Nadal o el triunfo de la aceptación
"La primera vez que jugué con él ya me di cuenta de que cuando pensabas que habías ganado el punto, encontraba la manera de llegar a la bola", decía Lars Burgsmuller, el año pasado, en una charla con el diario ABC. Él fue la primera 'víctima' de Rafa Nadal en Roland Garros. El balear nunca más volvió a jugar en la Pista 1. Su talento olía a Pista Central; nada de cancha exterior.
Al alemán, un 24 de mayo de 2005, le sorprendió el poderío de un chaval que, ataviado con camiseta verde sin mangas, pantalones piratas y melena, convertía en calvario el estreno del número 96 mundial en el segundo Grande del curso. Hoy, radiólogo y alejado del mundo de la raqueta, supongo que seguirá recordando aquel 'honor' (aunque perdiera 6-1, 7-6 (4) y 6-1) ante el mejor tenista que existe sobre polvo de ladrillo.
Aquel año acabó con un Nadal que reconocía que "es la primera vez que lloro por ganar un partido". Por el camino, el propio Burgsmuller, Malisse, Gasquet, Grosjean, Ferrer, Federer y Puerta. 24 sets. Solo perdió tres.
Sus lágrimas volvían a caer, el pasado domingo, de pura emoción, cuando escuchaba el himno español sonando, por undécima vez para él, en la Philippe Chatrier. En 2005 tenía 19 años. En 2018, con 32, sigue con la ilusión intacta, pese a los innumerables batacazos, en forma de lesiones, que lo han enviado al retiro obligado, por prescripción médica, a lo largo de su carrera deportiva.
"¿Qué le dices a Rafa cuando tiene una lesión, cuando está en un mal momento?", le cuestionaron a Toni Nadal en una ocasión. "Que hay que aceptar las cosas como vienen. Aceptar las cosas buenas de la vida lo sabe hacer el más tonto. Hay que saber aceptar las cosas difíciles. En los buenos momentos incluso yo soy muy bueno, pero en los malos momentos es donde se ve la capacidad del jugador", respondió certero un Toni que, pese a no ser ya entrenador del balear, quiso estar presente en París para vivir, en directo, la final.
Suena fácil. Pero asumir momentos así y recomponerse para seguir haciendo historia está al alcance de muy pocos. He ahí el enorme mérito, encubierto por títulos, de Nadal. La cabeza del mallorquín es un auténtico frontón más allá de su juego que, sobre la arena francesa, demuestra ser aquel capaz de atropellar a cualquier rival.
Hasta al propio Novak Djokovic, ganador de 12 Grand Slams, le está costando un arsenal de malos resultados volver a sacar a la luz parte de lo que fue antaño en un 2018 donde las raquetas de Federer y Nadal han vuelto a imponerse en los dos primeros grandes escenarios del tenis mundial. Parece irreal después de lo que se vivió en 2017. El número uno vuelve a estar en juego, esta vez, en la temporada de hierba donde la presión ahora está del lado suizo.
Nadal es ese "superhombre sobre tierra batida", tal y como afirmó Rod Laver en su felicitación al mallorquín en otro triunfo para la posteridad. Tanto es así que las manos del manacorí quedarán estampadas en el Museo Pompidou de la capital gala. No es para menos. Se acaban las formas tangibles de legitimar un legado construido desde la pasión a un deporte al que le dedica su vida a diario. Ya tiene incluso una pista a su nombre (en el ATP 500 de Barcelona) estando aún en activo.
Y es que, en sus 14 participaciones en Roland Garros, solo 13 jugadores han conseguido arrebatarle un parcial. Nunca ha necesitado estirar un duelo a las cinco mangas en una final jugada sobre la Central de la tierra batida y son dos los partidos en los que ha tenido que dilucidar su encuentro en el set decisivo: ante John Isner en la primera ronda del año 2011 y frente a Novak Djokovic en las semifinales de 2013. Precisamente el serbio, en 2015, y antes el sueco Robin Soderling (2009) son los dos únicos hombres que han conseguido derrotarle en la ciudad de la luz.
Son números inigualables. Pero él, a lo suyo. "Hasta que mis rivales, mi cuerpo y mi cabeza me lo permitan, seguiré intentándolo". Nadal nunca se sacia.