Miedo, precaución y confianza
Los miedos a los que nos enfrentamos no son tan obvios como lo eran hace más de un siglo.
El coronavirus nos ha traído una crisis sanitaria sin precedentes, hasta el punto de que un tercio de la humanidad ha estado en situación de confinamiento, y una depresión económica, cuya magnitud está todavía por conocer. Pero al mismo tiempo, la COVID-19 está teniendo un impacto enorme en nuestras emociones y uno de los sentimientos que más está aflorando es el del miedo.
La primera vez que se recurre al miedo en la cultura occidental es en la Ilíada de Homero. Phóbos es hijo de Ares, el dios de la guerra, y de Afrodita, la diosa del amor, y junto con su hermano Deimo acompaña a su padre en todas las batallas.
Sin embargo, el Phóbos homérico no es el miedo en el sentido que ahora le conocemos, sino la acción de huir, el impulso más básico de esta emoción.
El filósofo inglés Hobbes escribió en alguna ocasión que “el miedo y yo nacimos juntos”. La verdad, o al menos eso es lo que nos ha llegado, es que fue un niño prematuro, el parto de su madre se adelantó por el pánico que sintió ante la llegada de la Armada Invencible. Se podría decir que Hobbes fue hijo de Phóbos.
El miedo es un elemento esencial en nuestras vidas, es una respuesta biológica innata que compartimos con el resto de los animales y que ha permitido que el homo sapiens se haya perpetuado. El hombre hobbesiano es, por antonomasia, miedoso, antes que malvado o egoísta.
Realizar una correcta gestión del miedo es esencial para poder sobrevivir. Por una parte, nuestro organismo -desde una perspectiva individual- debe detectar cuáles son las situaciones peligrosas y, por otra, desencadenar repuestas proporcionadas a las mismas, propiciando la anticipación cuando sea necesario.
Muy posiblemente seamos más timoratos que nuestros antepasados decimonónicos, ya que muchos de nuestros miedos actuales son el fruto de la globalización, desde el terrorismo hasta el cambio climático, pasando por el crimen organizado y las pandemias. Los miedos a los que nos enfrentamos no son tan obvios como lo eran hace más de un siglo.
Pero al mismo tiempo, nos sentimos amparados por la tecnociencia, una poderosa arma que puede con todo, o con casi todo. Sin embargo, el coronavirus nos ha devuelto a la arena de la verdadera realidad, mostrándonos nuestro lado más vulnerable.
En 1667 el escritor John Milton denominó pandemónium a la capital del infierno en su novela El paraíso perdido. Para pasar de “pandemia” a “pandemónium” tan sólo hay que coser apenas unas letras, de nosotros depende no surfear en la semántica y utilizar el sentido común para abandonar el estandarte del miedo. Pero, la pregunta es cómo.
Desde hace algún tiempo Olivier Klein viene apostado por la denominada “teoría del empujón” para hacer frente a determinadas crisis sociales. Para que se pueda entender mejor vaya por delante un ejemplo, se puede ofrecer fruta en las máquinas expendedoras de golosinas -en lugar de chuches o refrescos azucarados- para que los jóvenes se acostumbren a comer más sano.
¿Cómo podríamos aplicar esta teoría a la situación pandémica actual? Generando políticas desde los Estados que apelen a la solidaridad y que huyan del egoísmo individual. La verdad es que este escenario se nos antoja demasiado triste, muy alejado del bálsamo que necesita ahora nuestra alma.
Quizás la clave es reducir el miedo a un ínfimo esqueleto, y cambiarlo por la bandera de la precaución. Lo que toca ahora es limitar el contacto social, usar la mascarilla de forma adecuada y fomentar el lavado de manos, de forma correcta y concienzuda. Y, además, confiar en los demás. Nunca antes hemos necesitado tanto de la generosidad de un desconocido.