No son los Oscar… somos nosotros
No es de recibo que se ponga en entredicho la calidad, el talento o la pertinencia de los ganadores de los premios de la Academia.
El mundo ha cambiado, qué novedad; pero si persistimos y nos ofuscamos en amplificar esta idea, los que no cambiaremos somos nosotros. La transformación forma parte de la vida, superémoslo.
Durante dos días hemos asistido a un aluvión desafueros acerca de la 93 entrega de los Oscar, como si nuestros juicios particulares fueran a alguna otra parte que no sea a saturar al resto de los oyentes. Estos comentarios, además de innecesarios, son de lo más despiadados: “los Oscar son demasiado políticamente correctos”, “hay un exceso de diversidad”, “no son como siempre”, “a la ceremonia le faltan los números musicales”. Lo paradójico es que la crítica tradicional se centraba precisamente en lo opuesto, a saber: su patente falta de diversidad, la monotonía de su ritmo y lo accesorio de sus números musicales.
Las cifras
Ayer se publicaron las cifras de espectadores y, como no podía ser de otra forma, la audiencia de los Oscar ha disminuido estrepitosamente, tanto que ha descendido en 13,75 millones de espectadores en comparación con el año pasado, un año que, por cierto, tampoco había arrojado datos positivos.
A pesar de ello, el clima de desidia ya estaba gestado semanas antes. Cientos de personas afirmaban tener nulo interés en una entrega de premios cuyas películas apenas habían visto y a las que tan solo podían juzgar de oídas. En este contexto, difícilmente se consiguen adhesiones.
La crítica, no obstante, va más allá y acaba haciendo personal lo que, obviamente, es global. No es falta de interés, es desidia total por el contexto. No son los Oscar, es la pandemia. Si cada día conocemos datos descorazonadores e incongruentes no está el alma para el glamour y la magia que tantas veces nos ha sacado de la realidad. En este clima general, es la realidad la que se ha impuesto para hacernos perder la noción de placer. Queremos salir de esto y queremos salir ya.
La gala
Entretanto, quienes hacen de la queja una virtud han seguido lamentándose. No están de acuerdo con el enfoque cinematográfico que quiso darle Steven Soderbergh —con independencia de que lo lograra o no—, ni con el plano secuencia con el que hizo aparición Regina King. Incluso hay quien critica las ausencias, por no hablar de quienes ponen en entredicho el propio reparto de premios.
Sin embargo, nadie se ha atrevido a certificar sin ambages que este año, en el que la producción ha sufrido tantas dificultades, se ha conseguido estrenar un gran número de películas notables, algunas incluso sobresalientes. No han faltado estrellas, ni cineastas, ni tampoco el coraje de alumbrar historias verdaderas, llenas de lirismo y belleza.
Este hecho denota que la maquinaria de Hollywood sigue engrasada como de costumbre. He echado en falta premios, obviamente, como el de Mejor guion para El juicio de los 7 de Chicago de Aaron Sorkin o el de Mejor dirección fotográfica para Nomadland; tampoco logro comprender por qué First Cow, de Kelly Reichardt, no consiguió una desdichada nominación, como mínimo, a Mejor dirección o a Mejor fotografía. Pero, en general, los premios han respondido a una lógica congruente con el talento y cualquier lamentación forma parte del anecdotario más o menos habitual de la historia de los Oscar.
Lo que no es de recibo y, por tanto, bajo ningún concepto deberíamos tolerar, es que se ponga en entredicho la calidad, el talento o la pertinencia de los ganadores. Si Chloé Zhao ha obtenido el Oscar a Mejor dirección es porque, honestamente, este año es la mejor directora y la suya, con diferencia, es la mejor película proyectada. El trabajo de Zhao no solo es digno de alabanza, sino que no merece el descrédito de quienes aducen que su premio responde a su procedencia o a su sexo. Es una cineasta brillante, esas son sus armas.
Tampoco se pueden cargar las tintas contra Yuh-Jung Youn por su Oscar por Minari, entre otras cosas porque realiza un trabajo espectacular y, seamos sinceros, su gracejo y su sentido del humor fue de lo más celebrado en la ceremonia. Su edad y su nacionalidad, de nuevo, no son factores que deban influir en nuestro juicio. Empecemos a ser serios.
Lo mismo sucede con Daniel Kaluuya y su Oscar por Judas and the Black Messiah. Me pregunto si todavía queda alguien que no crea que se merece el Oscar, porque Kaluuya lleva años siendo uno de los actores más competentes que ha entregado el cine de Hollywood. Lo extraño era que todavía no lo hubiera obtenido.
Y, finalmente, están los casos de Frances McDormand y Anthony Hopkins. Sobre la primera (en todos los sentidos), he llegado a leer críticas sobre su atuendo, su peinado o su aullido. Miren, a estas alturas, Frances McDormand no tiene nada que demostrar; puede maullar, aullar y hasta ladrar si le place, porque es una de las grandes actrices que ha dado la historia del cine. Y si necesita o no peinarse (he llegado a leer) es asunto suyo en exclusiva.
Polémico Anthony Hopkins
Respecto a Anthony Hopkins, ha de reconocerse que, en su caso, el orden de factores sí altera el producto. Quizá si la estructura de los premios se hubiera mantenido y el galardón a Mejor película se hubiera situado en el clímax de la gala, como de costumbre, la sensación de decepción no hubiera sido tan acusada. El que la ceremonia finalizase con un seco y sombrío recuerdo a Chadwick Boseman, lejos de amplificar su memoria consiguió el efecto contrario.
El premio a Anthony Hopkins (recogido por el nada locuaz Joaquin Phoenix) parecía improvisado y fuera de lugar. Fallo de un director como Steven Soderbergh, quien debería saber ya, a estas alturas, que el final es la mejor parte de cualquier película.