No quiero cocinar para mi familia y no pienso seguir sintiéndome culpable
Ya no me intento obligar a que me guste el proceso ni pienso que deba tener un plato estrella para ser una madre 'de verdad'.
Hace poco, mi marido, mis hijos y yo fuimos a cenar a casa de una amiga. Su casa estaba inmaculada: velas blancas en vasos de cristal impecables, el paisaje del estrecho de Puget a través de la ventana de su salón y el sol anaranjado recorriendo el último tramo del cielo antes de desaparecer el resto de la noche.
Mi amiga me llenó una copa de vino y me cogió del brazo para llevarme a la cocina. “Prueba esto y dime lo que piensas”, me dijo y me ofreció uno de los aperitivos que había creado: unos montaditos hechos con galleta salada casera, queso de cabra, jamón, rúcula fresca que había cogido de su jardín y unas gotas de vinagre balsámico. Estaba buenísimo. Con la boca llena, le enseñé el pulgar y luego se lo confirmé después de tragar.
Es una anfitriona excelente y una ama de casa que cuida todo al detalle. No era la primera vez que me pasaba: deseé saber cocinar algo delicioso y tener la confianza en mí misma para ofrecérselo a mis invitados. Me gustaría disfrutar preparando comidas para mi familia y mis amigos.
No es que no lo haya intentado. Siempre voy al súper con intención de encontrar ingredientes para cocinar. Miro con esperanza y ganas el suntuoso pasillo en el que me encuentro: pimientos rojos relucientes, cogollos de lechuga firmes, tomates colocados como reliquias, pasta fresca cuidadosamente plegada en sus paquetes. Incluso me emociono cuando el pescadero me envuelve con cuidado el salmón fresco y me lo entrega con una sonrisa. Todavía estoy motivada cuando llego a casa. Voy sacando la compra con los ingredientes con los que planeo hacer una comida casera y, en cuanto he sacado la última verdura de la bolsa de la compra, salgo de la cocina para hacer otras cosas.
Miro el correo, plego la colada, devuelvo unas llamadas telefónicas, saco a pasear al perro otra vez y, cuando se acerca la noche, mi entusiasmo se ha desvanecido como el agua por el desagüe. Son las 18:30 y no tengo ganas de pelar y cortar verduras por muy bonitas que sean. No tengo ganas de sazonar y asar pescado. No quiero tocar nada de lo que he comprado. No tengo ningún interés en cocinar el plato que había pensado hacer.
No siempre fue así. Antes me gustaba cocinar. Desde los 10 años, cuando mi padre me criaba, yo le hacía la cena a él y a mi hermana. Cuando me casé, cocinaba para mi marido. Cuando nacieron mis hijos, empecé a cocinar para mi nueva familia. Incluso preparé comida para varias fiestas a las que asisitimos. Sin embargo, en algún momento, me quedé sin gasolina.
Cocinar empezó a parecerme más bien un trabajo con mucho lugar para el error, una obligación sin apenas recompensa. Planificar las comidas, ir a comprar y hacer la comida lleva su tiempo, y cuando terminas, lo único que quedan son platos y sartenes para lavar. No parece una muestra de amor que merezca mucho la pena.
Pero mi problema es que yo quiero que me guste. No logro quitarme de la mente la noción anticuada de lo que debe ser una madre y lo que se supone que debe hacer. En mi mente, hacer comidas caseras es la mejor prueba de que soy buena madre y pienso que independientemente de cualquier otra cosa que logre, si no sé cocinar, estoy fracasando.
Lógicamente, soy consciente de que cocinar es solo una parte más de criar a mis hijos (mi padre no me hizo más que unos pocos platos a lo largo de mi infancia y aun así fue un padre estupendo), pero no logro aceptarlo para mí. Mi marido, que es peor que yo en la cocina, me dice que no me preocupe por cocinar, que no significa nada sobre cómo soy como madre y que a él le encanta cómo me preocupo de nuestros hijos. Pero yo quiero sentirme orgullosa por alimentar bien a las personas a las que quiero.
Quiero ser una mujer capaz de dar de comer a sus seres queridos. Sé lo importante que es y me preocupa lo que pueda significar que no sepa hacerlo bien.
Yo no pude crecer con alguien en casa que me hiciera la comida. Me encantaba comer lo que cocinaba mi madre los fines de semana que podía verla. Me siento mal por mí porque cocinar me parece una carga más pesada que ninguna otra por la cantidad de pasos que hay desde que concibes un plato hasta que llega a la mesa.
No es que no me guste esforzarme. Normalmente cumplo los objetivos que me propongo en otros ámbitos de la vida, pero la mayoría de los días de la semana no soy capaz capaz de reunir y mantener la energía mental necesaria para ir al súper y hacer la cena.
Pensaba que tener todos los ingredientes a mano me inspiraría, de modo que me suscribí a un servicio de envío a domicilio de kits de ingredientes y escogí un menú de pasta y pollo. Hice pappardelle con guisantes, requesón y ralladura de limón, y a mí me gustó, pero a mis hijos, no.
La receta mediterránea de pollo con arroz fue la siguiente. Admito que abrí los ojos como platos al leer: “En un recipiente poco profundo, mezcla los primeros 8 ingredientes”. ¿Los primeros 8? ¿Aún había más? En mi mente, ya me había rendido. Murmurando por lo bajo, seguí las instrucciones de la receta y preparé un plato que más o menos se parecía al de la foto para que mi familia probara unos pocos bocados.
Cuando me di cuenta de que durante las semanas siguientes estaba ignorando las recetas de los kits y que había vuelto a echar la carne a la sartén con las mismas especias de siempre, comprendí que ni siquiera con los ingredientes ya medidos y enviados a domicilio tenía ganas de utilizarlos.
Tuve que cancelar mi suscripción a este servicio antes de que llegara otra caja cara a mi portal. Fui a la pestaña de Cancelar en la página web y cuando me preguntaron el motivo, me quedé paralizada. No sabía que iba a tener que admitir el verdadero motivo. Me sentí avergonzada, pequeña e incluso indignada. ¿Por qué tenía que contárselo? Me quedé mirando el espacio en blanco en la pantalla.
Y entonces lo hice. Escribí la verdad. “Este servicio de envío de ingredientes a domicilio no es para mí. No cocino. No hay nada que me haga querer cocinar”. Le di a enviar y solté el aire que había estado aguantando sin saberlo.
Ahora me doy cuenta de que llevo años buscando excusas: que si mis hijos son muy quisquillosos con la comida, que si a nadie le gustan las mismas cosas, que si me agota pensar en ideas para las cenas, o mi excusa favorita, que estoy cansada de estar encima de mis hijos todo el día. Pero ambos son adolescentes ahora y no llegan a casa hasta la noche. Ya no hay excusa.
De vez en cuando, todavía cocino para mi familia algunos de mis platos típicos: tacos los martes, hamburguesas, pescado al horno, macarrones con queso o, mi opción favorita, pedir comida ya hecha, pero ya no me intento obligar a que me guste el proceso ni pienso que deba tener un plato estrella para ser una madre “de verdad”. Voy a hacer lo posible por dejar de compararme con los demás, sobre todo en lo que ahora veo claro que es una forma muy estrecha de concebir la maternidad.
Mi forma de ser madre es similar a la de otras madres, pero también es única. Llevo a mis hijos a casa de sus amigos y los recojo, les pongo notas en la comida, aparco el teléfono cuando estamos juntos, les escucho cuando me dicen que no quieren seguir apuntados a un deporte, me siento a su lado y hablo con ellos antes de que se vayan a dormir, les compro comida basura cuando pasan la noche en casa de algún amigo y de paso me compro mis golosinas favoritas. Puede que no tenga un plato estrella, pero he aprendido a dejar de interrumpir a mi hija cuando me cuenta algo y la semana pasada le hice a mi hijo las preguntas correctas sobre el bioma tropical que había creado en Minecraft. Estoy que me salgo.
Probablemente nunca querré cocinar. Me gusta la idea de saber cocinar, pero llevarla a la práctica no es lo mío. Lo mío es comer. Eso se me da genial.
Llevo tanto tiempo atrapada en esta espiral de odiar la cocina que no sé qué haré ahora con todo el tiempo libre que me ha quedado. Probablemente me pondré a organizar los menús de comida a domicilio.
Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.