Mis padres adoptivos me ocultaron mi identidad racial durante 19 años
Hace 26 años, una pareja de blancos adoptaron con buena intención a un bebé de Bogotá (Colombia). Sin embargo, no fue hasta que ese bebé cumplió los 19 años cuando se enteró.
Mis padres decidieron que iban a enfocar esa adopción como si fueran ciegos al color de piel, pese a que no somos de la misma raza.
A mi hermano también lo adoptaron de Colombia, pero nos dijeron que éramos italianos y portugueses, como nuestros padres adoptivos. La palabra de tus padres va a misa cuando eres pequeño. Al menos, esa es la mejor forma de explicar que mis padres consiguieran hacerme creer durante 19 años que era una italiana de piel oscura.
Evidentemente, durante esos años, no paraba de hacerles preguntas. “Mamá, ¿por qué tengo la piel más oscura?” o ”¿Por qué no nací en Estados Unidos?”.
Siempre tenían respuestas. Me dijeron que mis abuelos tenían la piel más oscura que yo, solo que en las fotos en blanco y negro no se apreciaba bien. Que mis padres se fueron de vacaciones y me tuvieron por sorpresa en Colombia.
No sabía qué más hacer. En los 90 no podías ponerte a investigar en Google desde el móvil.
Cuando iba a primaria, era la niña con la piel más oscura de la clase. En segundo de primaria, estábamos en el recreo y una niña rubia con un vestido rosa se me acercó y me empujó: ”¡No puedes jugar con nosotros! ¡Eres negra!”, me chilló. Me quedé perpleja y simplemente permanecí quieta y callada.
Me miré la piel morena y no supe qué decir. No era la primera vez que me pasaba algo así y, por desgracia, no iba a ser la última. Esa niña sabía que yo no encajaba del todo.
A lo largo de mi infancia, crecí rodeada por un 99% de estudiantes blancos, en un barrio blanco de clase media y en una familia blanca. Las únicas personas de piel morena que veía eran... bueno, no eran nadie. Yo era consciente de que tenía la piel morena, pero mi hermano también, ¿no? Y al parecer, también mi abuelo, ¿verdad? Sí que encajaba, ¿vale? ¡Era como los demás!
Cuando llegué a la pubertad, todo el mundo daba por hecho que era latina, pero yo lo negaba.
“Lo siento, no hablo español, soy italiana”, decía una y otra vez.
Mis padres me mintieron. Mi familia me mintió. Sin embargo, durante esos primeros años de mi vida, yo también me mentí a mí misma.
Cuando tenía 14 años, encontré parte del papeleo en el que ponía que mi hermano era adoptado. Busqué por toda la casa, pero el papeleo que había sobre mí era un certificado de nacimiento con los nombres de mis padres y mi tarjeta de la Seguridad Social. Ningún documento de adopción.
Llevando el autoengaño a otro nivel, decidí creer que estaba claro que mi hermano era adoptado, pero yo no. Al fin y al cabo, su piel era aún más oscura que la mía y todo el mundo me decía que me parecía a mi padre, a diferencia de mi hermano. Con tantas excusas posibles, fue sencillo ignorar el problema.
Sabía que había gato encerrado, pero no era capaz de admitirlo. Era demasiado doloroso reconocer que mi vida era una mentira. Además, mi familia siempre había hecho comentarios negativos sobre la gente de mi cultura: que los latinos solo hacían trabajos de jardinería, que no habían recibido educación y otros estereotipos. De niña, no me permitían quedar con otros latinos, quizás por miedo a que descubriera mi verdadera nacionalidad.
Al final, a los 19 años, descubrí el resto de la documentación de la adopción de mi hermano en el despacho de mi padre. Había una referencia directa a “su hija adoptiva Melissa”. Estaba en mis narices, en blanco y negro, y ya no podía ocultarlo más.
Me habían adoptado de Colombia, como a mi hermano.
Así pues, fui a hablar con mi madre. Lo hice con calma. En ese momento, solo necesitaba respuestas, pero no me resolvió demasiadas. Por la educación que recibió mi madre, tenía muy inculcado que para ser una buena esposa debía tener hijos, y a ella le avergonzaba no haber podido concebir. En aquella época, no se hablaba de estas cosas. Mi padre, por otro lado, secundaba lo que hacía mi madre. Cuando fui a hablar con él, me dijo que se había prometido a sí mismo que me contaría todo si le preguntaba. Para él fue así de simple.
Como niña adoptada, había perdido a mis padres biológicos, pero debido a las acciones de mis padres adoptivos, también había perdido mi país, mi lengua y mi cultura.
Estuve mucho tiempo sin dirigirles la palabra. Estaba afligida. Me sentía furiosa. Fui a terapia. Guardé muchísimo rencor hacia mis padres y les culpé por haberme privado de mi cultura.
Cuando te traes a casa a un niño de otra raza, es difícil afrontar ciertas realidades. Mis padres blancos decidieron darme una educación ciega al color de piel para tratar de protegerse a ellos mismos y a mí del racismo del mundo. Sin embargo, lo que me enseñaron con eso es que mi raza era un motivo de vergüenza, algo que había que esconder.
Sin embargo, tras escuchar muchas historias de otras personas adoptadas, sé que mi realidad no es demasiado distinta de la suya. He estado en contacto con cientos de personas de todo el mundo que fueron adoptadas por familias de otra raza. Muchos de nosotros sentimos que no terminamos de encajar en ninguna cultura, ni en la de nuestra familia biológica ni en la de nuestra familia adoptiva.
El mío es un caso extremo, pero no único.
Muchas personas que fueron adoptadas desde otros países tienen padres adoptivos que hacen comentarios sutiles sobre lo horrible que es el país del que proceden, no quieren hablar de los padres biológicos y miran mal a sus hijos adoptivos si deciden decir algo en su lengua materna. Detalles como ese llegan a suponer una tara en la salud mental de la persona adoptada. Por mucho que quieran estos padres a sus hijos adoptivos, sus comentarios no se vuelven menos dañinos.
Mis padres son maravillosos pese a lo que hicieron. Y sí, aún tenemos nuestros problemas, pero los estamos superando. A día de hoy, me escuchan cuando hablo de racismo. Han dejado de recurrir a estereotipos. Intentan integrar la gastronomía colombiana en las festividades y hablan abiertamente de mi adopción. Me escuchan y comprenden que todavía sigo procesándolo, que aunque los he perdonado, el daño que me causaron sus actos no desaparece.
Ahora, siento que la cultura colombiana tira de mí. Como latina que soy, estoy aprendiendo mi lengua y la hablo con orgullo, pese a que todavía me trabo. Como latina que soy, hablo con mi familia sobre los problemas culturales que sufren otros latinoamericanos, aunque les incomode. Como latina que soy, canto el Tiburón bebe en vez de Baby shark con mis hijos.
Aún queda mucho trabajo por delante. Todavía tengo que tender los puentes mentales entre las dos culturas de mi vida. Con el tiempo, espero aprender a integrarlas mejor, porque el color de la piel es poder. Tu cultura es poder. Tu idioma es poder. Tu raza es poder.
Quizás algún día me resulte más sencillo, pero ahora, por lo menos, celebro mi herencia cultural. Tal vez algún día mi historia ayude a otras familias a celebrar cada faceta de la identidad de sus hijos.
Melissa Guida-Richards es autora del blog Spoonie-Mama, en el que comparte sus experiencias como madre con una enfermedad crónica, así como asuntos de salud mental y adopción.
Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.