Mi familia ya sabe lo que es el distanciamiento social porque lo vivimos en 2014
Al ver a mi hija con tres vías intravenosas, dos tubos de drenaje y media docena de monitores conectados, entendí por qué una infección respiratoria habría sido fatal.
Hace seis años en este mismo mes, mi familia se vio obligada a poner en marcha una especie de distanciamiento social, pero estábamos solos en esto.
En primavera de 2014, a mi hija de ocho años, Sammi, le programaron una operación de corazón. Mi marido y yo lo supimos con varios meses de antelación pero decidimos no decírselo a ella y a su hermana Ronni, de 11 años, hasta una semana antes porque no queríamos que tuvieran tanto tiempo para preocuparse.
Lo que no sabíamos por entonces era que cinco semanas antes del gran día, la asistente de cirugía nos llamaría para decirnos que empezáramos a evitar las potenciales fuentes de contagio para proteger a Sammi.
“Nos gustaría poder decirles a las familias que dejen de llevar a sus hijos al colegio un mes antes de la operación, pero sabemos que no es una petición realista para la mayoría de la gente, así que, por lo menos, recomendamos que canceléis todas sus actividades salvo el colegio”, nos dijo.
Me quedé pasmada: ”¿Como por ejemplo el fútbol?”.
“Absolutamente todos los deportes, y también sus quedadas y fiestas después de clase”.
Siguió ampliando la lista con conciertos, obras de teatro y demás reuniones sociales. El objetivo, según nos explicó, era limitar el número de lugares en los que Sammi pudiera coger algo tan simple como un catarro. En el caso de que sufriera una infección respiratoria de cualquier tipo, habría que cancelar la operación.
Ya habíamos pospuesto la operación para que coincidiera con las vacaciones de primavera y se perdiera menos días de clase. Necesitaba esa operación para solucionar sus problemas cardíacos, de modo que esperar un poco más sería duro. O peor aún: si la operaban y a los dos días se enfriaba, su recuperación correría serio peligro.
Así pues, nos embarcamos en una aventura de tres semanas en las que cancelamos absolutamente todos nuestros planes. Nos pusimos en contacto con su profesora y con los padres de sus amigos, que nos ayudaron impulsando entre sus hijos la costumbre de lavarse las manos y unos mejores hábitos de higiene en clase. Dejamos de llevar a las niñas a la clase de taekwondo y al coro. Todavía era demasiado pequeña como para enterarse de lo que pasaba. Nos inventamos una excusa para faltar a la fiesta de Purim de nuestra sinagoga y diseñamos una fiesta especial en casa de su abuela, donde jugamos a hacerle la manicura, a crear una jarra con purpurina de la que brilla en la oscuridad, a hacer un puzle de muchas piezas y le hicimos una sesión de fotos con disfraces. Las quedadas para jugar con amigos pasaron a ser todas al aire libre.
Mi marido y yo hacíamos todo lo que podíamos para desinfectarnos cuando llegábamos a casa, nos lavábamos las manos y limpiábamos los pomos y los mandos a distancia con toallitas desinfectantes. Empezamos a tomarnos nuestras vitaminas religiosamente, una práctica que antes seguíamos de forma muy irregular. A las niñas les dijimos que estábamos intentando evitar que yo me enfriara en la peor época para los alérgicos.
A comienzos de la cuarta semana, les contamos a Sammi y a Ronni lo de la operación y les suavizamos la noticia con un nuevo iPad. Respiramos de alivio por estar ya en la recta final; solo una semana más.
Dos días después, nuestra hija mayor, Ronni, pilló un resfriado.
Nos pusimos histéricos. Rociamos desinfectante por toda la casa, separamos a las niñas en habitaciones individuales y telefoneamos a la asistente de cirugía.
“¿Qué hacemos?”, le preguntamos.
“Sacad a Sammi de ahí inmediatamente”, respondió.
Resignados, llevamos a Sammi a casa de su abuela, donde pasó los siguientes cuatro días aislada del resto del mundo. En casa, mi marido y yo hicimos lo posible por mantenernos a metro y medio de Ronni en todo momento. Solo tenía 11 años y fue terrible. Nos disculpábamos con ella continuamente y le traíamos batidos y libros nuevos y le dejábamos ver Harry Potter hasta que se le cerraban los ojos. Tomábamos un montón de suplementos vitamínicos para reforzar nuestro sistema inmunitario y nos lavábamos las manos durante 20 segundos, lo que tardábamos en cantar Cumpleaños feliz dos veces.
Gracias a Dios, funcionó.
Cuatro días después, trajimos a Sammi a casa, pero aun así las mantuvimos en habitaciones separadas. Faltaban dos días para su operación y la dejamos salir al parque a jugar con su mejor amiga. Ronni tenía que llevar mascarilla cada vez que estaban en la misma habitación.
Al octavo día de empezar el catarro de Ronni, Sammi fue al hospital para que la operaran. Fue bien y, lo que era igual de importante, Ronni no la llegó a contagiar.
En todo ese periodo, el resto del mundo siguió su curso habitual: gente estornudando en el manillar de los carritos del súper y abrazándose para compartir sus gérmenes con el mundo, pero por primera vez, yo me daba cuenta.
Resulta que nuestra experiencia con el distanciamiento social nos preparó bien para lo que el resto del mundo está viviendo ahora mismo. Tuvimos que ajustar nuestras expectativas, mantener a las niñas entretenidas, gestionar la ansiedad y seguir adelante. Es cierto que conocíamos la fecha del final de nuestro aislamiento, lo cual ayuda, pero estábamos en eso solos, lo cual no ayuda.
La semejanza más importante con la situación actual es lo mucho que nos jugábamos. Después de ver a Sammi con tres vías intravenosas, dos tubos de drenaje en el pecho y media docena de monitores conectados a ella, comprendí por qué una infección respiratoria habría sido especialmente peligrosa para mi hija. Las personas con una salud frágil necesitan nuestra protección. Por muy duro que me hubiera resultado a mí (y a Sammi) alejarme de ella mientras se recuperaba en el hospital, me habría quedado en casa si Ronni me hubiera contagiado su catarro. Me habría roto el corazon y me habría causado una ansiedad insoportable, pero también le habría salvado la vida.
Años después, los recuerdos de aquella época no han afectado a los miembros de mi familia por igual. Hace poco, Sammi me recordó la fiesta de Purim improvisada que le organizamos. Habló de lo mucho que se divirtió haciendo el puzle y las manualidades en casa de su abuela y me preguntó si yo también me acordaba. Le dije que claro que me acordaba y le pregunté si sabe por qué lo celebramos así en 2014. No lo sabía. No tiene ni idea de la ansiedad que pasamos su padre y yo. Solo recordaba lo bueno.
Ahora que los padres de todo el mundo tienen que afrontar una situación similar, merece la pena considerar el lado positivo. Cuando recuerdo las cosas buenas que hicimos para que la experiencia fuera más sencilla para las niñas, solo consistió en cambiar el chip y reflexionar sobre nuestras necesidades.
Ese iPad nuevo era algo que habíamos insistido que nunca les compraríamos, pero en situaciones desesperadas hace falta cambiar de mentalidad. Al no poder ir a ningún restaurante, tuve que usar la imaginación en la cocina, de modo que hicimos muchos platos especiales. Compramos juegos nuevos, leímos libros maravillosos y decubrimos que Sammi es invencible jugando al Uno. En cierto sentido fue como cuando lo pasas mal porque tienes anginas pero al menos puedes tomar mucho más helado.
Incluso el hecho de separar a nuestras hijas cuando Ronni enfermó les permitió darse cuenta de lo mucho que se querían; se tenían que comunicar a gritos a través de las paredes y nos preguntaban todos los días cuándo podrían volver a abrazarse. Al hablar con nuestros amigos sobre la importancia de la higiene y de distanciarnos de cualquiera que tenga un resfriado nos demostró en quiénes podíamos confiar. Nuestras amistades se fortalecieron por videollamadas mientras Sammi estaba ingresada, pero también por mensajes escritos de gente que no podía hacer videollamadas. Disfrutamos de nuestra cercanía como familia y aprendimos a manejar la situación cuando esa cercanía se volvía asfixiante.
Al igual que para nosotros en 2014, el distanciamiento social que debemos mantener en la actualidad es fundamental e innegociable. Nosotros lo conseguimos (unas veces era fácil y otras, no tanto) y el resto del mundo también lo conseguirá. Relajad vuestras reglas, buscad el lado positivo de las cosas y prestad atención a los cambios de dinámica que puedan darse en vuestras casas. Esto lo vamos a superar juntos. Bueno, más bien a un par de metros de distancia los unos de los otros.
Debi Lewis es escritora. Su trabajo ha aparecido en The New York Times, Kveller, ScaryMommy, Brain Child y otros lugares. Puedes descubrir más sobre ella en su Twitter @GrowTheSunshine y en su página web DebiLewis.com.
Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.