La muerte blanca
"Hay muchos annapurnas en la vida de cada hombre".
De una u otra manera, todos deseamos encontrarnos con Moby Dick.
Hemos aprendido, generación tras generación, que necesitamos el desafío como motor vital; que el paso que se da en un terreno desconocido nos entrega sensaciones de una intensidad jamás imaginada. Tal puede ser la herencia que nos dejó el primer antepasado que se alzó sobre sus patas traseras y pudo contemplar un horizonte más lejano por encima de la vegetación, por más que mi añorado abuelo Alejo maliciara que el hombre, al erguirse, liberó las manos para sujetar el vaso y la frasca.
Y para la rapiña, añado.
Y es que la engranada mecánica de la insatisfacción nos espolea.
Se preguntó la poeta Olga Orozco (y su pregunta ennoblece mi carta) quién no lleva en la punta de su arpón una ballena blanca. También yo atesoro algunos momentos en los que pudo más la curiosidad, la intensidad de lo desconocido, que el miedo, las menguadas fuerzas o el soborno de la comodidad. Paisajes de América (desde la cosmopolita nueva York hasta las alturas de La Puna, donde los coyas bailan la chacarera agitando la mano para despedir la pena que nunca se va) que, ahora que mis límites los pone La Sepulvedana, paladeo con nostalgia, temblando todavía ante su conjuro como la hoja de Somerset Maugham.
Aunque nunca sentí el fulgor diabólico que muchos experimentan ante la imponente mole de las montañas, desde los que querían asaltar el hogar de los dioses para igualarse a ellos a quienes ansían, ahora que sabemos que los dioses no están, ni estuvieron nunca, en casa, contemplar el mundo desde la altura, llegar al lugar más allá del cual es imposible seguir.
El definitivo final del camino.
Porque está ahí, fue la respuesta del intrépido Mallory cuando le preguntaron por qué ansiaba escalar el Everest. Allí quedó su cuerpo, sin que sepamos con certeza si logró coronar el techo del mundo o si murió diciéndose que todavía podía ascender un metro más.
No es nueva esa locura por dominar las quimeras. Si los alpinistas aspiran a cegar al cíclope de nieve y cabalgarlo, también da Vinci quiso volar porque los pájaros volaban.
Sobre el Hipódromo (no recuerdo ahora si de Toulouse o de Pau) sobrevolaba antaño el ave plateada del Concorde, y yo me descubría dos veces ante esa hermosura. Una por mí, y otra por Leonardo.
Hace pocos días recordaron en la radio a Iñaki Ochoa de Olza, alpinista navarro que murió en 2008 en las asesinas pendientes del Annapurna, el más letal de los ochomiles que imponen su dictadura de roca y nieve en el Himalaya, y que sigue cobrándose su tributo en vidas: una por cada tres humanos que hacen cumbre, según me comenta mi colega David Torres, conocedor de los caminos secretos de las montañas y al que pocas cimas le quedan por conquistar en el macizo de la literatura (la proporción de los pilotos muertos en la Segunda Guerra Mundial es análoga).
Iñaki sufrió un ictus a siete mil cuatrocientos metros de altura. Durante tres días cuidaron de él el rumano Colibanasu y el suizo Steck, siguiendo las instrucciones que desde Pamplona impartía un equipo médico que intentaba detener la insoslayable muerte del cuerpo a esa altura, mientras en el campo base se organizaba una operación de rescate que no llegó a ponerse en marcha. Iñaki murió en el lugar aterrador e hipnótico en el que se había sentido vivo de una manera que ninguna otra experiencia supo entregarle.
Su familia, sabedora de lo difícil y arriesgado que es bajar un cadáver por aquellos desfiladeros y consciente de cuánto había amado Iñaki aquel lugar, pidió y obtuvo que lo dejaran en su túmulo de nieve, fija para siempre la última mirada que dirigiera a la cumbre que, como la ballena a Ahab, le invitaba a permanecer con él.
Reivindicación y condena a un mismo tiempo.
Aplaudo la decisión y la sensatez con que mantienen el último proyecto que emprendiera Iñaki: la creación de un orfanato y un colegio en el que proporcionar abrigo y futuro a los muchos huérfanos que sufren la pobreza de un país sin más economía que el vértigo.
Pienso en él y en todos los que se ofrendaron en el holocausto de la aventura, pero también en los que regresan, en los que culminan la ascensión y consiguen esquivar las trampas del descenso.
Aquellos que, pues la metáfora se me antoja inacabable, cuelgan su arpón con la muesca definitiva en el astil.
Me dicen que el octogenario Carlos Soria intenta culminar su segunda ronda de ochomiles, retrasando hasta más allá de lo razonable su retirada.
El neozelandés Hillary volvió a sus abejas tras ser el primero, junto con Tenzing (pues nunca quisieron aclarar quien abría la cordada) en pisar la cima del Everest.
Hay quienes son capaces de aceptar la nostalgia y quienes necesitan el presente con desesperación.
Se me viene a la cabeza la historia de ‘Buzz’ Aldrin, a quien la Luna le regaló la depresión y el alcoholismo durante años, pues poca vida podía ofrecerle la vida a quien había llegado más allá.
Sin embargo, su compañero Armstrong supo volver a su despacho de ingeniero y su tabaco de pipa.
Rimbaud, que con veinte años cambió para siempre la poesía, lo dejó todo para ocuparse de un anodino puesto comercial en Etiopía.
Para todos ellos, mi respeto, mi cariño y el asiento que jamás ocuparé en la mesa de los aventureros.
Yo me quedo con la lección de Maurice Herzog (debe de ser la magia del apellido; cómo no recordar al otro Herzog, el que filmó una ópera en medio del Amazonas ¿serán primos?), primer conquistador del Annapurna, hazaña en la que perdió todos los dedos de manos y pies. Cuando un curioso quiso saber qué iba a ser de él, expulsado por la fuerza de la montaña, le contestó con tranquilidad impropia de un francés:
-Ni idea. Tocar el piano, no; pero hay muchos annapurnas en la vida de cada hombre.