'Moby Dick' o la obsesión por el naufragio
Moby Dick, la obra basada en la novela del mismo título de Herman Melville, se estrena en el Teatro de la Latina de Madrid después de haber pasado por el Teatre Goya de Barcelona. La expectación es alta y se nota en la cantidad de profesionales del teatro y de críticos el día del estreno. Convirtiéndola en el estreno madrileño de la semana.
Unas expectativas que la obra no cubre. Las razones son varias. Tal vez, la más importante es el respeto mal entendido que Juan Cavestany, el autor de la obra, muestra por la novela original. Respeto que confiesa en el programa de mano calificándose como un osado por el empeño de reducir las 700 páginas de la novela a 1 hora y 20 minutos que dura la obra.
Como enamorado del texto se nota que le resulta difícil desprenderse del mismo. Por lo que muchos de los monólogos están aquejados de tinta, de la hermosa tinta de Melville (todo hay que decirlo). Como si se hubiera olvidado de que está escribiendo una obra de teatro que tiene que ser representada. Puesta en escena.
No ayuda a mejorar esta impresión la forma en la que dice el texto José María Pou, el actor protagonista que encarna al capitán Ahab y encarna su obsesión por capturar a Moby Dick, la ballena blanca. Quizás aquejado del mismo mal que Cavestany. Un respeto mal entendido por el texto y unas formas de decir de otra época. Cuando se trata de un texto que está pidiendo a gritos naturalidad en el decir. Todo un reto ¿por qué cómo se puede decir con naturalidad frases del estilo "La sabiduría es dolor y el dolor es sufrimiento"? Un malentendido que también se ve en los otros dos actores que le acompañan en escena: Jacob Torres y Oscar Kapoya.
Sin embargo, si a la hora de decir no funciona, no pasa lo mismo a la hora de componer físicamente el personaje. Pou sabe darle presencia escénica. Cómo lo hace es un misterio, pero de pie o sentado, no hay duda de que es, que podría ser el mísmisimo capitán Ahab.
Lo mismo ocurre con el trabajo de puesta en escena de Andrés Lima. Las imágenes que compone en un escenario que a penas cambia, hechas con pocos elementos escénicos, vídeo y luz son hermosas. De una belleza que está empujando por salir, por mostrarse.
Algo que ocurre al final, cuando las reflexiones y pensamientos en voz alta desaparecen y solo hay acción. Es un decir, porque Pou permanece quieto y lo que se mueve es una vela blanca al viento y la palabra con la que este cuenta las últimas refriegas con esa ballena blanca que está obsesionado con pescar.
Es cuando se entiende la actualidad de la novela. Lo que habla a un mundo infectado por cultura anglosajona y la (buena, incluso excelente) educación de las escuelas de negocio de la persecución de los objetivos, en lo profesional y lo personal. Como esa persecución obsesiva del poder por la consecución de los objetivos, y la de todos los blancos que se han fijado, acaban con su poder y con su mundo, sin alcanzarlos.
Un poder normal, normalizado, que vestido de bonitos parlamentos de sentido común y cierta poesía (storytelling dicen que se llama) nos está llevando a todos al naufragio. Un naufragio que apenas dejará a alguien para contarlo.
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