Morir por un cupón de descuento
Somos animales. Y tenemos poco de racionales. Quizá cada vez menos. Pese a lo que digamos a otros o nos digamos a nosotros mismos. Nadie admitiría que es víctima de una adicción a su teléfono móvil y, sin embargo, cada vez tenemos más datos que nos muestran, con claridad rotunda y meridiana, que nosotros, la criatura teóricamente suprema de la creación, estamos siendo controlados por esta miniaturizada tecnología que, por otro lado, resulta tan conveniente y versátil.
Sorprende, aunque menos de lo que alarma, la gran cantidad de accidentes de tráfico que está provocando la impertinente, y potencialmente letal, costumbre de utilizar el teléfono mientras se conduce. De hecho, el dato crudo es que las distracciones al volante ya causan más accidentes mortales que la velocidad y el alcohol.
No está tan claro que el ser humano sea una criatura más inteligente conforme progresa. Hasta el año 1900 aproximadamente, nos moríamos fundamentalmente de tuberculosis, neumonía o enfermedades similares. Con el cambio de siglo, sin embargo, aparecieron en escena los problemas cardiacos y los asociados a neoplasias malignas, muchos de ellos derivados de nuestros hábitos. Es decir, comenzamos a morir por nuestras decisiones personales, en lugar de por la acción de virus y bacterias. Y los albores de un nuevo siglo, en plena cuarta revolución industrial, cuando los cantos al ingenio humano y a una supuestamente fulgurante nueva era digital son ubicuos, resulta que nos morimos por mirar las notificaciones que aparecen en la pantalla de nuestro teléfono móvil.
Deberíamos pensar más a menudo que los sonidos que están instalados en nuestros terminales fueron diseñados para llamar nuestra atención. Por eso son apetecibles, insistentes y tentadores. Pero, sobre todo, deberíamos pensar que ningún asunto, ninguno de veras, es tan importante o urgente como para que no pueda esperar unos minutos. O una hora entera. O tres. O un día completo, si es que participar de él puede suponer poner en riesgo nuestra vida. No hay noticia, ni reunión, ni negociado divino o humano que justifique atender a la pantalla del teléfono conduciendo, aunque sea fugazmente, y mucho menos accionarla para interaccionar con ella. Aunque lo parezca.
No es imposible que esa notificación entrante que, volante en mano, reclama seductoramente nuestra atención, sea el mensaje de nuestra vida. Ese que llevábamos tanto tiempo esperando. El que nos dice, por fin, que hemos conseguido el empleo soñado. O que hemos recibido un cuantioso premio en la lotería, uno que hará que no tengamos que trabajar nunca más. O el que finalmente nos notifica que esa persona que tanto amamos nos corresponde. Pero también puede ser, de hecho lo es en la mayoría de los casos, que esos mensajes no sean sino bromas intrascendentes, ofertas para suscribirse a lo que sea o cupones de descuento para comprar yogures, pintalabios o alpargatas.
No se entendería que nadie muriera por enterarse de que le ha tocado la lotería. Mucho menos se comprendería que falleciera por comprobar en la resplandeciente pantalla de su terminal móvil que ha recibido un descuento para comprarse unas alpargatas. Así pues, demostremos de una vez que somos realmente inteligentes y que nos merecemos el título de racionales. Demostremos que tenemos el poder de controlarnos a nosotros mismos y, por supuesto, a nuestros juguetes digitales. Prescindamos de ellos al volante. Salvemos nuestra vida.
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