Netflix o el narcoticidio colectivo
"Algo-ritmo".
Se veía venir y ha acabado pasando: un algoritmo ya decide sin pudor por nosotros. Desde hace algún tiempo, la conocida plataforma de entretenimiento Netflix ofrece una opción para los que no quieran invertir tiempo ni discusiones en escoger película o serie. Se trata del botón “reproducir algo”.
Seguro que le han dedicado neuronas, como siempre dicen que hacen las grandes plataformas, pero lo cierto es que el solo nombre ya es desilusionante: “algo”. El signo de nuestro tiempo. El vacío, la nada, lo hueco, lo indiferenciado: algo. Qué más da lo que sea. Mientras que sea algo, mientras nos siga manteniendo amarrados al infinito bucle del sofá con mantita.
Podrían haber escrito “sorpréndeme” o “llévame lejos” o “hazme vibrar”. Dice el diccionario que uno de los significados de “algo” es “un poco, no del todo”. Y así nos quedamos nosotros, en ese “no del todo”. Porque, a cambio de nuestras expectativas de escapar de la vida cotidiana, de querer olvidar a nuestro jefe, del deseo de poner un poco de paz en el griterío de nuestros retoños y, por supuesto, a cambio de la cuota que religiosamente abonamos todos los meses, la respuesta es “algo”.
Para los que pensaban que la propuesta sería aleatoria, y así tener la ocasión de vivir la emocionante sensación de salir de nuestra burbuja de filtros, nada más lejos de la realidad: un algoritmo (cómo no) selecciona ese “algo” basándose en nuestro historial de uso (cómo no). Por eso es un algo-ritmo, claro. No nos habíamos dado cuenta hasta ahora de que la primera parte de esa palabra contiene lo vacuo, lo frío, lo que no palpita: lo carente de humanidad.
Hoy somos nosotros quienes escogemos nuestras compras, pero mañana le pediremos a Amazon que nos venda “algo”. Lo que sea, lo que tenga que ver con lo que compramos la semana pasada. Y así llegarán a nuestra casa una y otra vez ungüentos para los hongos en los pies, rollos y rollos de papel higiénico o ropa interior que nos queda pequeña. Y nos enviarán compulsivamente el último gadget absurdo que dejamos de usar a los pocos días la primera vez que lo compramos. Y así viviremos nuestro particular día de la marmota hasta lo obsesivo, hasta lo surrealista, hasta el desmayo.
Luego todo empeorará. Y al entrar en Tinder solamente aparecerá un botón que dirá: “Emparéjame con algo”. Y veremos en pantalla un Frankenstein virtual que sumará todos los rasgos que hemos valorado en nuestros anteriores ligues. Un sintozoide que a la vez es gracioso y adorable, y también le va el deporte y adora la cocina, y siempre se lleva bien con su suegra y, por descontado, nos regala a diario palabras de aliento, alguien que siempre sonríe, que nunca se enfada, que tiene el cabello rubio y moreno en días alternos y que es incansable en el sexo. O sea, un engendro soporífero, una letárgica aburrición: un asco de algo.
Han dicho que esta nueva opción de Netflix está pensada para los indecisos. Olvidando que, en esta sociedad nuestra de tanta medianía y pandereta, de tanta caspa opiopular, uno de los objetivos de cualquier responsabilidad social corporativa sensata debería ser hacer que los ciudadanos dejemos de ser indecisos para ser decisivos. En todos los sentidos. Que dejemos de ser pasivos para ser activistas de lo nuestro, lo que quiera que sea lo de cada uno. Que abandonemos la indolencia para dolernos de lo que nos falta, de lo que aún no hemos conquistado.
Un estudio ya demostró que la televisión basura hace a los espectadores lerdos y menos cívicos. Ahora hace falta otro que ilustre las calamidades derivadas de ser el pelele de un algo-ritmo, antes de que olvidemos por completo que el cerebro descansa en lo predecible y se crece ante la incertidumbre.
Si eso no llega, tal vez nos encontremos a la vuelta de la esquina con una televisión que solo muestre un botón: “Suscríbeme a algo”. Por 9,99 al mes, claro. Y con las tres primeras cuotas gratuitas de rigor. Todos pulsaremos ese botón y nos adheriremos a propuestas cada vez más descarriadas: una caja sorpresa con una selección de colutorios veganos, una app para hacer ejercicio en pelotas o un club de probadores de escobillas de baño ergonómicas.
No hace tanto un algo-ritmo de Microsoft tuvo que ser desconectado por sus arengas fascistas. Hay inteligencias artificiales que son machistas, Google Photos tuvo que ser parcheado porque confundía a personas negras con simios y hay algo-ritmos que calculan qué presos reincidirán y que también son racistas. Todos estos escándalos son, por descontado, rápidamente soterrados para evitar que la digitalización se salga de su hiper hype, de su continuo erguimiento adolescente.
Por si todo eso fuera poco, ahora Zuckerberg amenaza con Meta, una delirante aparición con nombre de derivado anfetamínico, la faraónica quimera de quien sueña con tener a la humanidad entera sometida bajo el control de sus opacos algo-ritmos. Es inevitable comparar sus dispositivos de realidad virtual con las gríngolas que se ponen a los caballos para que solo miren en una dirección.
Cuesta creer que las grandes plataformas promuevan más adherencia que los gobiernos. Cuesta porque los gobiernos, al menos en la teoría, persiguen el bienestar del ciudadano. Las plataformas, al contrario, buscan extraerle el zumo de sus datos y el dinero de sus cuentas mientras lo idiotizan con sus espejismos. Quizá, después de todo, la película Matrix no sea solo una ficción y puede que algún día se ruede una versión alternativa. En ella, la humanidad entera pulsa al unísono el botón de “reproducir algo” provocando un narcoticidio colectivo. Y esa es la razón por la que acabamos todos apiñados como percebes anestesiados por una realidad inexistente.