Me encanta que me aten en la cama para olvidar mi discapacidad
Los medios te hacen creer que jugar con cuerdas es algo limitado al ámbito sexual.En mi caso, es la herramienta con la que me siento empoderada pese a mi discapacidad.
Es un sábado normal y corriente a las 7 de la tarde. Mi novia saca una cuerda de 11 metros y me dice que me tumbe.
Media hora después, estoy bocabajo, totalmente vestida y en calma, con los brazos y las manos bien atadas tras la espalda. Mi cuerpo vibra de placer y me suben escalofríos por la columna. Mi pareja se recuesta en la cama mientras se bebe una lata de Red Bull y, cada poco tiempo, revisa mis dedos para asegurarse de que no me ha cortado la circulación. Son pequeñas comprobaciones que hace con cuidado, de forma verbal y no verbal. Estamos relajadas, quietas y calladas. Por primera vez en toda la semana, estoy tan inmóvil como deseo.
Cuando estoy lista para moverme de nuevo, mi pareja me desata. Dejo caer todo mi peso cuando deshace el último nudo. Me sostiene durante unos instantes y me suelta. Con cuidado, estiro los hombros, el cuello, la espalda, las muñecas y los dedos. Suenan crujidos y nos reímos juntas.
Duermo muy bien los sábados.
Estas ceremonias de los fines de semana no son lo que la gente imagina cuando piensa en “jugar con cuerdas en la cama”. El bondage en los medios se suele pintar como encuentros sexuales en fortalezas secretas, filias ocultas, y hombres trajeados poniendo esposas.
Y los medios enseguida te hacen creer que jugar con cuerdas es algo limitado al ámbito sexual para infligir dolor y dominar a otras personas. A veces así es. En mi caso, es la herramienta con la que me siento empoderada pese a mi discapacidad.
Desde que tengo 21 años, he sufrido problemas de movilidad fluctuantes que ni los médicos entienden. Algunos días camino sin demasiados problemas. Otros días, cuando tengo que regar las plantas o por la noche si he pasado mucho tiempo de pie, voy coja. En mis días buenos, puedo incluso pasear en el bosque de al lado de mi casa. En mis días malos, tengo que ir a todas partes en silla de ruedas.
Con mi cuerpo, la única certidumbre que tengo es la incertidumbre. Mi discapacidad es rebelde, impredecible. No tiene una forma fija, va variando en un espectro de gravedad. Los dolores y los problemas de movilidad afectan a cada parcela de mi vida: en mis relaciones sociales, personales y en mis apariciones políticas. Estoy casada con esos dolores (como enfermedad, como experiencia, como trauma, como idea y como política) de un modo que nunca podré estar con ninguna persona.
Cuando me acuesto, nunca sé si me despertaré entre punzadas de dolor. En el momento en el que escribo esto, llevo seis semanas con dolores intensos y la resistencia por los suelos. Cuando llueve, muchas veces se me agarrotan las articulaciones y me duelen las rodillas. En otras ocasiones, la lluvia también es refrescante y una delicia para dormir.
Tendré problemas de movilidad el resto de mi vida. Por eso, el hecho de que me guste que me priven de más movilidad con cuerdas puede parecer una contradicción. Pero ya estoy limitada por mi cuerpo, por las instituciones que me ignoran, por la comunidad médica que quiere “arreglarme” e incluso por los lugares de entretenimiento que no están adaptados. Teniendo en cuenta esta realidad, ¿para qué querría yo limitarme aún más por diversión?
Mi pareja y yo nos conocimos en una entrevista. Fue hace un año. Yo estaba haciendo un documental sobre “cucharas queer”, ―la forma de designar a personas enfermas o con discapacidades― y el modo en que contruyen comunidades de apoyo por las redes. El aire acondicionado de la cafetería no funcionaba ese día y el calor abrasador del verano se colaba en el establecimiento. Nos sentamos una a cada lado de una mesa de plástico, sudorosas. Nuestra conversación cambió pronto de tema y empezamos a hablar de otras herramientas de empoderamiento y conexión para personas con discapacidades. Con tacto, ella sacó el tema de las cuerdas. En silencio, tomé un sorbo de café caliente.
Jugar con cuerdas y el bondage en mi mente siempre habían sido formas de placer y sexo. Antes de mi discapacidad, ya había hecho mis pinitos con cuerdas, pero más como preliminares del sexo, algo para excitarme. Fue entonces cuando descubrí que también se usaba para ayudar a las personas con problemas de movilidad a aceptar esos cambios. Quizás también podía ayudarme a mí.
Ahora, me bajan las pulsaciones cuando me atan. Mis extremidades abrazan esas cuerdas de algodón y noto un pulso lento recorriéndome el cuerpo. Transformar el bondage en una práctica intencional me ayudó a apreciar el cuerpo impredecible que tengo. Estas cuerdas no solo me ayudan a aceptar mi cuerpo, sino también el de mi pareja, que también tiene una discapacidad. Es un intercambio liberador.
Bastó esa conversación con un café para que otra cuchara me ayudara a atar los cabos sueltos de mi vida: mi trauma por una lesión, mis dolores crónicos y la autonomía corporal que echaba de menos.
“Esta noche necesito que me ates bien las manos y los antebrazos”.
“Suena bien. ¿Con qué partes del cuerpo tengo que tener cuidado?”.
“No me pongas peso en la cadera esta vez. ¿Puedes aflojar un poco?”.
“¿Qué tal así?”.
“Perfecto”.
Yo no elegí mi discapacidad motora. Esa decisión la tomó por mí un conductor distraído y un choque desafortunado.
Pero con las cuerdas, yo mando. Yo decido cómo me siento. Yo digo cuándo quiero quedarme inmóvil, cómo y cuánto tiempo. Me concede el privilegio de experimentar todo lo que se me negó en ese accidente de tráfico: relajación física, previsibilidad y unas expectativas fijas sobre mis capacidades.
Estas son experiencias nuevas y sagradas para mí al ser una mujer que nunca ha podido decidir cuánto dolor sufrir o cuándo dejar de caminar. En ese sentido, las cuerdas se han convertido en mi arma de empoderamiento. El acto de entregarle mis extremidades a mi pareja se convierte en un acto ceremonial. Cuando mi cuerpo se funde con las cuerdas, la sensación de restricción se transforma en paz.
Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.