decidí acudir al médico. Lo hice con el pleno convencimiento que me esperaba al menos, un diagnóstico lo suficientemente duro como para empequeñecer cualquier pensamiento sobre la pandemia mundial, el futuro e incluso, mis imprecisos pensamientos sobre la fatalidad. Luego de practicarme un par de estudios clínicos menores y obtener los resultados, el médico me pidió pasar a su consultorio. Me miró unos instantes antes de dictar sentencia. Antes, había tenido que soportar mis quejas y como no, el anuncio de mi muerte inminente.
— Una bacteria estomacal — me explicó con sequedad.
— ¿Eso es todo?
— A pesar de lo que pueda creer, tengo más conocimientos que Google sobre el cuerpo humano.
Una vez leí que la obsesión es el plano inmediatamente superior de la ansiedad. Que es muy sencillo que algo tan trivial como el miedo imaginario se convierta en una convicción muy concreta, en una certeza abrumadora difícil de contradecir. En algo tan incontrolable que puede no sólo restringir nuestros espacios mentales sino además, golpearnos de las maneras más inesperadas. Pienso en esa frase mientras me palpo el vientre, aturdida por el mero hecho de comprender la dimensión — profundidad — de mis miedos. Quizás no todo es tan sencillo sobre el poder de la mente humana para obsesionarse con su propios terrores, me digo. Con ese lugar irracional que carece de nombre y quizás, incluso definición. Así somos, supongo.