Máscaras y mascarillas
Tanto la infección por el Covid-19 como la violencia de género comparten algunos elementos.
Cuando era un adolescente me explicaron que la palabra “persona” significaba etimológicamente “máscara”, y que su origen estaba en las caretas que se utilizaban en el teatro griego. Mi sorpresa ante ese significado no fue ante la idea de la Antigua Grecia de asociar esa máscara teatral con quienes la llevaban puesta más allá del escenario, sino por su vigencia actual, por esa especie de disfraz que vestimos como parte de nuestra identidad, capaz de confundir al resto de las personas, pero también a nosotros mismos.
Una crisis desenmascara a las personas y a la sociedad, las desnuda de circunstancias y las enfrenta a su propia realidad sin disfraces ni complicidades ajenas. Pero cuando sucede, no siempre se encuentra a alguien detrás de todo ese escenario que acarreamos junto a la máscara, y del mismo modo que muchas personas cercanas te abandonan ante los problemas, cuando la persona se enfrenta a sí misma ocurre como en la película del “hombre invisible”, que al retirar las vendas no hay nadie. No hay nada.
Y no hay nadie porque no existe una verdadera individualidad, porque la persona se ha convertido en parte de todo lo que la sociedad ha dicho que sea, una mera reproducción de sus ideas, valores y elementos de su cultura, pero sin nada propio, sin intimidad. Tan sólo un trozo de masa, una hoja en el viento de los acontecimientos que terminará siendo arrastrada por la lluvia de los días.
La crisis originada por la pandemia del Covid-19 ha desenmascarado a la sociedad y a quienes la forman. Las ha desnudado de toda la parafernalia que las impermeabiliza de las miradas para que los ojos se deslicen hacia abajo, aunque dejen un reguero de dudas por el que nunca se asciende. Pero da igual, lo importante es que esas miradas no penetren para ver la realidad tras la máscara.
Un ejemplo que siempre resulta importante abordar por su gravedad y significado es el de la violencia de género. Poner en relación las estadísticas del impacto de la violencia de género con los de la pandemia del coronavirus es relevante para entender la realidad enmascarada. No se trata de restarle importancia a la infección, sino tomar conciencia de lo que habitualmente se mueve entre la invisibilidad de las circunstancias.
Según los datos oficiales a 20 de marzo, el número de personas infectadas en el planeta por el Covid-19 era de 245.436, y el número de personas fallecidas 10.138. Los equipos de la OMS y otros organismos hablan de una mortalidad causada por del virus entre el 3-4% teniendo en cuenta las muertes entre las personas infectadas diagnosticadas, no entre todos los casos, puesto que muchos cursan con una sintomatología leve que no requiere asistencia específica ni son diagnosticados.
La violencia de género, según los estudios de la OMS y de Naciones Unidas, sólo en las relaciones de pareja afecta al 30’1% de las mujeres del planeta, lo cual significa que en algún momento la sufrirán unos 500-600 millones de mujeres, de las cuales, alrededor de 52.000 son asesinadas cada año en el contexto de las relaciones de pareja y familiares (ONU, 2018), con una tasa de mortalidad de alrededor del 0’9% para las mujeres maltratadas. Todo ello significa que cada 5 minutos una mujer es asesinada en el planeta dentro de los escenarios descritos. Y a esta violencia en las relaciones de pareja hay que añadir todas las otras formas de feminicidio, como las que ocurren en el contexto de la violencia sexual, la mutilación genital femenina, la prostitución, la trata de mujeres, los crímenes por la dote…
Si en lugar de violencia de género habláramos de otro virus, ni el resultado ni las políticas serían muy diferentes en su contundencia a las desarrolladas contra el Covid-19, lo mismo que no son muy distintas las medidas contra el terrorismo yihadista u otro tipo de terrorismo, ni tampoco para afrontar enfermedades víricas similares, puesto que una de las referencias para actuar se basa en el resultado y en el impacto que producen los problemas, para luego abordar con especificidad las causas de cada uno.
Lo que resulta difícil de entender en violencia de género es cómo a pesar de tener un resultado tan objetivo, como lo son los 500-600 millones de mujeres del planeta que la sufren, las 52.000 que cada año son asesinadas a nivel mundial, o las 600.000 que la viven en España y las 60 asesinadas de media anualmente, no se responda de la misma manera que frente a otras causas que generan unas consecuencias similares, y que incluso se actúe con más rotundidad y se perciban como más graves algunos problemas que tienen un impacto menor que la violencia de género.
Y una de las claves para entender esta manera distinta de responder ante resultados objetivos está en la estructuralidad de la violencia de género, puesto que se trata de una violencia que nace de las propias normas de convivencia que nos hemos dado como sociedad, se utiliza para mantener el orden a partir de esas referencias, y no se ve como una amenaza, puesto que sólo afecta a las mujeres y, según esa construcción machista, no a todas las mujeres, sino a las “malas mujeres”, es decir, a las que no cumplen con sus roles y funciones según los criterios del “buen hombre”, o sea, de su maltratador.
Tanto la infección por el Covid-19 como la violencia de género comparten algunos elementos, tales como la invisibilidad, el no reconocimiento de la sintomatología hasta que se hace grave, la utilización de la normalidad para extenderse y afectar a otras personas…. Sin embargo, también hay importantes diferencias, como por ejemplo, el hecho de que no se dude de la infección por coronavirus mientras que sí se haga de la violencia de género, la existencia de una prueba específica para la primera, cuando para la segunda hay que realizar una valoración amplia y a veces compleja que no siempre se acepta, la consideración de que todo está relacionado con el virus, aunque no sea determinante, mientras que en violencia de género todo se fragmenta y se muestra como ajeno a ella, algo que no resulta gratuito puesto que lleva a que no se identifiquen factores de riesgo para la violencia y que sí se haga para la pandemia, y, finalmente, el hecho de que prácticamente el 100% de las personas fallecidas por Covid-19 hayan recibido atención, mientras que en violencia de género el 70-80% de las mujeres asesinadas nunca ha recibido asistencia por esa causa.
La convivencia está llena de problemas, y muchos de ellos, como la violencia de género, provocados por la propia forma de entender las relaciones. Creer que sólo lo nuevo debe ser motivo de preocupación es mantener un modelo de sociedad acostumbrado a la sorpresa, pero ajeno a sus problemas diarios y a la injusticia crónica de la desigualdad.
Muchas de las mujeres con patologías múltiples que mueren por la infección del coronavirus también son víctimas de violencia de género, lo cual es un factor de agravamiento clínico, tal y como ha recogido el reciente trabajo de las Universidades de Warwick y Birmingham, al demostrar que la mortalidad es un 40% más alta en las mujeres maltratadas respecto a las no maltratadas, y en cambio nadie ve esa relación con la realidad ni con el Covid-19.
La conclusión es clara, hay que ejercer una crítica contra la cultura androcéntrica capaz de organizar la convivencia sobre la desigualdad, y para ello no sólo hay que ponerse una mascarilla ante determinados problemas, también hay que quitarse la máscara que impone el machismo para ocultar tras su normalidad a los hombres que ejercen la violencia de género y a las mujeres que la sufren.