Mi lucha para encontrar la paz siendo hija de un asesino en serie
Suzan Barnes era la hija de un alto cargo de un periódico, además de una acaudalada mujer recién divorciada con dos hijos adolescentes. Jim Carson, mi padre, era un hippie hijo de un ejecutivo petrolero. Tenía esposa y una hija pequeña. La noche en que se conocieron en una fiesta en 1978, se apartaron de sus respectivas familias, se fueron a vivir juntos y se volvieron inseparables hasta que fueron detenidos cinco años después por haber cometido múltiples asesinatos.
Mi padre se convirtió en otra persona en el momento en que conoció a Suzan. Se puso un nombre nuevo, asumió una personalidad nueva y empezó una vida nueva. Al abandonar el nombre de James Clifford Carson por Michael Bear Carson, dejó de ser el padre atento, cariñoso y hogareño que yo recordaba. Mi padre me hacía trenzas y me leía cuentos. Michael Bear apenas me miraba.
Tras una década de matrimonio, mi madre, Lynne, solicitó el divorcio y buscó poner distancia entre ella y mi padre mudándose de Phoenix al área de Tucson (Arizona, Estados Unidos). Desde entonces, viví con mi madre en una reserva de indígenas pápagos, donde impartió un programa de alfabetización. Mi cuidadora me enseñó a hacer tortillas de maíz en una cocina exterior, las monjas de preescolar me enseñaron el abecedario y mi madre me enseñó los nombres de los diversos cactus. Mi vida era feliz de lunes a viernes.
En cambio, los fines de semana en casa de mi madrastra eran como una película de miedo. El interior del adosado que tenía Suzan en Scottsdale (Arizona), donde se había mudado mi padre para estar con ella, parecía un bosque encantado. En lugar de luces o muebles, tenía la casa repleta de árboles altos plantados en macetas. Por la noche, me tumbaba en un saco de dormir en el suelo y me quedaba mirando las siniestras sombras de la pared, pensando en lo último que había comido días atrás. Además de no darme de comer, Suzan me maltrataba física y verbalmente.
Me sentía atrapada en la casa de mi nueva y perversa madrastra. Contaba los minutos que faltaban para que acabara el fin de semana y pudiera volver a casa de mi madre. En una ocasión, llegué a preguntarle por mi madre al operador del teléfono. Intentaba abrir la puerta principal, pero no llegaba al cerrojo. Intentaba encontrar comida escalando los cajones de la cocina como si formaran una escalera para llegar a la encimera. Pero, sobre todo, intentaba despertar a mi padre y a Suzan, que estaban inconscientes después de pasarse la noche tomando LSD y yacían desnudos en el único mueble que había en toda la casa: una cama de agua de 2x2en el dormitorio.
Tras mi la última visita a mi padre, decidí hablarle a mi madre de la casa de Suzan. Le conté lo de los árboles, lo de su desnudez y lo del frigorífico vacío. Le conté que Suzan me había arañado la espalda fuerte (muy fuerte) con sus puntiagudas uñas cuando le pedí a mi padre que me acariciara la espalda antes de irme a dormir. Le conté que Suzan decía que yo era "un demonio" y que tenía que morir. Mi madre me levantó la camiseta y soltó un grito ahogado. Vio cinco arañazos en carne viva que me recorrían la espalda de arriba abajo. Me prometió que no volvería a ver a Suzan nunca más.
Con el dinero que sacaron de la venta del adosado de Suzan en Scottsdale, Michael y Suzan viajaron por Israel, India, Francia y el Reino Unido. Mi madre esperó hasta que se fueron y entonces nos fuimos también para intentar perdernos en medio de la expansión urbana del Sur de California, cerca de donde vivía el tío de mi madre, que fue el único que de verdad la creyó cuando dijo: "Mi ex y su nueva esposa podrían matarnos". Era un expolicía que creía a las mujeres asustadas.
Mi madre cortó la relación con los familiares y los amigos que ignoraron sus temores o siguieron en contacto con mi padre. Alquilábamos habitaciones y nos mudábamos con bastante frecuencia. Mi madre iba encontrando pequeños trabajillos. Nos costaba pagar la comida y los medicamentos y, a veces, viéndonos sin ningún sitio en el que vivir, acabábamos durmiendo en el suelo o en el sofá de algún amigo. Entretanto, mi madre sufría una grave depresión, pero no dejó de protegerme a mí, su única hija.
Tras volver a Estados Unidos casi un año después, Suzan tuvo una visión inducida por el LSD en un motel. Supuestamente, un profeta le había revelado un listado exhaustivo de brujas y brujos de todo el mundo que Dios quería que ella y mi padre mataran. La lista incluía al presidente Ronald Reagan y al gobernador de California, Jerry Brown, entre otros. Mi padre escribió la lista conforme Suzan le dictaba los nombres, además de un exhaustivo plan para asesinar a Ronald Reagan.
Un excursionista encontró el plan en una zona forestal en la que habían acampado mi padre y Suzan y se lo entregó a la Policía. Mi madre y yo nos enteramos de estas amenazas cuando el Servicio Secreto se presentó en nuestra puerta en 1982.
Un año más tarde, mi padre y Suzan fueron detenidos por asesinar a una persona inocente a la que no conocían junto a una autopista en el condado de Napa, en California. Tras ser encarcelados, el San Francisco Chronicle publicó una carta que había escrito mi padre en prisión y que prometía revelar "a qué personas de California" habían matado él y Suzan si les concedían una rueda de prensa. Los medios les apodaron "Los asesinos de brujas de San Francisco".
Mi padre y su mujer eran ya oficialmente asesinos en serie. Confesaron tres asesinatos en California y no tardaron en ser sospechosos de otras nueve muertes en Estados Unidos y Europa.
Durante el juicio, algunos de los que decían ser amigos de mi padre y de Suzan también decían ser hechiceros y testificaron como testigos expertos. Arguyeron que mi padre y Suzan habían actuado en defensa propia contra "ataques psíquicos" mortales. Mi padre (judío) y Suzan (cristiana) también le echaron la culpa de sus crímenes al profeta Mahoma. Ese circo en el que se había convertido el juicio llegó a su fin con Suzan interrumpiendo el discurso de clausura al grito de "¿¡Cuál es mi delito!? ¿¡Ser guapa!? ¿¡Ser una artista!?". Por su parte, mi padre vociferó: "¡Muerte a la reina! ¡Larga vida al IRA!".
Los rotativos con el titular "Juicio de los asesinos de brujas de San Francisco" recorrieron el país. Mi padre y Suzan fueron declarados culpables, se les imputaron tres cargos por asesinato y ambos fueron sentenciados a tres cadenas perpetuas.
Mi madre, por temor a que me enterara del tema del juicio por las noticias, decidió contarme lo que había sucedido. Me recogió una tarde en el colegio y, caminando hacia casa, me dijo: "Papá ha hecho daño a unas personas y lo van a tener que encerrar en la cárcel para que no pueda hacer daño a nadie más". Le pregunté si las personas a las que había hecho daño estaban muertas y si esas personas muertas tenían mamás. Asintió tras cada pregunta y seguimos caminando sin decir una sola palabra más hasta llegar a casa. Simplemente nos dimos la mano y sollozamos.
Varios meses más tarde, encontré una pila de recortes de periódico en el cajón de la cómoda del dormitorio de mi madre y fue entonces cuando me di cuenta de lo horribles que habían sido los asesinatos. Recuerdo haber leído que mi padre y su mujer habían apaleado a una joven con una sartén y que habían quemado a otro joven. Recuerdo cómo intenté deducir el significado de "apalear" y "decapitar". Poco después comenzó mi perpetua lucha contra las pesadillas.
También empecé a temer por mi propia seguridad. Si mi padre era capaz de matar a otras personas, entonces cualquiera podía ser un asesino. Empecé a bloquear la puerta de mi dormitorio con una barricada de muebles cuando llegaba a casa del colegio o antes de irme a la cama por las noches. También empecé a dormir con tijeras y cuchillos bajo la almohada. Acabé tan traumatizada que llegué a intentar ahogarme en la bañera y a acumular pastillas de nuestro botiquín para terminar con mi vida. Antes de cumplir los 10 años, ya era una niña suicida con un padre homicida.
Empecé a preguntarme si de repente empezaría a matar gente yo también. Me preguntaba si yo también tenía genes de monstruo. También sufrí estigma por discriminación. Lo peor era cuando algunos de mis familiares me veían como un estorbo a la hora de olvidar a mi padre. Mi abuela me presentaba a sus amigas como su sobrina nieta. Otros dos familiares me dijeron que mantuviera en secreto lo de los asesinos, porque si no, "nadie se querría casar conmigo". Un familiar incluso llegó a decirme: "Mira lo que has provocado en nuestra vida, pequeña puta egoísta". Tenía nueve años.
Siendo ya adolescente, después de haber cortado los lazos con mis familiares tóxicos, sufrí el mismo comportamiento por parte de varios novios. Uno de ellos les contó a sus padres que mi padre había muerto en un accidente de coche. Me vi forzada a seguirle la corriente. Otro novio con el que iba muy en serio dijo que le gustaría pedirme matrimonio, pero que necesitaba cortar porque no quería que sus hijos tuvieran un asesino en serie como abuelo.
Con el tiempo, fui aprendiendo a cribar a la gente para alejarme de cualquier persona que quisiera arrebatarme la dignidad. Comprendí perfectamente por qué la mayoría de los hijos de asesinos en serie se cambian el nombre y se ocultan, pero yo decidí que esconderme no era algo que fuera a hacer más. No me quitaría de en medio para que otras personas se sintieran más cómodas.
Uno de los hijos de Charles Manson se suicidó, al igual que han hecho muchos otros hijos de asesinos en serie. Yo elegí vivir. Solicité un tratamiento por el bien de mi salud mental sin ningún complejo, igual que si buscara tratamiento para una enfermedad física crónica. No me avergüenzo por padecer asma, así que ¿por qué tendría que sentir vergüenza por sufrir depresión y trastorno por estrés postraumático? Merecía ayuda.
También decidí ayudar a otras personas. Trabajé durante casi dos décadas con niños de alta demanda en colegios públicos como profesora y como orientadora. Usando mis conocimientos y mi experiencia, me convertí en defensora de 1 de cada 40 niños de Estados Unidos que tienen a alguno de sus padres en prisión.
Desde que hice público en 2007 que era "hija de un asesino en serie", también he tenido la oportunidad de convertirme en un recurso para más familias de delincuentes o de sus víctimas. En 2015 me reuní con las familias de las víctimas de mi padre y Suzan cuando iban a estudiar su puesta en libertad condicional. Juntos, hicimos frente con una solicitud, con una campaña postal, con una campaña en los medios y asistiendo a la audiencia, y ahora mi padre y Suzan siguen en prisión. Tenemos intención de hacer lo mismo en la próxima audiencia de mi padre, en 2020. En el caso de Suzan, será en 2030. Para entonces tendrá 90 años.
No ha sido una vida sencilla para mí, pero al ayudar a otras personas he encontrado la paz. Echando la vista atrás, me doy cuenta de que al principio quería ayudar a los demás para ir rellenando de buenas acciones un balance de cuentas invisible con la esperanza de compensar el terror y los traumas que causaron mi padre y Suzan. Sin embargo, ahora soy consciente de que no puedo expiar los pecados de mi padre ni puedo devolverles sus preciosas vidas a esas víctimas inocentes. Lo único que puedo hacer es vivir mi vida de la mejor forma posible al tiempo que trato de inyectar en este mundo tanta amabilidad como me sea posible.
Jenn Carson es defensora de hijos de convictos, de familias de delincuentes violentos y de víctimas de crímenes violentos. Tiene un grado de la Universidad Baylor, un máster en Asesoramiento por la Universidad George Washington y 15 años de experiencia como educadora pública. Ha compartido en diversos medios de comunicación su experiencia como hija de un asesino en serie.
Este post fue publicado originalmente en el 'HuffPost' Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.