Nunca pensé que a mi hijo mayor le afectaría tanto el nacimiento de su hermana
Ya me habían avisado. Me dijeron que iba a ser complicado. Pero nunca NUNCA pude prever esta catástrofe.
Poco tiempo después del nacimiento de mi hija Hana, estaba redactando un artículo para contaros su llegada y el comienzo de nuestra nueva vida a cuatro. Aunque compartía con vosotros ciertas dificultades, en general era positivo.
Pero, no nos vamos a engañar; ahora no os voy a hablar de brillantina ni de unicornios rosas. Llevo casi tres meses de retraso para contaros de una vez qué sucedió en realidad.
Para mí, no tiene ningún sentido edulcoraros las cosas, ya empezáis a conocerme lo suficiente como para saber que estoy en la mierda. Sí, es mierda ligera, pero mierda igualmente.
Así que, a las famosas preguntas tipo: "¿Qué tal? ¿Te las apañas con los dos? ¿El mayor se ha adaptado?", yo respondo algo así como: "Sí, bien... a veces cuesta, pero en general bien".
Pues no, esta es la verdad, la pura verdad, la HORRIBLE verdad.
"Bueno, ¿qué tal?", me preguntan.
¿Francamente? "Uf", respondo.
Mira que me lo habían dicho. Me habían advertido de que iba a ser complicado. Pero nunca NUNCA habría podido prever la catástrofe que iba a ocurrir con Adam.
Ya antes del nacimiento de Hana, él no entendía muy bien qué ocurría. Le decíamos que había un pequeño bebé en el vientre de mamá, que iba a tener una hermanita... ninguna reacción, se limitaba a repetir: "¿Bebé dentro?", sin llegar a comprender nada. A mí misma me decía que al final lo entendería, cuando naciera la niña y él la tuviera delante. Pues no.
Cuando la "bebeana" nació —y, atención, para él no es ni "bebé" ni "Hana"— al principio se mostró intrigado. Veía cómo el bebé llegaba a su vida, un intruso en su territorio, un intruso en brazos de su mamá. Al principio, no hubo reacciones excesivas, como si dijera: "Espera, cálmate, en cualquier momento se irá". Así que él observaba, giraba a su alrededor, le daba un beso cuando yo también se lo daba, le acariciaba la mejilla cuando yo lo hacía...
En ese momento pensaba: "Tranquilízate, chica, que tu niño es formidable".
Y, después, poco a poco se dio cuenta de que el viaje era largo. El niño empezó a perder la paciencia, a ser brusco y, a veces, hasta violento.
Qué insolencia, no os lo podéis imaginar. A la mínima contrariedad, se ponía a revolcarse por el suelo y a gritar. Le entraba una cólera terrible cuando me veía sonreírle a su hermana. "¡YO QUIERO, MAMÁ!", se ponía a chillar. "¡MALA, MAMÁ!", en cuanto pasaba un poquito más del tiempo necesario para dejar a su hermana en la cuna y cogerlo a él en brazos.
En cuanto cojo a la niña en brazos, ya sea para un biberón o para una caricia, Adam deja todo lo que tiene entre manos y viene corriendo a chocarse contra mí. CHOCARSE, he dicho bien. Como si fuese un ariete. Qué estrés, qué dolor, que haga daño a su hermana, que se haga daño a sí mismo.
Cuando voy a alguna sala con Hana en brazos, él está ahí, enganchado a mis piernas, como un koala a su árbol. Cuántas veces habré estado a punto de caerme al suelo con la pequeña en brazos porque él se cruza en mi camino...
Cuando trato de mecerla para que se duerma, él está a mi lado, con sus juguetes, con un libro, o con nada, ahí solo. Pero, claro, hace ruido, canta, me habla, y la niña se despierta, cuando ya llevaba una hora intentando dormirla.
Cuando le doy el biberón, se me sube a las rodillas, las cuales —os recuerdo— ya están tomadas por su hermana. Entonces él intenta escalar sobre su hermana para sujetar el biberón, y con gestos bruscos le mete la tetina en la garganta, como si quisiera ahogarla.
Quiero pensar que él no se da cuenta de su "fuerza", que no quiere hacerle daño a propósito, ¡pero a veces es tan violento!
Cuando le doy un baño a su hermana, es la misma historia, empuja todo y viene a meterse ENTRE ella y yo.
Cuando estaba embarazada, me lo imaginaba como parte de esos pequeños momentos. Me lo imaginaba a mi lado, jabonando la tripita del bebé, aclarándole el pelo, esas pequeñas cosas adorables que se cuentan en los relatos de familias perfectas. Pero, no, él se empeña en ponerse entre las dos, relegándome a un segundo plano. Mete los brazos en el agua, se empapa las mangas de forma sistemática, chapoteando para salpicar al bebé (y a mamá, de paso).
Yo trato de mantener la calma: "Adam, por favor, cariño, hay que hacerlo con cuidado, todavía es un bebé, deja que lo haga mamá, ponte a mi lado...". Pero enfrente tengo a un cabezota que no deja de gritar: "¡NO, MAMÁ, MALA!", y que hace que su hermana se sobresalte. La pobre, que todavía no se ha recuperado de las salpicaduras, se pone a llorar, sumándose a los lloros de Adam.
Os aseguro que ahí yo ya he perdido la calma: grito, gruño, me enfado con él... en fin, una carnicería.
Un fracaso.
Siempre me he preguntado si podría llegar a querer a los dos de la misma manera. Mi hijo era mi maravilla, lo quería hasta morir y me decía que quizás nunca iba a tener tanto amor para repartirlo entre los dos al mismo tiempo.
Pero ahora tengo otro horrible sentimiento: he llegado a preguntarme si no quiero a mi hija más que a mi hijo.
Ella es tan dulce, tan tranquila, tan perfecta. Se hace tan pequeñita al lado de un hermano tan dominante, que grita y que se enfada continuamente.
Incluso he llegado a tenerle rencor. A estar resentida con él por robarme esos momentos que deberían ser tiernos: dar un baño a la pequeña tranquilamente, darle el biberón con calma, balbucear con la bebé y disfrutar de sus primeras sonrisas.
Con él, pude dedicarme plenamente a todo esto, pero él me roba ahora la posibilidad de hacerlo con su hermana.
Parece que sólo me dirijo a él gritando o gruñendo. Y me siento fatal por ello, pero es que me agota la paciencia. Por la noche, me acerco a él para explicarle con calma las cosas. Le pregunto por sus sentimientos, le pregunto por qué reacciona así, cómo vive la llegada de su hermana... Por supuesto, tiene dos años y medio, así que la conversación no da para mucho. Digamos que yo hablo y él escucha.
A veces me dice cosas que me recuerdan de forma brutal que sólo tiene dos años y medio, y que tiene que compartir a su mamá, lo cual no es fácil.
Me pregunta: "¿Te has enfadado, mamá? Perdona...". Con esos grandes ojos de niño.
O, si no, me dice: "¿Puedo beso a bebeana?", mientras que antes él imponía sus besos. Al final, le digo "besos sí", pero hubo un momento en el que eran cabezazos y no besos, seamos sinceros.
Me dice: "Mamá, bebeana llora. Ven, rápido, dale chupete a bebeana", en cuanto oye el primer sollozo de su hermana. Y cuando tardo un poco, lo veo buscando el chupete y poniéndoselo con suavidad en la boquita, sujetándolo bien para que no se le caiga... "No pasa nada, bebeana".
O cuando dice: "Es muy mooooooooona" cuando ella hace esos ruiditos de bebé y él la imita para hacerla reír.
Me dice: "Mamá, dale plastilina a bebeana, está sola" cuando estamos comiendo y Hana está en su sillita.
Lo quiero con un amor sobrenatural a este niño.
Tan sobrenatural como su capacidad para volverme como una cabra.
No obstante, es difícil encontrar el equilibrio. O, mejor dicho, hacer que encuentre un equilibrio, para que no se sienta excluido.
Tratamos de no alborotar mucho delante de él, le damos prioridad, y queremos pensar que Hana todavía es muy bebé y que ella no se acordará de estos gestos de mayor. Así que la dejamos llorar más tiempo del que nos gustaría, porque Adam requiere nuestra atención.
Es difícil, ¿sabéis?
Por la noche, cuando entro a su habitación y los veo dormidos y tranquilos, me los imagino dentro de unos años. Cuando sean cómplices en sus trastadas y se alíen contra mí, los dos juntos. Cuando Adam cuide de ella y Hana lo considere como un héroe.
De verdad que tengo ganas de que llegue ese día. Pero estoy agotada.
Estoy hecha polvo.
Este artículo se publicó anteriormente en el 'HuffPost' Francia y ha sido traducido del francés por Marina Velasco Serrano