Mi primer marido murió. Así le explico nuestra familia mixta a mi hija pequeña
Cuando yo era pequeña, a mi madre le encantaba contarme historias de su padre, un médico de familia que murió cuando ella aún estaba en el instituto. Me contaba cosas como sus dramáticas aventuras de guerra, su hábito de fumar tres paquetes de tabaco al día y su costumbre de intercambiar servicios médicos por las obras de arte de dudosa calidad que decoraban la casa de mi infancia.
Cuando nació mi tercer hijo el año siguiente a la muerte de mi madre, ya tenía cierta idea sobre cómo describírsela a una niña que solo conocería a su abuela a través de mis relatos. Su muerte, por muy prematura que me pareciera a mí, por lo menos seguía el ciclo de la vida esperado.
Esta descripción es más sencilla que la otra que tuve que hacer. Es la del padre de mis hijos mayores, que murió repentinamente cuando tenían 6 y 3 años.
En la actualidad, con mi hija pequeña de 3 años, queda claro que tenemos que hablar sobre la familia mixta en la que nació. Hay muchos motivos para hacerlo. Por un lado, quiero que esté preparada para responder a ciertas preguntas básicas que tal vez le planteen. Son preguntas sobre la relación que nos une con un lado de nuestra familia. O sobre el motivo por el que su padre es papi para ella pero Brian para sus hermanos. O sobre por qué sus hermanos mayores aparecen en la foto de nuestra boda y ella no. O sobre cómo es posible que entre las cinco personas de la casa tengamos tres apellidos distintos.
Por otro lado, lo último que deseo es que mi hija sea la única que no conoce cierta información fundamental. Ni que crezca como una especie de heroína trágica de una novela gótica en la que le desvelan los secretos de familiares de tal forma que su vida entera queda trastocada.
No es mi estilo tener secretos o guardar silencio. Tras la muerte de mi anterior marido, seguí los consejos que me dieron los expertos, como asegurarme de que los niños sabían que podían hablar de su padre y tener en cuenta que a los niños les afecta más el miedo de un padre (¿Dónde vamos a vivir ahora? ¿Cómo voy a mantenerlos yo sola?) que la tristeza. Así pues, lloré delante de ellos y les conté mis temores a otras personas. Hice álbumes de fotos y cajas de recuerdos y les busqué un terapeuta especializado en el duelo.
También intenté seguir el consejo de ese terapeuta sobre el modo de mitigar sus nuevas preocupaciones. "No les prometas que tú nunca morirás. Es una promesa que no puedes estar segura de mantener y si te sucede algo, al darse cuenta de que les has mentido se sentirán aún más inseguros", me advirtió.
De modo que no les he hecho nunca esas promesas. En vez de eso, cuando sacan el inevitable tema de mi mortalidad, les digo cosas como: "Mi plan es vivir para convertirme en una señora muy muy mayor", y luego les hago un listado de las innumerables personas que cuidarían de ellos si lo impensable volviera a ocurrir.
Pero aunque yo lo tengo claro, es tentador salirme del guion a la hora de explicarle a mi hija la formación de nuestra familia. Ya he empezado a hacerlo. Le digo: "Antes de que nacieras, tus hermanos mayores tenían otro papá. Se llamaba Joe. Murió y nos pusimos muy tristes. Luego conocí a tu papi, te tuvimos a ti y ahora somos una familia".
Sin embargo, después de cada conversación, quiero añadir: "Pero tú no te preocupes, porque tu papi no morirá nunca y yo tampoco". Siento que es muy necesario asegurarle esto después de haberle lanzado una revelación tal como que los padres pueden morir.
No obstante, si esa parte de la conversación es dura, por lo menos hay un aspecto por el que creo que hay un guion. Lo que más me desconcierta es tratar de buscarle sentido a la imposible paradoja de que la muerte hizo posible que existiera nuestra familia.
Es algo que a lo que he intentado encontrarle sentido desde que me quedé embarazada esta última vez. Recuerdo estar sentada en la cama hablando con mis hijos sobre la próxima llegada de su hermanita. ¿Qué nombre le pondríamos? ¿Sería calva o vendría con melena ya? ¿Dónde iba a dormir? Esa clase de cosas. Y en medio de nuestras ensoñaciones, mi hijo mayor lo vio desde otra perspectiva: "Si papi no hubiera muerto, no tendríamos a Brian ni al nuevo bebé".
En ese momento no encontré el modo de reconciliar los dos sucesos, y ahora que ese bebé ya no es una idea, sino una personita muy real, sigo sin saber cómo hacerlo.
Sé que a veces tenemos que aceptar que la vida es paradójica, que no tiene sentido y que da miedo. Hay un montón de incógnitas y preguntas sin respuesta. Cuando acepte eso y no me quede tan atrapada en los "¿y si?", seré más capaz de asegurarme de que mis tres hijos se sientan seguros y queridos en la familia que tenemos, de que mis hijos mayores no tengan que fingir que su vida anterior no existió y de que la pequeña sepa que no hay nada de esta historia que esté prohibido mencionar solo porque ella llegara después. Esto es lo que digo con mi parte racional, pero no siempre me siento racional.
A veces aún me siento desorientada y pienso que lo único que nos mantendrá los pies en la tierra es coger a mis tres hijos en brazos y hacerles promesas que no sé si puedo cumplir.
Este post fue publicado originalmente en el 'HuffPost' Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.